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miércoles, 7 de septiembre de 2011

Capítulo 8

                                                8
                        UN HOMBRE EN LA PUERTA
— ¿Cómo sabías que estábamos aquí?
El tono de Jeremy era frío y amenazador, pero Eva no parecía preocupada. Sonrió.
Ya os lo he dicho: me ha llamado Odd. Sostie­ne que el chico pelirrojo, que supongo que será él señaló a Richard, no es el que estáis buscando. En el vídeo también había otra persona, sólo que al­guien la borró.
— ¿Qué vídeo? preguntó el muchacho con tono inquisitivo.
El vídeo de vigilancia de La Ermita le explicó Eva con una sonrisa. Si me dejáis verlo, estoy segu­ra de que consigo encontrar el punto exacto en un pispas.
Jeremy se encogió de hombros. La informática era su reino indiscutible, y no admitía intromisiones.
Volvió un momento más tarde con el ordenador ya encendido, y se puso manos a la obra. En media ho­ra ya había encontrado el punto sospechoso y había conseguido una imagen grande y nítida.
Un hombre. Dos perros. Alucinante.
— ¿Cómo puede ser que no te fijaras antes? le reprochó Ulrich.
El muchacho bajó la vista, resentido.
Porque estas imágenes han sido manipuladas.
— ¿Quieres decir que alguien las ha trucado para borrar a ese segundo tío de la mochila?
O bien ha usado aparatos capaces de borrar su imagen. Chismes de altísima tecnología.
Todos se quedaron en silencio durante un mo­mento, perplejos. Ahora los individuos misteriosos eran por lo menos dos. Richard, que mientras tanto se había recuperado, era seguramente inocuo: estaba en una esquina, mirando a Aelita con los ojos como pla­tos. El hombre de los dos perros, por el contrario, era peligroso.
Eva sonrió de nuevo. Yumi la observó con expre­sión ceñuda. Parecía como si esa chica no supiese hacer otra cosa que sonreír, y siempre de la misma manera.
— ¿Me queréis contar qué hacéis todos aquí en plena  noche? Preguntó  Eva. Y con todo este equipo, además: ordenadores, redes electrificadas... ¿Dónde lo habéis encontrado?
Ulrich estaba a punto de empezar, pero Jeremy lo detuvo de un codazo.
Lo he... respondió en su lugar... compra­do... yo. En una tienda de materiales de vigilancia.
— ¿Y para qué? preguntó la muchacha.
Estaba claro que no podían hablarle de Lyoko ni del superordenador.
He venido aquí—se adelantó Richard antes de que consiguiesen inventarse alguna trola porque antes yo estaba en clase con Aelita. Hace más de diez años, quiero decir. Y luego han empezado a aparecer unos códigos en mi ordenador que decían Aelita, y me he acordado de mí antigua compañera, que aho­ra tiene veintitrés años, aunque aparenta trece, y en­tonces...
Todos se echaron a reír. La explicación de Richard era tan incoherente que resultaba increíble. Hasta Eva soltó una carcajada, comentando luego con iro­nía que los chicos querían guardar el secreto.
Resultaría peligroso contarte más cosas ex­plicó Jeremy. La situación ya es bastante complica­da tal y como está.
— ¡Pero yo tampoco he entendido ni papa! Re­plicó Richard. Aelita es... está...
Estoy enferma se inventó sobre la marcha la muchacha. Tengo una enfermedad muy rara que no me ha dejado crecer.
Y ahora viene al colegio con nosotros, y nadie se acuerda de ella añadió Yumi. Así que es un secreto, no sé si me entiendes.
Richard no entendía nada de nada, y seguía sacu­diendo la cabeza. Declaró que no iba a regresar a su ciu­dad hasta que alguien le explicase qué estaba pasando.
En otra ocasión atajó Jeremy. Ahora es muy tarde, y nosotros tenemos que volver corriendo al Kadic, si no queremos que nos descubran.
Yo estoy en el hotel de la Gare, cerca de la es­tación de trenes. Os dejo mi número de móvil. Y si no me llamáis, vendré a buscaros concluyó con un to­no serio.
