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domingo, 25 de septiembre de 2011

Capítulo 11

                                                    11
                       UN MOSNTRUO EN CASA DE YUMI
Ulrich y Yumi se bajaron del tren y se vieron inmediata­mente engullidos por un mar de gente en movimiento. La estación era gigantesca, toda de mármol y cristal, y aun así parecía a reventar. Por todas partes se aglome­raban hombres de negocios, bien trajeados y encorbatados, armados con móviles de última generación y maletines de cuero. Bruselas daba la impresión de ser una ciudad muy seria y muy ocupada.
— ¿Tú has estado aquí alguna vez?
Sí. Varias.
Estupendo, porque yo nunca he estado ni cer­ca. ¿Qué hacemos?
Yo diría que desayunar propuso Yumi. Y luego vamos a coger el metro y tratamos de llegar a la... ¿cómo se llama?
Rué Camille Lemonnier.
Perfecto.
Se infiltraron entre la muchedumbre que rodeaba uno de los puestos de la estación y lucharon salvaje­mente por hacerse con dos fragantes cruasanes, des­pués de lo cual siguieron las indicaciones hasta llegar al metro y estudiaron con atención el trayecto: un transbordo, la línea amarilla y luego la verde. Mien­tras trataba de orientarse con el mapa, Ulrich estuvo a punto de perder a Yumi, que se vio arrollada a em­pujones por un río de abogados en su uniforme de guerra. La rescató estirando un brazo.
Pero ¿será posible que haya toda esta gente?
Bueno, aquí se encuentra la sede de la Comi­sión Europea, así que es normal que haya un poco de jaleo respondió la muchacha, que acababa de con­seguir agarrarse a su brazo.
Después de hacer el viaje subterráneo más apreta­dos que una loncha de jamón en un bocadillo, los dos muchachos empezaron a recorrer las amplias calles de la ciudad cogidos de la mano. La multitud parecía haberse desvanecido en la nada, y se respiraba un aire tranquilo y sereno, hasta el punto de que por un momento Ulrich dejó de pensar en que estaba haciendo un viaje para ayudar a Aelita. Aquéllas eran sus vacaciones, suyas y de Yumi. Estaban juntos en una ciudad espléndida, com­pletamente solos. ¿Qué más podía pedir?
La Rué Lemonnier era una calle normal de anchas aceras arboladas y condominios residenciales. Algu­nos de ellos eran modernos, y otros debían de remon­tarse a los tiempos de la Primera Guerra Mundial. La dirección que buscaban correspondía a un edificio de este último tipo, con la fachada de un blanco sucio y ventanas altas. El portal tenía una pesada puerta de metal, blindada y del color del hierro, y junto a ella ha­bía un portero automático con tres hileras de timbres.
— ¿Qué nombre hay escrito en la nota? pregun­tó Yumi.
Madame Lassalle. Podría ser una amiga de la profesora Hertz.
Lassalle. Aquí está dijo Yumi mientras señala­ba un nombre del telefonillo. Yo llamo, a ver qué pasa.
No pasó nada. Ninguna respuesta. Lo intentó de nuevo, con el mismo resultado.
Prueba con otro timbre propuso el mucha­cho, y terminaron llamando a todos ellos, uno tras otro, esperando. Nada.
Me parece que no tenemos suerte susurró
Yumi.
Ey, chicos! los llamó una voz.
Ambos se dieron media vuelta como accionados por el mismo resorte. Un anciano con una ridícula boina marrón sobre la cabeza estaba avanzando ha­cia ellos, empujando una bicicleta de aspecto anti­cuado, pero que resplandecía con un llamativo color rojo, como si acabasen de pintarla.
Perdone, ¿está hablando con nosotros? le preguntó Yumi.
Sí dijo el señor. Siguió caminando tranquila­mente, un paso tras otro, hasta que llegó junto a ellos, al pie del portero automático. Después son­rió—. Es inútil que llamen. No les va a responder na­die.
— ¿Cómo puede ser? Ulrich clavó la mirada en el telefonillo repleto de nombres, sintiéndose algo confuso. ¡Mire cuánta gente vive aquí! Estamos buscando a esta señora, Madame Lassalle...
