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martes, 6 de septiembre de 2011

Capítulo 6

                                                     6
                        UNA TRAMPA, O TAL VEZ DOS
En el comedor habían servido frijoles mexicanos, y ahora el estómago de Ulrich gorgoteaba entre satis­fecho e inquieto.
— ¡Buuufff! Resopló Odd mientras se masajea­ba la tripa. Justo lo que necesitaba.
Habrías podido ahorrarte al menos el tripitir comentó Ulrich, mirando de reojo a su alrededor en busca de Yumi.
— ¡Para una vez que la cocinera no se empeña en preparar una de esas movidas tan sanas y desagradables! Y además, ahora tenemos dos horas de Arte. Por lo me­nos las judías estas me conciliarán un poco el sueño.
Perdona, Odd, tengo que irme abrevió Ul­rich, dejando plantado a su amigo.
A través de las ventanas había visto a Yumi cruzan­do el jardín, rodeada de un grupito de compañeras.
Puede que no fuese el mejor momento para ha­blar, pero después de lo que le había dicho Jeremy la noche anterior ya no podía esperar.
— ¡Yumi! La alcanzó casi a la carrera. Discul­pa, ¿tienes un segundo?
Las amigas de la muchacha se empezaron a reír. Les parecía ridículo que una tía dura como ella andu­viese siempre con un chico más pequeño.
Yumi las fulminó con la mirada.
Hasta luego les dijo, y luego, en cuanto Ulrich y ella se quedaron solos, explotó—. ¿Se puede saber qué pasa? Yo dentro de un minuto tengo que irme.
El muchacho se rascó la nuca, abochornado. Le parecía como si el cuello de la camiseta se le estuvie­se cerrando en torno a la garganta. Le faltaba el aire. A los frijoles de su estómago se les ocurrió infundirle valor mediante el sistema de empezar a darle pata­das en el intestino.
Oye, ¿se te ha comido la lengua el gato? con­tinuó Yumi, impaciente.
Yo, bueno... O sea... En fin...
Enhorabuena. Menudo discursazo. ¿Lo traías escrito, por casualidad? dijo la muchacha. Pero ahora estaba sonriendo.
No... Volvió a intentarlo Ulrich. No he sido muy majo contigo, Yumi, últimamente.
Puedes decirlo bien alto.
Es sólo que... en fin... Sí. Pero de todas formas quería pedirte perdón. He estado bastante antipático prosiguió él.
Sí.
Maleducado.
Eso también.
Desde luego, ella no le estaba poniendo las co­sas fáciles. Y ahora venía la parte más complicada del discurso: «Yumi, tú y yo no somos sólo amigos. Tú también lo sabes. ¿Quieres... quieres qué? Quieres. Y punto. Yumi...».
Lo siento, Yumi. Perdona. Eso.
Ella extendió los dedos y le acarició la mejilla, que se incendió ante aquel ligero contacto.
Déjalo estar. Yo también he estado un poco nerviosa. Hagamos como si no hubiese pasado nada, ¿vale?
Después empezó a alejarse, pero Ulrich la retuvo.
Espera, todavía no he terminado.
«Yumi, tú y yo no somos sólo amigos». Ánimo, era solamente una frase, ¿cuánto podía costarle decirla?
Justo en aquel momento, Sissi Delmas se acercó a ellos, acompañada por los inevitables Hervé y Nico­lás. Haciendo gala de una dosis industrial de despar­pajo, le echó el brazo alrededor del cuello a Ulrich, apretujándose contra él. Luego observó a Yumi con un barrido de arriba abajo.
— ¡Uy, pero mira qué cara más larga! No deberías tratar mal a nuestro Ulrich. Es muuuy sensible, ¿sa­bes? Le hace falta una chica que lo entienda y cuide de él...
— ¡Sissi! se quejó Ulrich mientras se apartaba de ella, molesto. ¡Yumi y yo estábamos hablan­do!
Bueno, ahora sí que tengo que irme a clase lo finiquitó Yumi.
Ulrich trató de protestar y añadir algo más, pero Sissi lo tomó de la mano.
Hervé, Nicolás, vosotros también podéis iros. Yo os alcanzo en un momento. Ulrich, ¿qué te parece si estudiamos juntos esta tarde? Tenemos que repa­sar ciencias, ¡y a ti se te dan tan bien!