Los muchachos asintieron.
Eva y Yumi se fueron por el sendero del jardín, cami­no de sus respectivas casas. El resto de los mucha­chos, por su lado, pasaron por la parte de atrás del chalé, entrando directamente en el parque del Kadic. Un breve paseo, y estarían ya en la residencia.
Reinaba el silencio, y la luz de la luna se derrama­ba sobre las copas de los pinos, cubiertas de nieve.
De las bocas de los tres muchachos, que caminaban en fila india, salían nubecillas de vapor.
Vaya nochecita, ¿eh?murmuró Ulrich al poco.
Y que lo digas. Richard, uno de mis compañe­ros de clase de hace muchos años... Para él debe de haber sido un duro golpe el verme así.
Y no os olvidéis del hombre misterioso y la visi­ta sorpresa de Eva Skinner añadió Jeremy. Ten­go la sospecha de que las cosas se están complican­do cada vez más.
La verdad era que Hopper había dejado tras de sí una intrincada red de misterios. Por ejemplo, todo lo que tenía que ver con el mundo virtual de Lyoko y X.A.N.A. ¿Quién lo estaba persiguiendo cuando huyó al interior de Lyoko llevándose consigo a Aelita? ¿Y dónde había ido a parar la madre de Aelita?
La muchacha deslizó furtivamente una mano bajo su jersey para aferrarse al colgante de su padre. Waldo y Anthea.
En el vídeo de la habitación secreta comenzó a reflexionar en voz alta Jeremy Hopper hablaba del proyecto secreto Cartago. Ahora bien, es proba­ble que estuviesen implicados los del gobierno, pero por lo general ésos no van por ahí con perrazos se­dientos de sangre.
— ¿Y entonces?
Pues entonces, o se trata de una agencia gu­bernamental que no respeta mucho las reglas... o bien hay otro que también está jugando esta partida respondió el muchacho con un suspiro.
— ¿Como quién? preguntó Aelita.
Jeremy miró a su alrededor.
Alguien que tiene dinero y tecnología susu­rró después, y está dispuesto a todo. Debemos mantener los ojos bien abiertos.
La verdad dijo Ulrich con un bostezo es que a mí los ojos se me están cayendo de sueño. Son las dos y pico.
— ¿Qué sugieres que hagamos, Jeremy? dijo Aelita, ignorando el comentario de su amigo.
El muchacho quería esperar hasta haber estudia­do cuidadosamente los vídeos de La Ermita, por si tal vez descubría algo más. Y después tenían que que­dar y elaborar un plan. Empezaban a estar todos muy preocupados.
Bueno, ahora podemos relajarnos un poco dijo Ulrich mientras hacía un esfuerzo por sonreír. Ya hemos llegado. Ahí está la puerta de la residencia, y deberíamos dividirnos para evitar a Jim.
Exacto convino Jeremy. Aelita, por favor, nada de pesadillas esta noche.
Lo intentaré, te lo aseguro.
Se encontraba dentro de Lyoko. El paisaje que había ante ella era plano, una extensión de arena en la que aquí y allá destacaban algunas rocas oblongas que no proyectaban sombra alguna. El cielo era un lienzo uniforme de un azul oscuro sin ningún matiz. Aelita sentía vértigo. Era como si sus ojos no consiguiesen enfocar realmente aquellas imágenes. Se trataba de la misma sensación que tenía siempre cuando Jere­my hacía que entrase en Lyoko a toda prisa para de­tener un ataque de X.A.N.A.
«Pero él fue derrotado. Mi padre se sacrificó para matarlo. Y el superordenador está apagado. Esto no es más que un sueño, Aelita».
La muchacha había adoptado el aspecto de una elfa, con las orejas puntiagudas, el pelo fucsia y un vestido ligero que terminaba en una faldita rosa bajo la que llevaba unos leotardos y un par de botas blan­das. Aunque no tuviese un espejo, sabía que en su cara habían aparecido dos franjas de maquillaje rojo que le atravesaban las mejillas perpendicularmente, empezando debajo de los ojos para terminar en las comisuras de los labios.
«No es más que un sueño...»
