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sábado, 3 de septiembre de 2011

Cuarto capítulo

                                                                              4
                                      Un espía entre las sombras

 No había nada interesante en la televisión. Odd dejó caer el mando a distancia sobre las mantas y bostezó.
-Como la cosa siga así, me va a costar no dormirme. ¡Y sólo es medianoche!
En el otro extremo de la habitación, Ulrich alzó la cabeza del libro de literatura.
-También podrías estudiar. Te acuerdas de cómo se hace, ¿no?
-¿Mandeeee? –su amigo lo miró con un gesto asqueado-. Una mente tan avanzada como la mía no necesita estud…
La respuesta de Odd se vio interrumpida por los timbrazos del móvil de Ulrich.
-¡Dime! –respondió el muchacho-. Ajá. Ajá. Vale. Ya voy.
Colgó el teléfono y empezó a calzarse las zapatillas.
-¿Adónde vas? –dijo Odd, poniéndose en pie de un salto-. N o se te estará pasando por la mollera dejarme plantado aquí, ¿no?
-Era Yumi. Está muy preocupada. Me ha pedido que vaya corriendo a su casa.
-¿Preocupada? ¿Por qué?
Ulrich le dirigió una mirada fugaz antes de responder.
-No me lo ha dicho.
-Espero que no le haya pasado nada a Kiwi –dijo Odd mientras empezaba también a calzarse.
-Acuérdate de que estás castigado, mente avanzada –lo detuvo Ulrich.
Odd sopesó su respuesta.
-Lo estoy, es cierto. Pero sólo si alguien me ve. Esta tarde también he salido, y no ha pasado nada.
-¡Tú no vas a asomar ni la nariz fuera de esta habitación, Odd! Me parece que ya has causado bastantes problemas.
-Ah, ya. Por supuesto, papaíto. Como tú quieras.
Ulrich sonrió con resignación, y los dos amigos salieron corriendo juntos por la puerta.

Kiwi estaba descansando en el regazo de Hiroki, envuelto en una manta. Todavía le costaba respirar, y su corazón latía fuerte. Odd se abalanzó inmediatamente hacia su perro herido.
-Lo siento, Odd… -dijo con la voz rota Hiroki, mirándolo con los ojos hinchados  por el llanto-. Lo siento muchísimo… Yo no…
Odd alzó con la delicadeza la manta. El cuerpo regordete de Kiwi estaba cubierto de arañazos, dos de los cuales eran bien profundos. Tenía una oreja mordida, y estaba temblando como un flan. El muchacho lo acarició con mucho cuidado, poniendo atención para no pasarle la mano por las heridas.
-¿Qué ha ocurrido? –preguntó con un hilo de voz.
Yumi, que les había abierto la puerta y se había quedado dando saltitos nerviosos de un pio a otro, se lo explicó.
-Felicidades, Yumi, en serio –los ojos de Ulrich era dos rayos laser, de ese tipo que quema de puro frío-. No sólo no has querido cuidar de Kiwi, sino que incluso has dejado que se escapase. Y por si no bastaba con eso, has mandado a Hiroki a buscarlo él solo. ¡Tu hermano pequeño! ¡De noche! ¡Dando vueltas por la ciudad!
-Yo… -trató de responder ella.
Pero Ulrich no la dejó hablar. Estaba fuera de quicio.
-Si por lo menos hubieseis salido juntos, a lo mejor habríais encontrado a Kiwi cinco minutos antes de que lo atacase el perro ese, y a lo mejor no estaría herido, y a lo mejor…
Yumi no era de la clase de chica que se iba a quedar tranquila tragándose una retahíla de reproches, aunque en su fuero interno sintiese que tenía una base de verdad. Es más, puede que estuviese así de irritada precisamente por eso.
-¡Eso, tú encima júzgame! –le replicó, totalmente crispada-. Es lo que mejor se te da, ¿no? Don Perfecto, él…
-¡DEJADLO DE UNA VEZ!
Odd tenía la cara morada, y había gritado tan fuerte como para hacer que Kiwi gañese e Hiroki se sobresaltase.
-¡ALGUIEN LE HA HECHO DAÑO A KIWI, Y YO AÚN NO HE ENTENDIDO QUÉ NARICES HA PASADO!
Después respiró hondo, tratando de calmarse.
-Hiroki –continuó en un tono más dulce-, ¿dónde lo has encontrado?
-En la… en La Hermita.
De pronto el chiquillo se acordó del hombre que había entrevisto de espaldas. No había ninguna calle que diese al otro lado del chalé, y si no había calle… ¡eso quería decir que el hombre había salido de La Ermita!
Balbuceando, cada vez más alterado, Hiroki les contó a los muchachos lo que había pasado.
-Un desconocido… -comentó Yumi-. Tal vez buscase a Aelita.
-¡Lo mismo tiene algo que ver con Hopper! –exclamó Ulrich-. Tenemos que ir allí a echar un vistazo.
La muchacha asintió con la cabeza.
-Yo llamo a Aelita. Tú avisa a Jeremy. Nos vemos todos en La Ermita. Debemos llegar hasta el fondo de este asunto.