Yo en ciencias no he sacado jamás ni un sufi gruñó él. Si te hace falta ayuda, pídesela a Jeremy.
Yumi se encogió de hombros y se despidió de Ul­rich con un gesto de la mano y media sonrisa. Él se quedó mirando cómo su largo cabello negro ondea­ba mientras se alejaba.
— ¡Mira tú por dónde! Dijo Sissi, pellizcándole un carrillo. ¡Nos hemos quedado solitos tú y yo!
Tal vez la culpa fuese de los frijoles, pero el mu­chacho sintió cómo su estómago se encogía con un retortijón.
El señor Chardin paseaba entre los pupitres con las manos unidas detrás de la espalda, y despotricaba a voz en cuello sobre cine, encuadres y una cosa miste­riosa llamada decoupage técnico.
Aelita resopló. Aquella tarde los demás iban a ir a la fábrica para prepararle una trampa al intruso de La Ermita, pero ella le había prometido a Tamiya que la ayudaría con el audio de una grabación. Tamiya y Milly eran las pequeñas redactoras del periódico de la es­cuela, y grababan los vídeos que luego se publicaban en el sitio web del diario. Las dos chiquillas llevaban un siglo dándole la tabarra a Aelita, y nadie tenía estóma­go para tratarlas mal. De eso ya se ocupaba Sissi.
Cuando sonó la campana, la muchacha se acercó aOdd.
— ¿Tú qué haces, te vas a juntar con los otros?
—Él se viene conmigo gruñó Jim Morales mien­tras se presentaba ante la puerta del aula. Ya que está castigado, el director ha decidido encargarle al­gunos trabajitos socialmente útiles. Me va a echar una mano para ordenar el gimnasio.
Odd alzó los ojos al cielo, apesadumbrado.
— ¡Que se te dé bien el curro, camarada! Dijo Ulrich, haciendo una mueca irónica, mientras pasaba junto a él. ¡Nos vemos para cenar!
Jeremy y Ulrich se despidieron de Aelita mientras Tamiya se la llevaba a rastras. La chiquilla reía, la mar de contenta bajo su coleta de rastas, y Aelita trató de devolverle la sonrisa... por no llorar.
— ¡Pásatelo bien! gritó Ulrich, agitando la mano.
No tienes corazón se rió socarronamente Jeremy.
Se encaminaron juntos hacia el parque del Kadic, para luego dirigirse a la fábrica abandonada.
La construcción llenaba completamente un islote que no distaba mucho del colegio y tenía un viejo puente que la conectaba con tierra firme. Tras el cierre de la fábrica, la calle que llevaba al puente había sido bloqueada, de modo que ahora sólo había tres formas de llegar, y las tres pasaban bajo tierra: desde La Ermita, a través de un largo túnel proyectado y construido por Franz Hopper; entrando en las cloacas desde la sala de calderas; o bien a través de una alcantarilla que había en el parque.
Los dos muchachos escogieron, como siempre, la alcantarilla. Aunque el olor era terrible, aquél era el acceso más seguro para no ser vistos. Excavaron juntos en la nieve y, cuando fue visible, levantaron el pesado dis­co de hierro y se metieron por el conducto, volviendo a cerrar la boca de alcantarilla sobre sus cabezas. Bajaron por una estrecha escalerilla vertical, agarrándose a los amplios asideros que estaban anclados en el cemento, y respiraron una última vez a pleno pulmón antes de verse embestidos por el hedor de las cloacas.
Tanto sobre la tapa de la alcantarilla como a los pies de la escalera había un extraño símbolo y un tex­to cuyo significado Jeremy nunca había llegado a comprender: Green Phoenix.
Cuando llegaron al conducto horizontal, Jeremy cogió su patinete, y Ulrich, uno de los monopatines que había alineados contra la pared. La peste resulta­ba tan fuerte que casi paralizaba sus movimientos. Por eso los muchachos habían decidido tiempo atrás llevar allí aquellos medios de transporte, a fin de agi­lizar el trayecto. Corrieron hasta alcanzar una escaleri­lla que subía hacia la superficie. Treparon por ella, y finalmente aparecieron en el puente.
