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miércoles, 7 de septiembre de 2011

Capítulo 9

                                                    9
                                UN MENSAJE EN CLAVE
Odd entró en el despacho del director escoltado por Jim Morales. En cuanto el señor Delmas alzó la cabeza de los documentos que llenaban su escritorio, el mu­chacho se zafó de la presa del profesor de gimnasia.
— ¡Lo de anoche no fue culpa mía! estalló—. Yo sólo había ido al baño, ¡y entré en el cuarto de su hija por error! ¡Me equivoqué de puerta! ¡Soy ino­cente!
El director asintió, con cara seria.
Lo sé, Odd.
— ¿Cómo? ¿Lo sabe?
No te he llamado para hablar de tu castigo.
Odd sonrió, se repanchingó en una de las buta­cas de cuero del despacho y cruzó las piernas. Si era inocente, entonces podía hablar con el director. Con mucho gusto.
Cuéntemelo todo. ¿Necesita mi ayuda? ¿Le ha­ce falta un consejo, tal vez?
El señor Delmas y Jim lo miraron fijamente, estu­pefactos.
— ¿Sabe usted? A lo mejor no lo parece, pero sé escuchar bastante bien... ¡Si tiene algún problema, puede hablarlo tranquilamente con el menda!
El director sacudió la cabeza, y en su rostro apa­reció de nuevo la expresión seria de poco antes.
No, Odd. Me temo que se trata de algo más grave. Tu madre me ha llamado hace un momento.
El muchacho se puso en pie, saltando como un resorte y olvidándose de todas sus bromas.
— ¿Ha pasado algo?
Al parecer, esta noche han entrado unos ladrones en tu casa. Y han agredido a tu padre. No quiero que te preocupes, pero en este instante se encuentra en el hos­pital Odd empezó a balbucear frases inconexas, y Jim le apoyó una mano en el hombro para calmarlo. El direc­tor asintió—. Tu padre no está herido, sino sólo un poco desorientado. Lo han ingresado para mantenerlo en ob­servación, pero nada más. Puedes ir a verlo, si quieres.
— ¡Claro que quiero! exclamó de inmediato el muchacho.
Ya me lo imaginaba. Por eso he llamado a un taxi. Llegará de un momento a otro. Jim te llevará a la estación. Irá contigo en el tren. Cuando llegues allí, tu madre irá a recogerte.
Odd sentía que la cabeza le daba vueltas. No era po­sible que alguien le hubiese hecho daño a su padre, el hombre más bueno y tranquilo del mundo. Era absurdo.
Jim se sentó en el asiento del TGV, el tren de alta velo­cidad francés, y le hizo un gesto desgarbado a Odd pa­ra que se sentase a su lado. Poco acostumbrado a ser amable con los estudiantes, parecía bastante azorado.
No te preocupes... ejem. ¡Jimbo está aquí contigo!
El muchacho lo miró, perplejo.
Tengo que llamar a mi madre.
Jim Morales le dio permiso. Odd salió al pasillo. El tren se alejó lentamente de la ciudad, tomando impulso poco a poco. Tardarían una media hora en llegar a casa. Iba a ser una media hora muy larga. Sacó el móvil y llamó a su madre, que sonaba inquieta pero se esforzaba por aparentar tranquilidad. Odd tuvo que insistirle mucho antes de conseguir que le contase lo que había sucedi­do. Algunas veces hablar con ella resultaba tan difícil...
Me había ido a dormirle relató la señora Della Robbia. Luego me desperté y oí unos extraños rui­dos. Alguien había llamado al timbre, y tu padre bajó a abrir. Esperé un poco, pero no volvió a subir, así que me asusté. Bajé y me encontré la puerta abierta. Había una camioneta aparcada delante de casa. Cuando salí, un hombre tiró a tu padre del cajón de atrás, se metió en la camioneta y se fue a toda prisa. Y yo corrí hacia él...
— ¿Qué tal está papá? preguntó Odd, sintien­do un hormigueo en el pecho.