Jovencito se rió el vejete, yo vivo en esta calle desde 1936. He visto la Rué Lemonnier bombar­deada y reducida a escombros durante la guerra. Y le puedo asegurar, con absoluta certeza, que en este edificio nunca ha vivido nadie. Hace tiempo era del gobierno. Luego, después de la guerra, lo compró una empresa yanqui. Pero nadie ha venido aquí ja­más a vivir ni a trabajar, salvo por algunos períodos de pocas semanas.
Pero... Yumi estaba descorazonada, un edi­ficio así debe de valer un montón de dinero.
Puede decirlo bien alto, señorita, pero... el anciano bajó la voz, con los ojos brillándole como cuando se confía un secreto. En mi humilde opi­nión, no fue ninguna empresa la que lo compró de verdad. Servicio secreto. Ejem. No sé si me explico.
— ¡¿El servicio secreto?! Ulrich detestaba repe­tir las cosas, pero no daba crédito a sus oídos.
Lo sé, lo sé. A vosotros os viene a la cabeza Ja­mes Bond y toda esa gente. Pero debéis saber, chi­cos, que los servicios secretos existen de verdad. Y durante la guerra funcionaban a pleno rendimiento.
Yumi sonrió.
Muchas gracias, señor. Ha sido usted muy amable.
— ¡No hay de qué, mujer! Es un placer poder pe­gar la hebra de vez en cuando dijo el vejete antes de alejarse agitando la mano en señal de despedida.
Ulrich soltó una risita socarrona.
Para mí que está algo tocado del ala.
Puede que sí, pero tiene razón: no nos ha res­pondido nadie. Y ahora, ¿qué hacemos?
El Café au Lait era un bar moderno, con una barra ne­gra, brillante y de ángulos rectos, y unas pocas mesitas demasiado estrechas como para resultar cómodas. Aelita llegó un poco tarde, y encontró a Richard ya sentado, con la PDA sobre la mesa y una humeante taza de té a su lado. Tenía cara de estar hecho polvo.
— ¿Hace mucho que me estás esperando? Pre­guntó la muchacha. He tenido algunos problemillas para salir del Kadic.
Qué va respondió él con una sonrisa torci­da. Anda, pídete algo de beber.
Aelita le pidió a la camarera un chocolate y se sentó junto a Richard para poder echarle un vistazo a la pantalla de su diminuto ordenador. Ahí estaban to­davía aquellos códigos en Hoppix. ¿Serían los mis­mos que habían encontrado en el sobre de la profe­sora Hertz? ¿O a lo mejor eran otra pieza del mismo programa? Tenía que acordarse de pedirle a Jeremy que lo comprobase.
Mientras ella se concentraba en la pantalla, Richard la miraba fijamente. Después le rozó una mano.
— ¿Puedo preguntarte por qué querías verme?
Me parecía que era lo mínimo se justificó ella. Después de todo, para ti la otra noche debió de haber resultado un auténtico choque. ¡En fin, es­tabas convencido de que te ibas a encontrar a una chica de tu edad! Y en vez de eso...
Todavía no consigo creerme que tú seas... ella. La Aelita que yo conocía, quiero decir. Por supuesto, eres idéntica, pero... Richard bajó la voz. Es imposible. ¡Todo el mundo crece! A lo mejor soy yo, que me estoy volviendo loco.
Existe una buena razón, Richard dijo Aelita mientras estrechaba con fuerza los delgados dedos del muchacho. Yo soy la auténtica Aelita, y no me he hecho mayor. Me gustaría tanto contártelo todo... pe­ro todavía no sé si me puedo fiar al cien por cien, así que, por favor, trata de comprenderlo. Tengo miedo.
Era el momento de empezar a explicarle de ver­dad por qué le había pedido aquella cita. Durante las vacaciones de Navidad, por motivos que todavía no había conseguido comprender, Aelita había sufrido una extraña amnesia, y todos sus recuerdos de Lyoko se habían esfumado. Jeremy y los demás la habían ayudado, grabando con más paciencia que un santo un videodiario en el que le contaban todo lo que ha­bía pasado desde el momento en que Jeremy había encontrado por casualidad la antigua fábrica.
Pero ¿y antes de eso? Aelita no tenía ningún re­cuerdo de cuando vivía con su padre en La Ermita e iba a la misma clase que Richard. Ni siquiera recorda­ba la cara de su madre, Anthea. Pero Richard podía echarle una mano.