Diez minutos antes Jeremy estaba durmiendo tan tranquilo en su pequeña habitación de Kadic, bajo la protección del poster de Einstein que colgaba de la pared. Diez minutos más tarde, con un chaquetón bien abrigado que se había puesto directamente encima del pijama y las gafas redondas torcidas sobre la nariz, se encontraba agachado sobre el césped de La Ermita, con una linterna en la mano, inspeccionando la capa de nieve que cubría el suelo.
A su alrededor, como si fuesen luciérnagas, brillaban las linternas de sus amigos. Tan sólo Hiroki se había quedado en casa de Yumi, para seguir ciudando del pobre Kiwi.
-¡Aquí! –exclamó de golpe Jeremy-. Venid a ver esto.
La nieve helada no presentaba ningún rastro particular, pero en cierto punto, cerca del garaje, el grueso estrato blanco había sido apartado, y el barro de debajo estaba surcado por una maraña de huellas. Perros.
-¡Su madre! ¡Qué grande era! –comentó Odd mientras apoyaba la mano de una de las huellas más nítidas-. ¡Mirad, las uñas se han clavado bien hondo! ¡Debía de ser una auténtica fiera! ¡Es un milagro que Kiwi aún esté vivo!
-Los rastros resultan confusos –comentó Jeremy mientras examinaba el suelo con escrupulosa atención-, pero en mi opinión había por lo menos dos perros, de la misma raza, aunque uno era algo más ligero que el otro: ¿veis esta huella, que está menos hundida?
-Chuchos callejeros –sentenció Ulrich.
Jeremy negó con la cabeza, no muy convencido.
-¿Os habéis fijado en esto, contra la pared del garaje? –señaló una huella en forma de media luna cerca del muro, que estaba desconchado y cubierto de moho-. Eso es de un zapato. Y estoy dispuesto a apostaros lo que queráis a que el que la haya dejado estaba aquí con los perros. Tal y como nos ha dicho Hiroki.
-Perros… -susurró Aelita-. Como los que oí ladrar la otra noche. ¡Como el de mi sueño! Jeremy, me estoy asustando.
Jeremy sintió el impulso de estrecharla bien fuerte entre sus brazos, pero en seguida se contuvo.
-No te preocupes, Aelita. Ya verás como entre todos lograremos resolver este asunto. Y además, nos tienes a nosotros para protegerte.