Sólo tiene algunos arañazos. Nada serio. Esta­ba desmayado. Ese desgraciado debe de haberle da­do un golpe en la cabeza o... Cuando se despertó no se acordaba de nada.
La voz de su madre se detuvo un momento.
Oh, Odd continuó luego, temblorosa, ¡yo sa­bía que algo estaba pasando! El otro día también me sentía como si me estuviesen espiando en casa, y luego pasó lo de la ventana abierta... la compra por el suelo...
El muchacho estaba empezando a impacientarse de verdad. Pero ¡¿de qué estaba hablando?! Por suerte, su padre se encontraba bien. ¿Quién lo había agredido?
Mamá dijo, trata de acordarte bien. Descríbeme la camioneta esa.
Era roja, creo. Vieja. Estaba demasiado nerviosa para fijarme. Sólo sé que delante iban dos perros. Te­nían el morro apretujado contra la ventanilla. Y no pa­raban de ladrar.
¡Perros! Gritó Odd. ¿Estás segura? ¿Has llamado a la policía?
Claro, claro. Harán una inspección en casa esta misma tarde.
Estupendo. Yo ya estoy en camino dijo, y luego se quedó un momento pensando. Te quiero mucho.
Después colgó el teléfono.
En el recreo, Jeremy a menudo prefería quedarse en cla­se, en lugar de salir con los demás a darle a la lengua. Cuando estaba vacía, el aula era un sitio tan relajante... y necesitaba un momento para pensar en todos los acon­tecimientos de la noche anterior. Richard, Eva y además...
Su teléfono empezó a sonar. Era Odd. Jeremy se quedó por un momento mirando embobado la pan­talla, que brillaba mostrando la foto de su amigo. Aquel día no había ido a ninguna clase.
— ¡Dime! exclamó.
Permaneció en silencio durante unos minutos mientras escuchaba aquella historia increíble. ¡El pa­dre de Odd, víctima de un intento de secuestro!
Cuando su amigo acabó de hablar, las alarmas de la cabeza de Jeremy se pusieron a soltar alaridos.
Odd, escúchame bien. Sabes que no creo en las coincidencias. El hombre de los perros es la misma persona que se ha borrado de los DVD. Ve al hospital y hazles a tus padres todas las preguntas que puedas.
Averigua si han encontrado algo, si han notado huellas o rastros... Podría ser importante. Nosotros seguire­mos aquí con la investigación sobre Richard. Y sobre Hopper, evidentemente...
Aunque Jeremy no podía ver a Odd, oyó con clari­dad el restallido de la palma de su mano contra la frente.
— ¡Se me había olvidado! le dijo el muchacho con la voz entrecortada por cargas electrostáticas.
Se te había olvidado, ¿el qué?
El otro día, cuando estuve en el despacho del director, vi que sobre su escritorio había un expedien­te sobre Waldo Schaeffer. ¡Puede ser que Delmas se­pa algo!
Jeremy suspiró, más bien escéptico.
Pero si yo he estado investigando en las bases de datos de la escuela y la información era...
— ¡Era un expedientazo bien gordo, Jeremy! Con el nombre escrito en la carpeta. ¡No estoy equivocado! Tenéis que encontrar algún modo de leerlo. Yo, si me entero de algo interesante, te aviso. Cambio y corto.
Jeremy se levantó, se metió el móvil en el bolsillo y corrió afuera de la clase.


El hospital era un moderno policlínico, un cúmulo de edificios cúbicos de varias alturas pintados de un color blanco que centelleaba bajo la luz del mediodía. El complejo estaba rodeado por un gran parque por cuyos ordenados bulevares pasaban zumbando las ambulancias. Jim Morales y Odd bajaron del coche de Marguerite, que había ido a recogerlos a la esta­ción, y se encaminaron juntos hacia el edificio de ci­rugía general, donde estaba ingresado el padre de Odd. Los doctores lo habían trasladado allí porque en urgencias ya no quedaban más camas libres.