Los ladridos de los perros a sus espaldas la sobre­saltaron. No estaban lejos, y se acercaban a ella a la carrera. La muchacha empezó a huir, volando sobre la superficie de arena. Como a menudo sucedía en Lyoko, las cosas eran distintas de lo que parecían, y la arena era en realidad un estrato duro y compacto en el que nada se hundía. Los perros gruñían. La estaban alcanzando.
Con el corazón en la garganta, Aelita siguió hu­yendo, mientras que a los feroces ladridos se les ha­bían sumado silbidos de rayos láser. Le hacía falta un refugio, pero aquella nada absoluta no ofrecía ningún cobijo.
Por aquí.
La esfera había aparecido de improviso. Era una bola de luz algo mayor que su cabeza suspendida en el aire. En su interior se movían corrientes de luz líquida blancas, azules y rosas. Y aquella voz... jamás habría podido confundirla con ninguna otra: era su padre.
—Ánimo, mi pequeña, sígueme. No tenemos mu­cho tiempo.
La esfera empezó a desplazarse, y Aelita la siguió, al tiempo que sus invisibles adversarios se iban acer­cando más y más (no los veía, y en ningún momento se había dado la vuelta para mirarlos, pero eso no im­portaba: sabía que así era).
La esfera bajó hasta rozar el suelo, que se abrió creando un despeñadero.
Salta adentro, Aelita. Ya casi hemos llegado.
El paso del desierto a la llanura de hielo fue tan inmediato como para dejarla sin aliento. Ahora, en lu­gar de la falsa arena había una inmaculada planicie sin reflejos bajo un cielo desnudo y oscuro. Ningún punto de referencia. Nada de nada desde donde ella estaba hasta el horizonte.
— ¡Tenemos que encontrar un escondrijo! gritó Aelita.
No te preocupes. No pueden venir aquí. Du­rante un rato, por lo menos. Hija mía, hay una cosa importante que tengo que decirte. La habitación se­creta en la que encontraste mi vídeo para ti...
Aelita dejó de escucharlo. El gruñido quedo pro­venía de algún punto demasiado cercano a su nuca. Los perros la habían localizado de todas formas. Gritó.
Se despertó de golpe, empapada de sudor. Miró a su alrededor y volvió a gritar. Ya no se hallaba en su cuarto, sino en las cloacas. Estaba echada en medio de un regatillo de aguas negras de las que brotaba un olor insoportable, y su camisón estaba todo moja­do con aquel líquido pútrido.
— ¡Qué asco! chilló, asqueada, mientras se po­nía en pie.

Pero ¿qué había pasado? Se había despedido de Jeremy y Ulrich y se había ido a dormir a su cama, como siempre. Debía de haberse levantado mientras soñaba, y se había alejado de la residencia. Un ata­que de sonambulismo.
Aelita permaneció inmóvil durante unos instantes, con el camisón sucio y los ojos clavados en la oscuri­dad densa y aplastante de las alcantarillas. Ella cono­cía ese sitio. Lo recordaba. Era el pasadizo secreto que llevaba desde la academia Kadic hasta el sótano de La Ermita, el chalé de su padre.


Marguerite entró en el estudio, y el señor Robert Della Robbia alzó la cabeza de su ordenador portátil.
— ¿Hay algo que no anda bien, querida?
Los ojos de su esposa parecían cansados, y en sus delgados labios había aparecido una tensa sonrisa que Robert conocía demasiado bien.
— ¿Qué es lo que te preocupa?
Ella se acercó y sacudió distraídamente unas mi­gas que se habían quedado enganchadas al jersey de su marido. Por la noche, si tenía que trabajar, a Ro­bert le encantaba picotear algunas galletas.
Lo que pasó ayer por la mañana...
— ¿La compra desparramada por el suelo? Pero, querida, ¡debió de ser algún gato que se coló por la ventana!
— ¡La ventana estaba cerrada! ¡Vi cómo una som­bra salía huyendo! protestó la mujer.
A lo mejor el gato entró contigo por la puerta, descolocó los cojines y tiró tus compras por el suelo, y luego escapó, y su sombra te pareció más grande de lo que era en realidad. Y a lo mejor la ventana no estaba cerrada, sino sólo entornada.