Ufff bufó Ulrich cuando volvieron a encon­trarse al aire libre. Tienes que inventar un superambientador para ese sitio. Cada vez es peor.
— ¿Unas cloacas perfumadas? Resultaría un pelín sospechoso, ¿no te parece?
El puente se sostenía sobre el río gracias a dos altas columnas de hierro oxidado de las que salían ar­cadas de gruesos cables. A Jeremy le recordaba un poco al puente de Brooklyn, sólo que mucho más pe­queño y desvencijado. Entraron en la fábrica y des­cendieron al bajo deslizándose por unas viejas sogas que colgaban del techo. Aquel espacio era enorme, un entramado de cemento, vigas y ventanas cuadra­das con los cristales rotos.
Los muchachos llegaron al ascensor, una especie de contenedor industrial que descendía bajo tierra gracias a un gran mando que colgaba de un cable.
Qué de recuerdos, ¿eh? murmuró Ulrich.
Jeremy no respondió. Desde que había descu­bierto que desde el Kadic se podía entrar en aquella vieja fábrica abandonada, habían recorrido aquel lar­go trayecto en muchas ocasiones, siempre con prisas, siempre con la angustia de que había que detener a algún monstruo o salvar a algún amigo.
Había sido peligroso. A veces, incluso demasia­do. Pero también era su gran aventura. Ahora que to­do había acabado, con el superordenador desconec­tado, a Jeremy le parecía que había algo que faltaba en sus vidas.
La sala del superordenador, que estaba en la pri­mera de las plantas subterráneas, era un inmenso espació iluminado por una tenue luz verde. El centro de la habitación estaba ocupado por una especie de cír­culo metálico que sobresalía del suelo unos treinta centímetros: era el proyector holográfico que le per­mitía a Jeremy supervisar lo que el resto de los mu­chachos hacía dentro del mundo virtual, analizando sus posiciones y las de los monstruos. Junto al pro­yector estaba el sillón giratorio del puesto de mando, con sus pantallas y su teclado suspendidos de un enorme brazo mecánico.
El muchacho ignoró completamente el superordenador, que ahora estaba apagado y triste, y abrió la puerta de un trastero en el que había un poco de todo. Enseguida empezó a seleccionar redes metáli­cas, trozos de robots, tarjetas y cables.
Ulrich se acuclilló a su lado y empezó a escarbar entre todos aquellos cachivaches tecnológicos.
— ¿No te da pena? le preguntó a su amigo.
Jeremy lo miró con aire interrogativo.
— ¿El qué?
Pues haber apagado el superordenador.
Jeremy suspiró, y por un instante sintió que le pi­caban los ojos, escudados tras los gruesos cristales de las gafas.
— ¿Sabes?, en realidad intento no pensar en ello. Todas las noches que pasé aquí abajo, solo, cuando trataba de ayudar a Aelita para rematerializarla en nuestro mundo. Y todas las veces que intenté echa­ros una mano cuando estabais dentro de Lyoko...
Ya. ¡Tú eras la mente, y nosotros el brazo ar­mado!
Ulrich se levantó e hizo un par de movimientos de kung-fu con una espada imaginaria. Jeremy se acor­daba como si hubiese sido ayer: Ulrich el guerrero, sus llaves especiales, los desafíos con Odd y Yumi pa­ra ver quién de ellos acabaría con más monstruos...
Apagar el superordenador fue como matar una parte de mí concluyó—. Pero no podíamos hacer otra cosa. Era demasiado peligroso.
Y además, ya no sirve para nada...
Por un momento, a Jeremy le volvió a la cabeza una tarde, algunos días antes, en que las bombillas de su habitación habían explotado.
Es cierto se esforzó igualmente por conti­nuar. Ahora que X.A.N.A. está... muerto. Ya.
Pero, por alguna razón, su voz había sonado que­brada.
Aquella noche Odd se encontró solo en su dormito­rio, con la espalda hecha pedazos por culpa de Jim. El profe de gimnasia lo había obligado a mover las pesas del gimnasio de un lado a otro del armario, cambiando de idea cada treinta segundos sobre el mejor modo de ordenarlas.
Odd había estado esperando la hora de la cena como el maná del cielo, para poder hablar un rato con sus amigos, pero poco antes de llegar al come­dor había recibido un SMS de Ulrich: La trampa se pone en marcha esta noche. Nosotros cenamos en La Ermita. Hasta luego.