Mientras caminaba, el muchacho seguía mirando de reojo a su madre. Su frente estaba surcada por va­rias arrugas profundas, y tenía la mirada perdida. Pa­recía verdaderamente preocupada.
Obedeciendo a un impulso repentino, se acercó a ella y la tomó de la mano.
— ¿Estás segura de que papá está bien?
Sí, sí, claro... Está sólo un poco confuso. Pero se le pasará enseguida. Estoy segura.
Una vez dentro, los recibió el habitual olor a desin­fectante de los hospitales, mezclado con el leve aroma a café de los expendedores automáticos. Marguerite se detuvo un momento en la recepción, y luego acom­pañó a Jim y Odd hasta la habitación de Robert. Era pequeña, y en ella reinaba un calor sofocante. Las otras dos camas estaban ocupadas por unos ancianos en pijama que roncaban, profundamente dormidos.
Odd se acercó a la puerta y asomó la cabeza por ella. Su padre estaba despierto, con la vista clavada en el techo. Tenía un ojo amoratado, la cabeza ven­dada y un corte muy feo en el brazo que mostraba fuera de las sábanas blancas. Los efectos de la caída desde la caja de la camioneta.
El muchacho entró tímidamente y se acercó a su cama, tratando de dibujar una sonrisa en el rostro.
— ¿Qué tal? preguntó.
— ¡Qué suerte que estés bien! hablaba en voz muy alta, con una nota estridente que el muchacho desconocía.
Claro que estoy bien, papá. A mí no me ha pa­sado nada.
Estoy muy contento dijo Robert con una son­risa. Walter me ha despedido, y... ¿Qué tal te va?
Odd se inclinó adelante, con los ojos abiertos co­mo platos.
— ¿Walter? ¿De quién hablas, papá?
Por aquí todo irá de perlas. Estoy seguro. Y además, tengo ganas de unas galletitas, Walter... es una pena, pero hay que rellenar el balance de ventas, o si no...
El hombre siguió farfullando una serie de frases sin mucho sentido, y después volvió a dejar caer su cabeza sobre la almohada, extenuado.
Tengo la impresión de que ya te conozco, jovencito dijo, girándose hacia Odd. ¿Cómo te lla­mas?
Odd, papá, soy Odd.
Un buen nombre. En inglés significa «extraño», ¿lo sabías? Si tuviese un hijo, me gustaría llamarlo así. Tú también eres un poco extraño, después de todo. ¡Llevas unos pelos...!
Odd asintió con la cabeza, lo besó en la mejilla y se reunió con su madre y Jim, que se habían queda­do esperándolo en el pasillo.
Está bastante mal comentó, serio.
Jim carraspeó, cohibido, y su madre cogió a Odd por un hombro y lo abrazó, nerviosa.
Qué va, ya te lo he dicho, sólo está algo des­orientado. Los médicos dicen que es por culpa del trauma, pero que enseguida volverá a ser el de siem­pre. No tienes de qué preocuparte.
Odd permaneció un instante en silencio. En ese momento, lo único que podía hacer para ayudar real­mente a su padre era descubrir quién era el hombre que lo había agredido. Debía hacer lo que Jeremy le había sugerido, e interrogar a fondo a su madre.
Jim, ¿podrías ir al bar a pillarnos un té, por fa­vor? preguntó—. Estoy seguro de que a mi madre le vendría bien.
El profesor cazó al vuelo la oportunidad para es­cabullirse. Parecía como si los hospitales le hicieran sentir realmente incómodo.
Odd sonrió mientras miraba cómo se iba alejando, y luego le señaló a su madre un par de sillas libres que había en una sala de espera. En un rincón, colgando del techo, había una pequeña televisión que retrans­mitía un programa de cocina con el volumen quitado. Marguerite y él se sentaron justo debajo de la tele.
Cuéntame con pelos y señales lo que pasó ayer le pidió Odd. ¿Tú viste algo? ¿Encontraste algo raro?