Marguerite negó con la cabeza.
— ¿Desde cuándo hay gatos dando vueltas por el barrio? El perro del señor Wankowiz los asusta a todos, ya lo sabes. Te digo que algo no anda bien. Estoy se­gura afirmó antes de cambiar inesperadamente de tema. ¿Has llamado a Odd?le preguntó.
No. Hoy he estado muy ocupado. Tengo esa fecha de entrega, ya lo sabes. Y además, Odd no es muy amigo del teléfono. Ya llamará él cuando le haga falta algo.
Yo lo he intentado dos veces, pero no me ha respondido ninguna de las dos.
Andaría por ahí con el monopatín, y lo mismo llevaba los cascos puestos. O estaría cortejando a al­guna chica guapa. Ya sabes cómo es tu hijo.
Esta vez la sonrisa de Marguerite se volvió más cálida.
— ¡Oiga, señor Della Robbia, que Odd también es hijo suyo!
— ¡Je, je! Ya lo sé, cariño, ya lo sé. Ahora vete a dormir, que yo te alcanzo en cuanto termine con es­to. Buenas noches.
Una vez solo, Robert volvió a concentrarse en el ordenador. Tenía un tedioso balance de ventas que comprobar para el día siguiente. Iba a tardar horas en terminarlo.
Unos minutos más tarde sonó el timbre de la en­trada. Robert Della Robbia resopló, molesto. Esa no­che no había forma humana de trabajar.
Del dormitorio, que estaba cerca de su estudio, le llegaba ya la respiración pesada y tranquila de Marguerite. El susto de ese día debía de haberla dejado exhausta. El timbre sonó otra vez.
Ya voy, ya voy rezongó. ¿Quién podía ser, a esas horas?
Bajó las escaleras a oscuras, en pantuflas, y llegó hasta la puerta de la entrada.
— ¿Sí? preguntó.
Perdone que lo moleste tan tarde le respon­dió una voz masculina desde el otro lado, pero es que se me ha averiado la camioneta, y tengo el móvil sin batería. Necesito hacer una llamada.
Robert abrió la puerta. Se encontró frente a él a un hombre alto con una cara chupada de mejillas hundidas, el pelo bien corto y unos ojos penetrantes.
Llevaba un impermeable, y tenía los hombros anchos de quien, aun siendo delgado, puede contar con una cantidad de fuerza nada desdeñable.
— ¿Qué le ha pasado, amigo? preguntó ama­blemente el señor Della Robbia.
El hombre suspiró, aunque en su rostro no apare­ció una expresión de auténtico alivio.
El maldito cacharro se me ha parado de repen­te, soltando un montón de humo negro. Y no ha que­rido ni oír hablar de volver a ponerse en marcha. Y yo no soy muy buen mecánico, sabe usted.
— ¿De verdad? Le preguntó mientras le echaba un buen vistazo de la cabeza a los pies, con bastante desconfianza. Pues nadie lo diría.
— ¿O sea?
No sé. Usted tiene cara de poder construirse sólito un coche en el garaje de su casa.
Bueno respondió el hombre con una sonrisa tensa, por desgracia no es así. El bar de la esquina está cerrado, y la gasolinera también, y a mí no me funciona el móvil, así que...
Ya confirmó Robert con un tono más cor­dial. Éste es un barrio más bien tranquilo de no­che.
Por la mirada del desconocido pareció pasar un relámpago inesperado.
— ¿Qué le parece si se viene hasta mi camioneta, a echarle un vistazo? Lo mismo usted sabe más que yo, y conseguimos que vuelva a funcionar.
Pues claro, con mucho gusto sonrió Robert. No soy ningún experto, pero dos cabezas piensan mejor que una, como se suele decir.
El desconocido había aparcado justo al principio de la vereda de acceso de los Della Robbia. Se trata­ba de una camioneta que tenía pinta de llevar mu­chos kilómetros encima, y sus ruedas estaban man­chadas de barro.
Robert percibió un movimiento procedente de la cabina, y se quedó inmóvil.