En fin, que Odd estaba solo, cansado y deprimi­do. Si tan sólo hubiese tenido algo de fuerzas, se ha­bría escapado él también al chalé abandonado con los demás, o por lo menos habría ido a casa de Yumi para saludar a su querido Kiwi. Pero le costaba hasta levantar el dedo para cambiar la tele de canal.
«Y ahora, ¿qué hago yo toda la noche?», se pre­guntó.
Hasta aquel momento no se había dado cuenta del puñado de DVD que había desparramados sobre la cama de Ulrich, medio escondidos debajo de una manta. ¿Algo interesante?
Se levantó, haciendo caso omiso del dolor de piernas, y cogió los DVD. Jeremy había escrito en ca­da disco con un rotulador Vigilancia Ermita 1, 2, 3...
Eran los vídeos que habían grabado las cámaras del chalé la noche anterior. No se trataba exactamente de una película de acción, pero Odd habría podi­do por lo menos verle la cara a ese fantasmal chico misterioso. Y a lo mejor a Ulrich y Jeremy se les había pasado algo por alto, y él podría descubrirlo. Se ima­ginó por un instante vestido con un traje oscuro a lo James Bond, con su rosa roja en el ojal de la america­na y una sonrisa deslumbrante. Delante de él, tirados por el suelo, tenía a sus amigos, salvados en el último momento gracias a su intrépida intervención. Eva lo estaba abrazando, irremediablemente seducida por su atractivo...
Metió el disco 1 en el lector y lo puso en funciona­miento. Después se echó en la cama. No eran más que imágenes del jardín de la casa. ¡Menuda diversión! Empezó a pasar las imágenes a toda velocidad, y lue­go metió el disco 2. Y el 3. Y se quedó traspuesto.
Olor a fruta fresca, tan dulce como el azúcar glas. Un leve aroma de rosas.
Amor mío... susurró Odd en su sueño.
Una risa dulce, límpida y muy femenina le hizo abrir los ojos.
Odd creyó que aún estaba durmiendo.
Inclinada sobre él, a pocos centímetros de su ca­ra, estaba Eva. Llevaba una blusa blanca y una falda de vivos colores, y tenía el pelo echado hacia atrás con una pequeña diadema roja. Guapísima. ¿Guapí­sima? ¡Qué va! Mucho más: divina, angelical, tan de rechupete que Odd tenía ya un nudo en la garganta y se había puesto a sudar.
Perdona si te he molestado dijo la muchacha con aquel acento estupendo que tenía. He llamado a la puerta, pero no me respondía nadie, y como oía la tele, he pensado que había alguien en la habita­ción.
¿Y había llamado a la puerta de su habitación? ¿Eva estaba buscándolo? ¡Oh, pero si eso era un sue­ño hecho realidad!
— ¡Qué va! ¡Has hecho requetebién!gritó Odd, sentándose de un salto para luego frotarse los ojos con los dedos. Ven. Siéntate donde te apetezca.
La muchacha empezó a caminar por el cuarto. Abrió el armario y volvió a cerrarlo. Examinó el escri­torio. Miró los libros y los CD. Odd la observaba, im­presionado. Una tía desenvuelta, sin duda.
Es que me aburro tanto en mi casa... dijo Eva. Mis padres ya estaban en la cama.
— ¡Ya, cómo te entiendo! aprobó Odd.
Entre la modorra, la confusión y el tener a Eva Skinner a pocos centímetros de él, la cabeza ya le es­taba dando vueltas. Y además, ¿se le estaba yendo la olla, o esa chávala estaba curioseando incluso debajo de la cama de Ulrich?
Ejem. Pero... sabes que no deberías andar por aquí, ¿verdad? Murmuró tímidamente Odd. Las chicas no pueden entrar en el ala de los chicos des­pués de la cena...
Eva resopló.
Mientras no me pillen, no veo el problema.
Esa chica no tenía desperdicio. Por lo menos, eso creía Odd.


Hasta una emboscada nocturna podía resultar en­gorrosa. Jeremy había trabajado toda la tarde para preparar su trampa, y ahora estaba hecho polvo. En el fondo, la noche anterior tampoco había dormido casi nada, para no quitarles ojo a las cámaras de La Ermita.