Odd avanzó sigilosamente por los pasillos iluminados de la residencia. Hacía ya un rato que Ulrich se había vuelto a Kadic, para evitar tener que seguir hablando con Yumi, mientras que él había insistido en acompañar a la muchacha a casa: quería comprobar qué tal estaba Kiwi.
Hiroki lo había desinfectado y vendado como era debido. Ahora que estaban limpias, las heridas no parecían tan tremendas. En cuestión de un par de días volvería a ser el alegre perrillo de siempre.
-¡Odd! ¡Della! ¡Robbia!
El muchacho pegó un respingo, y un súbito escalofrío reptó a lo largo se su espalda. Cuando se giró ya estaba temblando.
-Ji… Jim. Siempre es un placer verte, amigo.
Jim Morales tenía sus musculosos brazos cruzados sobre el pecho, y no parecía ni medio contento.
-¡Y un cuerno <<amigo>>! Se suponía que estabas castigado.
La mente de Odd se puso a trabajar a toda velocidad.
-He salido sólo, ejem, un momentito. Para ir al baño.
-¿En serio? Es una pena que los baños estén en la otra punta. Tú has salido de la escuela, listillo. ¡De noche! ¡Y a pesar de estar castigado! Así que el chivatazo era correcto…
-¿Chivatazo? –dijo Odd de inmediato, aguzando las orejas-. ¿Qué chivatazo? ¿Y quién te ha hecho de soplón?
-Eh, bueno –tosió Jim mientras se arreglaba el cuello del niqui-, ¿he dicho <<chivatazo>>? Quería decir suposición… mi intuición…
-Jimbo –lo interrumpió Odd. Llamarle Jimbo siempre surtía cierto efecto, sobre todo cuando el profe estaba en dificultades-, ¿se puede saber quién te ha dicho que yo estaba en mi cuarto?
-No, nadie, yo…
La verdad embistió a Odd como un morlaco: Sissi Delmas, con su top y su minifalda, en medio de los arbustos helados del parque, gritando <<¡Me las pagarás!>>.
-Ha sido Sissi, ¿verdad?
-Mmm, bueh. Eso lo dices tú –respondió, evasivo, el profesor-. ¡De todas formas, no tiene nada que ver! –Jim reconquistó repentinamente el control-. Te has saltado las reglas, primero trayendo un animal a Kadic, y luego escapándote de la residencia de noche. Por eso, por el poder que me otorga el… ejem, el director, yo te declaro…
-Esa niñata se las va a ver conmigo –siseó Odd entre dientes.
-¡No te me distraigas! ¡Te declaro castigado! ¡Toda una SEMANA! Y ahora tira ya mismo para tu habitación, ¡o en vez de una semana van a ser dos!
A Odd no le quedó más remedio que obedecer.

Mientras Odd volvía a su cuarto, desanimado por el castigo, en Washington D.C., Estados Unidos, eran más o menos las nueve de la noche.
Desde aquel despacho no se tenían vistas a ninguno de los grandes monumentos de la ciudad, como el Obelisco, el Capitolio o la estatua sedente del presidente Lincon. Era un despacho del montón en uno de los muchos rascacielos de la periferia, iguales como fotocopias, anónimos, grises. Pero eso no quería decir que quien se encontraba en aquella oficina fuese una persona de poca monta. Muy al contrario.
Cuando sonó el teléfono, la mujer que estaba sentada detrás del escritorio respondió inmediatamente.
-Sí –escupió con voz seca.
Al otro lado estaba Maggie, su secretaria.
-Señora, perdone que le moleste, pero hay una llamada para usted. Es de Francia.
La mujer, cuyo nombre en clave era Dido, se sentó mejor en el sillón giratorio y chequeó por el rabillo del ojo la hilera de relojes que colgaba sobre la puerta. Uno por cada capital del mundo. En aquel momento. En aquel momento, en Francia eran más o menos las tres de la madrugada. Si alguien estaba llamando a esas horas, no cabía duda de que era urgente.
-Pásamela, Maggie –se decidió al final, al tiempo que pulsaba el botón del teléfono que blindaba esa línea contra las posibles escuchas.
La voz que le llegó del otro extremo de la línea sonaba masculina, profunda. Y avergonzada.
-Señora…
-Agente Lobo Solitario. Cuánto tiempo.
-Acabo de hablar con los del departamento informático, señora. Ha pasado algo.
El <<departamento informático>> se componía de un grupito de esclavos de los ordenadores que se pasaban el día y la noche monitorizando todas las búsquedas que se realizaban en la Red en países enteros, a la caza de palabras o frases sospechosas. Una labor ingente, fatigosísima e ilegal. Y por lo general, inútil.
-Continúe. Estamos en una línea segura.
-Esta tarde se ha hecho una búsqueda en una intranet privada. Alguien ha intentado obtener información sobre Franz Hopper, y luego sobre Waldo Schaeffer, que son de hecho la misma persona…
Dido suspiró. Franz Hopper. Otra vez.
Hopper era un caso antiguo, de hacía más de diez años, y no obstante la mujer no tuvo necesidad de consultar ningún expediente para refrescarse la memoria. En aquella época ella era una joven y prometedora oficial en los inicios de su carrera, y el caso Hopper había sido su primer y única fracaso.
-Gracias por avisarme, agente –dijo.
-Disculpe, señora –carraspeó la voz del otro lado del teléfono-, pero eso no es todo. La búsqueda la han hecho en la red interna del… de la academia Kadic.
Dido no pudo por menos que soltar un puñetazo sobre el escritorio. Franz Hopper y Kadic juntos: una mezcla muy peligrosa. Muy peligrosa.
-Muy bien, entonces. Quiero a uno de sus hombres trabajando en las comunicaciones de Kadic. Llamadas de teléfono, búsquedas internas, búsquedas en inetrnet. Todo. Desde hace dos meses hasta hoy. Y quiero un equipo listo para entrar en acción en caso de emergencia.
-Sí, señora.
-Podría tratarse de algo fortuito. Una empleada que estaba ordenando los archivos, o algo por el estilo. Pero lo mejor será no correr riesgos.
-Sí, señora.
Dido colgó sin añadir nada más, y permaneció inmóvil junto al teléfono. Una parte de ella, después de todo, deseaba que se reabriese el caso. Era una oportunidad para transformar su único fracaso en un gran éxito.