El muchacho parecía contento de poder contarle todo, y empezó a hablar de su clase, sus profesores... Aelita y Richard habían sido amigos del alma, tal y como creía serlo ahora de Jeremy, y él recordaba mon­tones de detalles: largas tardes en las que Hopper los ayudaba a hacer los deberes en el enorme salón de La Ermita, excursiones del colegio, alegría.
De todas formas, ya por aquel entonces eras una chica rarita comentó a cierta altura Richard. A ve­ces desaparecías durante tardes enteras, sin explicar­me nunca nada. Me decías que te ibas a trabajar con tu padre, pero que era un proyecto secreto y no po­días contármelo ni siquiera a mí. Y luego, el último cur­so que pasaste conmigo, empezaste a frecuentar a un nuevo amigo. Lo llamabas Señor X, y me decías que era muy simpático y estaba muy solo, y que tú tenías que ayudarlo a descubrir cómo funcionaba el mundo. Cuando hablabas de él te brillaban los ojos.
»Y yo... Richard se sonrojó—. Estaba coladito por ti en aquella época, ¡y me ponía tan celoso! Me imaginaba a ese Señor X como un chaval extranjero del que te habías enamorado locamente... y tú tenías mucho menos tiempo para jugar conmigo... hizo una breve pausa, y luego siguió hablando. Y des­pués tus visitas al Señor X se fueron haciendo cada vez más frecuentes, y durante una época tu padre de­jó de venir a darnos clase, y tú tampoco venías. Hasta que un buen día desapareciste. Yo te estaba espe­rando, porque teníamos un examen que nos habíamos estudiado juntos, pero tú no viniste. Esa tarde, cuando fui corriendo hasta La Ermita, me encontré con las puertas y las ventanas cerradas a cal y canto. Y ya no volví a verte jamás. Hasta la otra noche.
Era el 6 de junio de 1994, el día en que Hopper había terminado de trabajar en el proyecto Lyoko y había huido al mundo virtual, llevándose a su hija consigo. Y apagando el superordenador, que iba a permanecer así, inactivo, hasta la llegada de Jeremy.
Aelita miró a Richard, y el muchacho le devolvió la mirada. Por la pantalla de la PDA seguían pasando aquellos códigos en Hoppix. Alguien había activado esa alarma (porque la muchacha sentía que aquellos códigos eran una alarma), de forma que él fuese a La Ermita a ayudarlos.
De alguna manera, su padre había pensado que Richard era la persona adecuada para estar cerca de ella en un momento difícil, y Aelita sentía que se en­contraba frente un muchacho especial, que podía en­tender todo aquello.
Empezó a hablarle de Lyoko.

Uf.
Hiroki Ishiyama llevaba un par de horas despierto, y estaba echado en su dormitorio, con el pequeño televisor que tenía sobre el escritorio encendido, re­transmitiendo el millonésimo episodio de unos dibu­jos animados que ya había visto demasiadas veces.
Entre semana, su hermana se pasaba todo el día en el colegio, pero el sábado y el domingo, por lo general, estaban juntos y ella jugaba un poco con él. Pero ahora, en cambio, el chiquillo se encontraba so­lo. Sus padres todavía estaban en la cama, porque el fin de semana les encantaba levantarse algo tarde, y desde que lo habían herido, Kiwi dormía durante to­do el día. Así que Hiroki no tenía nada que hacer.
Pero en aquel momento oyó ladrar al perrito en el piso de abajo. Eran ladridos rápidos, enfadados. Hi­roki levantó la cabeza: los gruñidos de Kiwi habían al­canzado una tonalidad agudísima, aterrorizada.
Los ladridos del perro fueron enloqueciéndose cada vez más, hasta que cesaron de golpe. Hiroki se puso en pie de un salto y se acercó a la puerta de su habitación. La casa estaba en silencio. Tal vez incluso demasiado. Bajó la manija de forma que no hiciese ningún ruido (era una técnica que había aprendido cuando le gastaba bromas a Yumi), y se quedó aga­zapado detrás de la puerta, esperando.