Tras la ventanilla apareció el hocico de un perro. Sus dientes, cubiertos de sangre, se apretaban contra el cristal en un gruñido sordo.
¿Perros? Pero ¿cómo podía ser que el del señor Wankowiz no hubiese ladrado? Por lo general los olía a un kilómetro de distancia.
Robert empezó a darse la vuelta para pedir expli­caciones, pero algo lo golpeó en la cabeza con fuer­za. El padre de Odd perdió el sentido.
Grigory se echó a la espalda el cuerpo exánime del señor Della Robbia y lo dejó sobre el suelo de la caja de la camioneta. Abrió una puerta para tranquilizar a Aníbal y Escipión.
Estaos quietecitos, vosotros dos... Ya habéis te­nido una buena juerga con el perro de aquí al lado.
Aquellas dos enormes bestias lo obedecieron de inmediato, ovillándose sobre los asientos con el mo­rro entre las patas delanteras.
El hombre recogió el maletín que llevaba en el asiento trasero, y sacó de él un estuche blando lleno de tarjetas de memoria y un par de guantes. Eran bastante sencillos, de cuero, pero alrededor de los dedos se entrelazaban unos cables de plástico de di­versos colores que estaban conectados a los electro­dos colocados en las yemas. En el dorso de la mano derecha había instalados una pequeña pantalla a co­lor y un interruptor.
El estuche, por su parte, guardaba una copia de todo el material que había obtenido con la Máqui­na. Era muy valioso, y Grigory jamás se separaba de él. Nadie conocía la existencia de aquel archivo. Ni siquiera el Mago. Aquel estuche era su lotería de Navidad personal, su oportunidad de obtener una pensión digna.
Grigory escogió una tarjeta de memoria todavía vir­gen y la sacó de su funda transparente. Después la in­sertó en la ranura que había bajo la pantalla del guante.
En aquel preciso instante, Aníbal y Esciplón baja­ron de un brinco de la camioneta y se abalanzaron sobre él, ladrando y meneando el rabo. Ya habían aprendido que cuando Grigory sacaba aquellos guan­tes estaba a punto de pasar algo importante. El estu­che cayó al asfalto con un golpe sordo.
— ¡Quietos! ¡Sentados! siseó Grigory con la voz ronca.
Haciendo aspavientos para que los perros lo obe­deciesen, se apresuró a volver a poner en su sitio el estuche y algunas tarjetas que se habían desperdiga­do por el suelo. Después respiró hondo para recupe­rar el control y la calma. Contratiempos. Se veía obli­gado a pelearse con los contratiempos cada instante de su vida. Y esos barrios residenciales eran sitios pe­ligrosos: parecía que todos estaban durmiendo como angelitos, y luego bastaba un detallito, como una vie­ja que miraba por la ventana antes de irse a la cama, y de pronto todos estaban despiertos y listos para saltarle encima al intruso.
Grigory Nictapolus se colocó por fin los guantes, y los puso en marcha, apretando el interruptor con el mentón. Se acercó al cuerpo sin sentido de Robert y le rozó las sienes con las puntas de los dedos. El men­saje INICIO TRANSFERENCIA RECUERDOS parpa­deó en la pequeña pantalla del guante.
En aquel mismo instante, en el chalé fantasma que Grigory había ocupado en la periferia de la ciudad del Kadic, sus sofisticadísimos aparatos se pusieron en funcionamiento. Los ordenadores mostraron las imágenes de un niño de cabello rubio y cortísimo que corría por un prado con una mirada despreocupada. El mismo niño se encontraba después en el colegio. Llevaba un babi negro con un lazo azul, y en sus ojos se leía claramente una expresión de infelicidad. Más tarde aparecía un jovencito con chaqueta y corbata, y a su lado estaba su mujer, Marguerite, vestida de no­via. Ambos parecían muy jóvenes y emocionados. Luego, Robert en su primer día de trabajo, con la bar­ba recién afeitada. Robert esperando impaciente en una sala con aspecto aséptico dentro de la que tam­bién estaba su mujer, a punto de dar a luz a su hijo.
Las imágenes fueron acelerando mientras el or­denador continuaba con la grabación.

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