A la mañana siguiente, Jeremy y los demás se reunieron cerca de la máquina de café. Sólo faltaba Odd. Había pasado por allí un par de minutos antes, acompañado por Jim Morales, que iba pisándole los talones, y había tenido el tiempo justo para dirigirles una mirada desesperada a sus amigos.
<<Ya sabía yo que lo iban a pillar… -había comentado Ulrich al verlo pasar-. Será mejor que nos pongamos en marcha: dentro de nada tenemos clase>>.
Jeremy estaba de pie, cerca de Aelita. Ambos tenían unas ojeras bien hinchadas por el cansancio.
-Creo que la única solución es poner bajo vigilancia La Ermita –declaró el muchacho.
-¿Te refieres a que organicemos una especie de guardia nocturna? –le preguntó Yumi.
-En realidad estaba pensando más bien en una red de cámaras de circuito cerrado –precisó Jeremy-. Las cámaras de vídeo puedo construirlas yo. Ayer por la noche volví a la vieja fábrica y lo he comprobado: ahí tengo todos los componentes necesarios. Las colocaremos alrededor de la casa, y desde el ordenador de mi habitación sería capaz de controlarlas en todo momento. De ese modo obtendremos una imagen de ese fantasmal hombre misterioso, si por casualidad decide volver. Y entonces podremos…
-Entregárselo a la policía –completó Yumi, satisfecha-. ¿Correcto?
Jeremy se quedó meditabundo.
-Más o menos.
-Pero ¿tu ordenador…? –comentó Aelita con una sonrisa-, ¿no estaba guardado en una caja? ¿ No habías dicho que te ibas a quedar solo con el portátil, para los trabajos de clase?
-¡Sí, yo también me acuerdo! –se rió Ulrich-. <<Después de Lyoko, ¡he acabado con la informática! Es mejor así…>> ¡Y con qué tono más solemne lo dijiste! ¡Je, je!
-¡Pero qué tendrá que ver! –Jeremy se sonrojó-. ¡Esto es una emergencia! Esta noche lo he vuelto a montar todo. Si alguien está hurgando entre los secretos de La Ermita a nuestras espaldas, vamos a necesitar toda la tecnología de la que disponemos para ponerlo al descubierto y tratar de enterarnos de algo.