Su madre comenzó a hablar, pero no recordaba mucho más de lo que ya le había contado por teléfo­no. Una camioneta, puede que roja, con dos perros dentro. Se había ido quemando rueda en cuanto ella había asomado la cabeza fuera de casa.
Ah, también había esto, de hecho añadió al final Marguerite. Hurgó en su bolsito y sacó un rec­tángulo de plástico gris y sucio. Parecía como si un coche, o tal vez la propia camioneta, le hubiese pasa­do por encima.
Odd lo cogió y lo observó, dándole una y otra vuelta entre sus manos.
— ¿Qué será? Me recuerda una de esas tarjetas de memoria de las cámaras de fotos.
Me la encontré cerca de papá cuando corrí a su lado. ¿Crees que debería llevársela a la policía? A lo mejor se la dejó el hombre que lo atacó.
Una tarjeta de memoria... Qué raro. Odd se metió el rectángulo de plástico en el bolsillo. Puede que contuviese alguna pista. Ya lo examinaría con más tranquilidad.
Qué va mintió—, ya verás como al final esta tarjeta es de papá. Tendrá dentro los archivos del cu­rro, o algo así. Me has dicho que ayer por la noche estaba trabajando, ¿no?
En aquel momento Jim vino hacia ellos, soste­niendo en equilibrio dos vasos de papel llenos de té hirviendo. Sonrió al verlos. No se percató de una en­fermera que iba andando a paso ligero por el pasillo. Acabó tropezándose con ella y tirándolo todo por el suelo.
Odd, desesperado, se dio una sonora palmada en la frente.
— ¡No hay problema! gritó Jim en dirección a ellos. Yo me ocupo de esto. Jimbo lo arregla todo. ¡Enseguida voy a buscaros más té!
Ulrich suspiró. Siempre le tocaban a él los trabajos más desagradables.
El comedor del Kadic era un hormiguero de chi­quillos charlando y buscando un sitio libre en el que sentarse. Sissi estaba comiendo junto a sus amigos Hervé y Nicolás, pero en cuanto vio que se acercaba tiró a Hervé de su silla de un empujón y le sonrió.
— ¡Qué agradable sorpresa, Ulrich! ¿Me buscabas?
Mmm, sí—masculló él.
Siéntate. ¿Por qué no comes aquí, conmigo? Precisamente Hervé y Nicolás se estaban yendo aho­ra mismito.
Pero si nosotros...
A-HO-RA-MIS-MI-TO concluyó Sissi con un tono que no admitía réplica. Los dos muchachos se vieron obligados a obedecer, cogiendo sus bandejas, aún llenas, y yéndose a otro lado.
Ulrich se sentó junto a la muchacha, que le pasó un brazo alrededor del cuello, estrechando su mejilla contra la de él.
Bueno, cuéntame.
Yo... verás... en fin... Necesito...
Un favor. Pues claro que sí completó la mu­chacha. Así que me necesitas...
Ulrich volvió a pensar en lo que Jeremy le había su­gerido esa mañana, inmediatamente después de su con­versación con Odd. Cuando él lo decía, parecía fácil: un par de carantoñas, una buena trola, y ya estaba. Sí, claro.
Los muchachos tenían que meterse en el despa­cho del director Delmas para tomar prestado el ex­pediente sobre Waldo Schaeffer, pero era necesario que alguien lo distrajese durante el tiempo suficien­te. Y Sissi era la persona adecuada. Sólo necesitaban una excusa para convencer a la muchacha, y entre los dos la habían encontrado. Unos días antes, la profe­sora Hertz le había puesto a Ulrich un insuficiente en Ciencias. De modo que él podía decirle a Sissi que había decidido gastarle una broma, pero que para poder conseguirlo le hacía falta la llave de su despa­cho... llave que, mira tú por dónde, estaba bien guar­dada junto con todas las demás en la plaza fuerte del director Delmas. Según Jeremy, se trataba de una historia a prueba de bombas.
Cuando Ulrich terminó de hablar, Sissi hizo una mueca socarrona.