Oyó unos pasos, el ruido de unas pesadas botas que subían por las escaleras. No eran sus padres, ni ningún amigo suyo: se habrían quitado los zapatos.
Nadie podía entrar en una casa japonesa con un ob­jeto impuro y sucio... salvo un ladrón.
Hiroki dejó de respirar, totalmente inmóvil, sin atreverse a asomar ni siquiera un pelo al otro lado de la delgada hoja de la puerta. Los pasos terminaron de recorrer las escaleras y cruzaron el pasillo, pasan­do por delante del cuarto de Yumi, y luego del suyo. Después prosiguieron hasta el dormitorio de sus pa­dres.
El chiquillo oyó una voz que decía: «No me digáis que no os acordáis de mí... », y luego un gritito asus­tado de su madre. Después, simplemente, nada.
Alteradísimo, Hiroki salió de su cuarto, y vio al fondo del pasillo un ser alto con un impermeable ajustado y unas manos enormes, llenas de pantallas y de lucecitas. Las mantenía apoyadas sobre las cabe­zas de sus padres, que aún estaban en pijama y pare­cían haberse desmayado.
Hiroki no sabía si aquello era un hombre o un monstruo, pero estaba seguro de que era demasiado grande como para enfrentarse a él por su cuenta. Ne­cesitaba ayuda.
Se escabulló escaleras abajo, doblado por la mi­tad y callado como un muerto. En el salón, Kiwi esta­ba inmóvil dentro de su cesta, pero respiraba. El hombre misterioso debía de haberlo drogado. Se puso los zapatos y cogió al perrillo en brazos. Luego abrió la puerta de la entrada y salió disparado. ¿A quién podía avisar? ¿Quién podía ayudarlo?
Odd acababa de colgar el teléfono. Su madre lo ha­bía llamado para decirle que su padre se encontraba mejor, que los del hospital le habían dado el alta y ya estaba de vuelta en casa. Por suerte. El muchacho consideró por un momento la posibilidad de volver a dormirse, pero luego oyó que llamaban a su puerta. Se acercó a abrir y se topó con el hermanito de Yumi, que llevaba a Kiwi en brazos y tenía una mirada ate­rrorizada.
jHiroki! Pero ¿qué haces aquí?exclamó Odd al tiempo que el perro le saltaba al cuello para lamer­le la cara. Oye, oye, estate quieto. No deberías ha­berlo traído aquí... ¿y Jim? dijo antes de asomar la cabeza para comprobar si había alguien por el pasi­llo. Nadie, por suerte.
Hiroki estaba dando saltitos de un pie a otro.
— ¡ODD! Explotó ¡NECESITO AYUDA! ¡UNMONSTRUOHACOGIDOAMISPAPÁS!
Más despacio, Hiroki. Cuéntame qué ha pasado.
El chiquillo logró balbucear una explicación más bien confusa, y Odd se rascó la barbilla. El hermano de
Yumi no era uno de esos niños que se inventan histo­rias fantasiosas... y lo que le contaba se parecía mucho a lo que le había pasado a su padre el día anterior...
Vamos a avisar a Jeremy, y luego corremos a tu casa.
— ¡Pero yo quiero a Yumi! Protestó el chiqui­llo. ¿Dónde está mi hermana?
Es una larga historia. Tú confía en mí, y sígueme.
El niño prodigio se encontraba en su cuarto, to­talmente concentrado en el expediente de Waldo Schaeffer. Los muchachos entraron en la habitación como dos ciclones, y Odd le explicó en dos patadas la situación. Mientras los tres salían de nuevo al pasi­llo, el móvil de Jeremy empezó a sonar. Era Ulrich, que lo llamaba desde Bruselas.
— ¿Qué te ha dicho Jeremy? preguntó Yumi.
El muchacho se encogió de hombros.
Sugiere que hagamos unas cuantas fotos de la cerradura y se las mandemos. Esta tarde o esta noche nos explicará qué herramientas comprar, y cómo des­cerrajarla.
— ¿Vamos a forzarla? ¡Pero eso es delito! Pro­testó Yumi. Esta vez nos arriesgamos a terminar en la cárcel de verdad. Además, si resulta ser un edificio de algún servicio secreto, ¿te imaginas la cantidad de cámaras y micrófonos que podría haber ahí dentro? Y...