Jeremy no era el único estudiante de Kadic que esperaba con ansiedad las clases de la profesora Hertz. De hecho, Susan Hertz era la profesora favorita de todos, porque no se limitaba a seguir el programa escolar, sino que abarcaba cualquier argumento científico, desde el ADN hasta lo ordenadores, pasando por las cosmonaves, y se servía de ejemplos y experimentos que siempre desencadenaban la imaginación de todos sus alumnos. Cada clase era un nuevo descubrimiento.
Sólo que aquel día parecía que todo iba a ser distinto.
Para empezar, la profesora ni siquiera les dio los buenos días a los muchachos al entrar, sino que se sentó directamente en la cátedra, ceñuda, sacando el libro de texto de su portafolios.
-Bueno. Abrid el libro por la página cuarenta y ocho. Nicolas, ¿empiezas tú a leer?
Nicolas miró con expresión perpleja a su amigo Hervé, que también era su compañero de pupitre. Juntos formaban el dúo dinámico de <<guardaespaldas>> de Sissi, pero el experto en ciencias era Hervé. Y por lo general durante las clases la profesora Hertz se concentraba en él y en Jeremy, y dejaba que Nicolas durmiese tranquilo.
Hertz se aclaró la garganta y miró fijamente a Nicolas, contrariada.
-Nicolas, ¿hay algún problema?
-No, no –se sobresaltó el muchacho-, claro que no –a continuación se levantó, abrió el libro y empezó a leer-. <<A principios de los años treinta los científicos podían considerar que estaban en un buen punto en cuanto a la compresión de la materia. El descubrimiento del neutrón parecía haber desvelado ya todos los misterios relacionados con la estructura del átomo…>>.
-Pero ¿Qué diablos pasa? –le susurró Jeremy a Aelita.
-¿Por qué? –replicó la muchacha, levantando una ceja.
-Fíjate en la profe. Ni siquiera parece ella misma. ¿Desde cuándo deja que un estudiante lea el libro, y punto? La Hertz no lee jamás del manual: siempre hace su propia introducción a las clases…
-<<… elevaba a cuatro el número de partículas elementales que se conocían…>>.
Jeremy no era el único que se había quedado de una pieza. Todos los alumnos de la clase se miraban unos a otros, algo desubicados.
Preocupado por si iba a tener que seguir leyendo durante toda la lección, Nicolas consiguió darle una patada disimulada por debajo del pupitre a Hervé, que carraspeó y se puso de pie.
-Ejem, ¿señorita?
-Sí, Hervé?
-Perdone que se lo pregunte, pero… ¿está usted bien?
La mujer levantó la cabeza del libro sin que en su rostro apareciese ni la más mínima expresión.
-¿Lo ves? –le insistió Jeremy a Aelita en voz baja-. Está la mar de rara.
-Estoy estupendamente, Hervé, gracias. Por cierto, Jeremy, te agradecería mucho que dejases de charlar con tu amiga. A la próxima te echo de clase.
¿Jeremy castigado con una expulsión de clase? En toda la historia de Kadic nunca se había oído nada igual.
-Por favor, Nicolas –lo exhortó Hertz -, puedes continuar. Gracias.
Nicolas suspiró y siguió leyendo. Al poco, una mano se levantó de entre los pupitres.
-¿Sí, querida? –le preguntó la profesora Hertz con un tono dulce que nunca le había oído utilizar.
Eva Skinner se levantó, atrayendo como un imán la mirada de Odd, y también de buena parte del público masculino.
-Disculpe, profesora –comenzó la muchacha-, yo no he entendido qué son exactamente las partículas elementales.
-Por supuesto, querida –sonrió la profesora Hertz-. Ahora mismo te lo explico.
Jeremy aún estaba patidifuso por la amenaza de que lo echasen cuando Aelita le propinó un codazo.
-¿Has visto? –le susurró-. Ella sí que es rara, y no la Hertz. Ayer parecía que no consiguiese decir esta boca es mía, y hoy, sin embargo, ni siquiera parece extranjera. Su francés es perfecto.
Jeremy asintió y empezó a observar a Eva, lleno de curiosidad.