Ya sabía yo que bajo esa pinta de chico bueno escondías algo más, pero no sé si puedo...
Venga, si es por hacerme un favor. Luego po­dremos irnos a celebrarlo juntos a medida que ha­blaba, el muchacho iba envalentonándose y recor­dando todas las sugerencias de Jeremy Seremos cómplices en este perfecto plan criminal. Como Bonnie y Clyde. Como Lupin y Margot.
-¿Eh?
Como Robín Hood y la princesa Marian pro­bó esta vez Ulrich.
En el rostro de la muchacha la mueca se transfor­mó en una enorme sonrisa.
— ¡Princesa!
Sí, sí, lo que tú digas. Entonces, ¿crees que po­drás ayudarme?
Veámonos a las cuatro en mi habitación. Así, antes de irnos, podré enseñarte mi ropa nueva.
Ulrich asintió con la cabeza, tratando de enmas­carar su infelicidad. ¡Trapitos! Pero en el fondo era un precio honrado que debía pagar por ayudar a Aelita a encontrar a su madre.
Entró en el cuarto de Síssi y la encontró sonriente, ma­quillada, con un top verde ácido lleno de purpurina y una minifalda de color rosa fosforito. Ulrich se estre­meció. ¡¿Pero cómo podía emperifollarse así de mal?!
— ¿Te gusta?preguntó la muchacha con una sonrisita maliciosa. He escogido esta falda aposta para ti.
Ulrich dudaba que eso fuese un cumplido. Consi­guió aguantar como un valiente casi media hora de ropa recién comprada y consejos sobre moda, pero luego se rindió y le recordó que se les estaba hacien­do tarde.
El muchacho aceptó llevar del brazo a Síssi, que iba regodeándose. Atravesaron la residencia y salie­ron al parque para luego meterse en el edificio de administración, donde se encontraba el despacho del director. Los pasillos de la escuela estaban casi de­siertos a esa hora.
— ¿Has entendido lo que tienes que hacer? su­surró Ulrich para romper aquel silencio, que le estaba haciendo polvo.
Que sí, que sí. Yo distraigo a mi papi y tú entras y coges las llaves del despacho de la Hertz. Y luego nos escapamos juntos.
Eso, exacto...
Se detuvieron ante la pesada puerta de madera, y Ulrich llamó tímidamente con los nudillos. Ningún ruido. Síssi abrió la puerta de par en par y asomó la cabeza.
Papi no está bisbiseó con aire de conspira­dora. Venga, entremos a buscar las llaves.
No, espera la paró Ulrich. ¿Y si vuelve? Mejor entro yo solo. Tú quédate aquí fuera, montando guardia. Si viene tu padre, distráelo de algún modo y llévatelo le­jos de aquí, para que yo pueda escapar. ¿De acuerdo?
Era un buen plan.
Ulrich entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí. El despacho de Delmas estaba tan ordenado como de costumbre. El escritorio que había al lado de la ventana no tenía encima nada más que el porta­plumas. A la izquierda, en la pared, estaba colgado el manojo de llaves que abría todas las puertas del Ka-dic. A la derecha, junto a dos oscuras butacas de cue­ro, había un archivador alto de metal.
Caramba susurró Ulrich entre dientes, va a ser un montón de curro.
El archivador, por supuesto, estaba cerrado, y las llaves del manojo que colgaba de la pared no tenían ni una sola etiqueta que las identificase. ¡Vaya estupi­dez! ¿Cómo podía encontrar el director la que le ha­cía falta en cada ocasión?
El muchacho necesitó sus buenos diez minutos para probar con cada una de ellas en los cajones del archivador. Como siempre pasa, la llave adecuada re­sultó ser la última de todas. El archivador contenía to­dos los documentos sobre los alumnos y los profeso­res del Kadic. Abrió el cajón que tenía la etiqueta P-Z y empezó a buscar. Y claro, se topó con su expedien­te, que también estaba ahí: Ulrich Stern. Tenía muy poco tiempo, pero no pudo contener las ganas de echarle una ojeada. En la primera página destacaba un post-it con la caligrafía de la profesora Hertz que decía: el chico es inteligente, pero no se aplica. Ulrich sacudió la cabeza y volvió a hojear el cajón de atrás ha­cia delante: Stern, Stainer, Skinner, Salper... Schaeffer no estaba. A lo mejor estaba en la W de Waldo. Ahí tampoco. « ¿Dónde lo habrá metido el director?», se preguntó mientras cerraba el cajón.