Y, sobre todo la interrumpió Ulrich con una sonrisa, eso significa que pasaremos la noche aquí. No creo que dos menores puedan pillarse una habi­tación en un hotel.
Mmm le respondió Yumi, en realidad eso no es un problema. ¿Te acuerdas de que te he dicho que yo he venido a menudo a Bruselas? Pues eso es porque aquí vive una amiga de mi madre. Es una tía legal. Estoy segura de que nos hospedará, y, desde luego, no va a irles con el cuento a mis padres.
Entonces, perfecto concluyó Ulrich. Al pa­recer sólo necesitamos sacarle un par de fotos a esta dichosa cerradura, y luego podremos estar de vaca­ciones el resto del día.
Así era. Y la idea no le parecía nada mal a ningu­no de los dos.
Hiroki metió la llave en la puerta de su casa, abrió y se puso un dedo delante de los labios para ordenar­les a Odd y Jeremy que no hiciesen ruido. Ambos muchachos entraron detrás de él, quitándose los za­patos. El niño dejó a Kiwi sobre el sofá del salón.
— ¿Puedo hacer algo por vosotros? preguntó la madre de Hiroki mientras salía de la cocina.
Estaba vestida de punta en blanco, con un ele­gante traje de chaqueta de los que se ponía para ir al trabajo. A través de la puerta entreabierta de la coci­na se veía al padre de Hiroki, que también llevaba traje y corbata.
Jeremy se retorció las manos, en busca de algo inteligente que decir.
— ¿Puedo hacer algo por vosotros? repitió la señora, desplegando una amplia sonrisa, y entonces Hiroki le saltó al cuello.
Mamá, mamá, ¿estás bien?
Claro. ¿Puedo hacer algo por vosotros?
Jeremy y Odd saludaron tímidamente a la señora Ishiyama, que les respondió con una sonrisa silencio­sa y los ojos perdidos en la inmensidad.
Si no os hace falta nada, me vuelvo a cocinar concluyó la madre de Yumi con un tono de voz ca­rente de expresión.
Los muchachos se encontraron en el salón solos y perplejos.
— ¡Yo no os he mentido! Anunció Hiroki. Ha­bía un monstruo, en serio.
Oh le respondió Jeremy, no tengo la me­nor duda. Contadme, ¿no habéis notado nada raro?
Los otros dos negaron con la cabeza.
Parece como si no hubiese reconocido a Hiroki les explicó el muchacho. Y ni siquiera nos ha pre­guntado por Yumi.
Es como si estuviesen confusos dijo Hiroki.
Los mismos síntomas de mi padre asintió Odd. Han perdido la memoria, y dicen cosas rarísi­mas.
Echemos un vistazo por la casa propuso Jeremy. Tal y como están, no creo que se den ni cuenta.
Subieron las escaleras y entraron en la habitación de los padres de Yumi. La cama estaba hecha, y el parqué, limpio y reluciente. Miraron por todas partes, hasta debajo de la cama, pero no había ni una simple mota de polvo o una huella embarrada.
También les echaron un rápido vistazo a las habi­taciones de Yumi y de Hiroki, pero todo estaba en orden.
Bajemos al jardín propuso Odd.
Se despidieron de los señores Ishiyama y salieron al aire libre. Kiwi los siguió, tambaleándose.
Trata de describirnos bien a ese hombre miste­rioso dijo Jeremy.
— ¡Os digo que era un monstruo, no un hombre! empezó Hiroki.
No creo lo interrumpió Jeremy que lo que ha entrado en tu casa fuese un monstruo. Probable­mente sería un hombre que parecía un monstruo.
El niño cerró los ojos para concentrarse bien, y luego les habló de la silueta alta con el impermeable oscuro y los guantes luminosos.
Kiwi se puso a ladrar, y luego se durmió de gol­pe. Debe de haber utilizado un spray soporífero concluyó.
Estaba preparado para entrar aquí—sentenció Odd.
En aquel momento un ladrido de Kiwi los distrajo. El perrillo estaba olfateando el césped del jardín, y gañía, asustado. Los muchachos se acercaron y vie­ron la huella de un zapato profundamente hundida en la tierra. Pertenecía a algún tipo de bota militar con la suela bien gruesa. Junto a ella había confusas pisadas de perros.