Una vez acabada la clase, la profesora Hertz se encerró en su estudio y apoyó la espalda contra la puerta. Después se quitó las gafas y se pasó una mano por la frente.
Siempre le había costado enseñar. Exigía dedicación y concentración, pero resultaba aún más complicado cuando su cabeza se empeñaba en volar de un lado a otro. Y todo por culpa de Jeremy, aunque en el fondo estaba contenta de haber regañado al chico durante la clase aquel día. Era culpa suya y de esas preguntas sobre superordenadores y Franz Hopper. Por suerte se le había ocurrido confiarle al director Delmas el expediente sobre Waldo Schaeffer. Conocía bien a Jeremy, y sabía que no se detendría ante nada con tal de ponerle las manos encima a aquellos papeles. Y de esa forma se arriesgaba a meterse en un problema realmente serio. Delmas, por su parte, conocía a grandes rasgos la situación, y custodiaría aquellos documentos con discreción.
Sin embargo, a pesar de ello la mujer no conseguía quedarse tranquila. Tal vez se había equivocado por completo. Y ya hacía demasiado tiempo que arrastraba aquel asunto.
Toc, toc.
¿Quién es? –estalló Hertz, sobresaltándose.
-Soy yo –le respondió una voz femenina. Era Eva. Eva Skiner.
-Ah, claro. Entra, entra, querida. ¿Necesitas hablar conmigo? Adelante.
La puerta se abrió, y la profesora desplegó una amplia sonrisa. El problema de Hopper iba a tener que esperar un poco más.

La señora Marguerite Della Robbia corrió a casa sosteniendo en un precario equilibrio una pila de paquetes y bolsas de la compra que le llegaba por encima de la frente.
Era un día tibio y luminoso que animaba a dar un buen paseo. Qué pena que ella tuviese solamente media hora antes de salir corriendo al trabajo.
La señora dejó todo apoyado sobre la mesa y luego miró a su alrededor con cierta perplejidad. Algo había que no andaba bien. Algo distinto respecto a una hora antes, cuando había salido a toda prisa para ir al supermercado. Le hicieron falta unos instantes para entender qué era: los cojines del sofá estaban movidos. Ella los había puesto en su sitio de siempre la noche anterior, antes de irse a dormir. Y al salir, cuando había mirado atrás por última vez para verificar que había apagado todas las luces y cerrado las ventanas, los cojines aún estaban en orden, con sus alegres fundas de flores rojas que desdramatizaban un poco aquel sofá de cuero negro que tanto le gustaba a su marido.
Su marido. ¿A lo mejor Robert había vuelto del trabajo? Qué va. Sin duda, la habría avisado. Y además, ese día tenía una reunión, así que iba a volver tarde a casa.
-¿Robert? –preguntó en voz alta, no obstante, Marguerite-, ¿eres tú? ¿Cariño?
No obtuvo respuesta.
-Qué tonta soy –murmuró luego para sí, volviendo a ocuparse de la compra.
Acababa de terminar de colocar las espinacas congeladas en su sitio cuando el teléfono empezó a sonar. Otra cosa bien rara: nadie llamaba nunca a casa a la hora del almuerzo. Corrió al piso de arriba para responder. Tal vez fuese Odd, pero habría sido algo insólito. Su hijo no llamaba nunca. Excepto cuando se metía en algún lío. Cuando llegó junto a la cama estaba jadeando. Cogió el teléfono, que seguía dando timbrazos.
-¿Diga? –respondió-. ¿Diga? –preguntó de nuevo.
La llamada no se había cortado. Marguerite podía oír un crujido eléctrico al otro lado de la línea.
-¿Se trata de alguna broma? Ja, ja. Muy divertido, si señor.
Pero en su interior comenzó a no sentirse tan tranquila. Era una mujer poco impresionable. Tenía que serlo, a la fuerza, con un marido chapucero como Robert y un hijo incontenible como Odd. Pero en aquel crujido, en aquella respiración contenida había algo que la inquietaba.
De golpe le volvieron a la cabeza los cojines del sofá. No era ninguna broma. ¡Había alguien en su casa!
Colgó de golpe, tirando sin querer el teléfono al suelo, y corrió al cuarto de al lado. Vio una sombra.
La sombra reaccionó dando un salto a través de la venta abierta del salón, y desapareció en el jardín.
El grito de la señora Della Robbia retumbó contra las paredes de la casa. En la cocina, la compra estaba desparramada por el suelo. Dos huevos rotos derramaban su baba amarilla sobre los azulejos.

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