Sissi llamó a la puerta y asomó la cabeza.
Date prisa, que me estoy poniendo nerviosa... ¡Ey, pero qué narices estás haciendo?
Nada, que no consigo encontrar la llave.
Venga, aligera.
Una vez solo, Ulrich volvió a dar vueltas por la ha­bitación. Tenía que andar por algún lado... ¡El escri­torio! Bajo el tablero había tres cajones, que también estaban cerrados. Sólo resultaban visibles si uno se sentaba en el sillón del director. Por eso Ulrich no los había notado de inmediato. Frenético, probó las lla­ves una por una, pero los cajones no se abrían. La cerradura era demasiado pequeña. ¿Dónde habría escondido Delmas la llave?
Sissi volvió a tocar a la puerta. La muchacha esta­ba empezando a impacientarse. Desesperado, Ulrich se agachó para comprobar si había una llave pegada con celo a la cara inferior del tablero. Nada. Sobre el escritorio sólo había aquel portaplumas... ¡Ahí esta­ba, escondida debajo de las gomas de borrar!
El primer cajón contenía una carpeta amarilla con el nombre Waldo Schaeffer escrito con rotulador. Mi­sión cumplida.
Se metió el expediente dentro de los pantalones, lo tapó con la camiseta, volvió a colocarlo todo en su sitio y abrió la puerta.
Hecho le dijo a Sissi. Muchísimas gracias.
En aquel momento el director Delmas apareció al fondo del pasillo.
— ¡Ey!, vosotros dos, ¿qué estáis haciendo aquí?
Ulrich sintió cómo su corazón dejaba de latir por un instante.
Habíamos venido a verlo a usted, señor direc­tor dijo a toda prisa. Ejem. Sissi quería hablar con usted, y yo la he acompañado. Pero ahora tengo que irme, que es tardísimo y aún no he terminado mis de­beres, ¡'ta lueguito!
Se largó por el pasillo a todo gas.


Jeremy y Yumi llamaron a la puerta del cuarto de Aelita. Fue Odd quien vino a abrirles.
— ¿Qué estás haciendo aquí? Le preguntaron ambos a la vez. Y tu padre, ¿qué tal está?
El muchacho les hizo pasar. Ulrich estaba sentado en la cama, al lado de Aelita, con las manos cruzadas detrás de la cabeza.
No está mal contestó Odd encogiéndose de hombros, pero va a la deriva en un mar de confusión total. Ni siquiera se acordaba de que yo soy su hijo... De todas formas, mi madre ha estado hablando con los médicos, y le han dicho que es completamen­te normal después de un leñazo de ese calibre en la cabeza. Y yo les he dado la brasa para que me deja­sen volver aquí enseguida. En cierto modo, lo que le ha pasado es culpa nuestra...
Oye dijo Aelita, que no ha sido por tu cul­pa. ¡En serio!
Sí, vale, pero nosotros somos los únicos que a lo mejor podemos resolver este asunto.
Jeremy se percató de la gruesa carpeta que había encima del escritorio, y se giró hacia Ulrich.
— ¿Lo has conseguido? ¿Has encontrado el expe­diente?
Sí, y también le he dado esquinazo a Sissi. Pero quería esperaros para abrirlo.
Jeremy cogió la carpeta con un temor reveren­cial, y se sentaron todos en el suelo, con la espalda apoyada contra la cama. El muchacho quitó la go­ma que mantenía cerrado el expediente y lo abrió. Dentro del pliego de cartulina amarilla había un so­bre grande y voluminoso en el que estaba escrito: Sr. Director, gracias por haber aceptado guardarlo por mí.