Aelita y Yumi habían pedido unas pizzas, y se las habían comido todos juntos en el salón, con un ojo puesto en el portátil de Jeremy y el otro en una pelí­cula que ponían en la tele.
Jeremy, ¿estás seguro de que ese chico va a volver esta noche?preguntó Ulrich.
Es bastante probable dijo su amigo mientras asentía con la cabeza. Hace dos noches, Hiroki lo vio saliendo de La Ermita. Y ayer volvió. No sé qué pretendía hacer, pero seguro que no lo ha hecho, te­niendo en cuenta que estuvo mirando por todas par­tes y luego se piró. Así que esta noche volverá a de­jarse caer por aquí.
Todos pararon de masticar.
No me siento tranquila... susurró Aelita.
— ¡Pues deberías estarlo! le contestó Jeremy, esforzándose por emplear un tono alegre. ¡Ahora en el césped que rodea el chalé hay nada menos que tres redes robóticas! He instalado sensores láser de activación, y podemos hacer saltar las trampas sin movernos de aquí, siempre que lo estemos encua­drando con alguna de las cámaras. No tiene escapa­toria.
Podría entrar por atrássugirió Ulrich.
— ¿Saltando por encima del muro y la alambrada? Demasiado complicado. Ayer pasó por la cerca de­lantera, y hoy hará lo mismo. Y de todas formas, por ahí también hemos puesto cámaras. No tiene forma alguna de escapar. Hay sólo una cosa que tenéis que hacer.
Los demás lo miraron fijamente, con cara de estar poco convencidos.
Pasadme otro trozo de pizza. Me muero de hambre concluyó.

Odd no tenía ni idea de qué pensar. Eva no sólo era la chica más guapa a la que le había echado el ojo encima, sino que además era simpática e inteligente. Habían estado hablando... ¿cuánto, una hora? Y sin darse ni cuenta. Sin un solo momento de incomodi­dad o timidez.
Eva le había preguntado si le gustaba la fotografía, y él había asentido. Le encantaban las fotos de los can­tantes que había en sus revistas de música, así que no le parecía que estuviese mintiendo. Ella, por su parte, era una auténtica experta. Le había enseñado algunas instantáneas de los Estados Unidos que quitaban el hi­po. Le había contado un montón de cosas sobre los distintos programas de retoque digital y cómo calibrar los objetivos. Y todo eso sentada a su lado, cruzando y descruzando sus espléndidas piernas. Y algunas veces, mientras hablaba, hasta le había rozado la mano.
— ¿No puedes quedarte aquí a dormir? le pre­guntó con audacia Odd cuando Eva empezó a levan­tarse.
Debía de haberse vuelto loco. Si el director lo pi­llaba, tenía la expulsión garantizada.
Sería poco adecuado, Odd sonrió la mucha­cha, maliciosa. Pero me encantaría. A lo mejor una de estas noches podrías quedarte en mi casa. Mis pa­dres se van muchas veces de viaje por trabajo. ¿Te sabes mi dirección? Te dejo también mi número.
Odd estaba tan emocionado que lo único que consiguió hacer fue asentir con la cabeza.
Eva volvió a reír, y se sacó un rotulador del bolsi­llo. Le agarró una mano, y escribió en ella con la lige­reza de una mariposa.
Ahí tienes. Mi dirección y mi número de móvil. Gracias por la velada, Odd. Me lo he pasado muy bien contigo.
Yo también las mejillas de Odd empezaron a arder. Jamás me volveré a lavar la mano. Te lo juro.
Eva soltó una risita. Luego, inesperadamente, mientras Odd la miraba con ojos de adoración, ella se le acercó y lo besó. Lo besó en la boca. En la cabe­za del muchacho saltó un fusible. Cuando se dio cuenta de lo que había pasado, Eva ya había cerrado la puerta tras de sí.
Menuda tía... murmuró, embelesado.
Mientras tanto, por la televisión de su cuarto no habían dejado de pasar ni un segundo las imágenes de La Ermita que Jeremy y Ulrich habían grabado la noche anterior. Sólo que ahora Odd se dio cuenta de que en aquellas imágenes había algo muy, muy raro. Algo que nadie debía de haber notado todavía.

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