— ¡Es la letra de la Hertz! gritó Ulrich.
Pero ¿qué tiene que ver ella con este asunto? lo secundó Yumi.
Cada cosa a su tiempo los acalló Jeremy. De momento, abrámoslo y veamos qué contiene.
Usó un cúter para quitar el trozo de cinta adhesi­va que sellaba el sobre, y sacó de él un grueso fajo de folios que colocó en el suelo.
Pero ¿qué significa todo eso? Preguntó Odd, observando los diminutos textos que llenaban las ho­jas. ¡No se entiende ni jota!
Debe de ser un mensaje en clave propuso Yumi.
Jeremy negó con la cabeza, hojeando las pági­nas. Caracteres y caracteres totalmente incomprensi­bles, letras que parecían escritas al azar. ¡Debían de ser por lo menos unos trescientos folios!
No se trata de un mensaje sentenció al fi­nal. Pero desde luego que es un código. Hoppix. El lenguaje de programación que inventó el profesor para crear Lyoko.
Los muchachos se pusieron a hablar todos a la vez.
— ¿Quieres decir que la Hertz sabe lo de Lyoko?
— ¿Cómo es que tiene este código?
— ¿Y es el mismo que nos enseñó Richard en su PDA?
Ey, ey, eylos interrumpió Jeremy. ¡No lo sé! Sí, es como el del ordenador de Richard... pero no ten­go ni idea de lo que puede hacer este programa.
— ¡Pero si entenderlo es de lo más fácil! Dijo Odd con una sonrisa. Basta con ir a la vieja fábrica, encender el superordenador y copiar dentro esta mo­vida, ¿no? Así vemos qué pasa.
No podemos encender el superordenador le espetó Jeremy.
En el vídeo mi padre nos ordenó destruirlo recordó Aelita.
Pero no podemos seguir así. Este asunto se es­tá poniendo cada vez más misterioso intervino Yu­mi. La verdad es que el superordenador parece la única manera de resolverlo.
Y además añadió Ulrich, ¿es que os estáis olvidando de X.A.N.A.? Lo derrotamos, pero no sa­bemos lo que podría pasar si...
Lo de X.A.N.A. es agua pasada prorrumpió Odd. Sólo nos faltaba ponernos ahora a desente­rrar problemas ya superados, hombre.
— ¡Pero aquí no se enciende el superordenador, y punto! gritó Jeremy.
La palabra «X.A.N.A.» siempre lograba darle es­calofríos. El programa que Hopper y él habían pues­to en marcha en Cartago, y que el propio Hopper había alimentado, renunciando a su energía vital, ¿habría bastado para exterminar hasta el último fragmento de aquella pérfida inteligencia artificial?
Odd se puso en pie de golpe y abrió de par en par la puerta de la habitación. Eva Skinner se cayó de bruces adentro.
— ¿Y tú qué haces aquí? preguntó, patidifuso.
La muchacha lo iluminó con una cálida sonrisa.
Nada. Venía a buscar a Aelita, y estaba a punto de llamar a la puerta cuando os he oído gritar que si superordenador por aquí, superordenador por allá... ¿De qué estabais hablando?
De... nada se apresuró a decir Jeremy.
Odd le lanzó una mirada de reproche.
Venga, hombre, ya vale. Ayer por la noche nos echó una mano, así que me parece que podemos fiarnos de ella, ¿no? A lo mejor ya es hora de que le expliquemos uno o dos misterios.
Pero, Eva dijo Yumi, levantándose, tienes que prometer que no le contarás nada a nadie.
Lo prometo.

En un chalé de la periferia, Grigory Nictapolus le echó un hueso a Aníbal, que se revolcaba sobre la alfom­bra, hambriento. Luego volvió a concentrarse en las pantallas, con una sonrisa sardónica.
Pues claro, chicos. Podéis hasta volver al super­ordenador. Yo tampoco le diré nada a nadie. Palabra de boy scout.

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