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martes, 13 de septiembre de 2011

Capítulo 10

                                                           10
                           UNA DIRECCIÓN Y UNA PESADILLA
Los muchachos marcharon por el parque del Kadic. Eran las cinco de la tarde pasadas, y el sol estaba a punto de ponerse, escondiéndose entre las copas de los árboles.
—¿No tienes frío, Eva? le preguntó Odd. Lle­vas la cazadora abierta.
Estoy acostumbrada sonrió la muchacha.
Si yo creía que eras de California, que es un si­tio bastante caluroso.
Jeremy les hizo un gesto para que se estuviesen callados. A esas horas el parque del Kadic estaba de­sierto, pero nunca se podía estar seguro. Y nadie po­día enterarse de la existencia del pasadizo secreto. Se desplazaron en dirección a La Ermita hasta que empezaron a vislumbrar la parte de atrás del chalé abandonado entre los pinos cubiertos de nieve. Después, Jeremy les señaló un punto del terreno en el que el manto blanco era más delgado.
Ya hemos llegado dijo. ¿Me ayudáis a es­carbar?
Odd dio un paso al frente, gallardo. Estaba real­mente dispuesto a lo que fuese con tal de impresionar a Eva. Se colocó sobre la nieve con las piernas abiertas y empezó a apartarla a toda velocidad con los dedos.
— ¡Pon más cuidado! le gritó Ulrich cuando la cascada de cristales helados le dio de lleno.
Yumi y Aelita no pudieron contener una risilla.
Al final Odd señaló la placa metálica de la boca de alcantarilla que acababa de dejar bien despejada.
— ¿Bajamos? Dijo Jeremy mientras miraba a su amigo con una expresión crítica. Odd, ¿tú no tendrías que volverte a tu cuarto? Todavía estás castigado.
Jim está roto del viaje que nos hemos hecho, y nada más llegar se ha pirado a dormir a su habita­ción, ¡así que no hace falta que te preocupes por mí!
Yumi y Ulrich echaron a un lado la tapa de la al­cantarilla.
De acuerdo. Entonces, vamos.
Los muchachos se metieron en el conducto y guiaron a Eva a través de un pestilente recorrido por los cana-
les de desagüe. De cuando en cuando, una rata salía corriendo justo delante de ellos, agitando entre las sombras su horrenda cola rosácea.
Odd observaba por el rabillo del ojo a Eva, que no parecía en absoluto impresionada por aquel es­pectáculo. Estados Unidos debía de ser un país bien raro, si una chica ni se inmutaba al entrar en las cloa­cas, con aquel hedor terrible y bichos saliendo de to­das partes. Hasta Yumi se había estremecido la pri­mera vez que entró.
En cuanto volvieron a la superficie, en el puente de hierro, Odd le puso a Eva una mano sobre el hombro.
Alucinante, ¿eh? Mira la de nieve que hay en el tejado de esa fábrica.
Esperemos que no se desmorone le respon­dió Yumi al tiempo que señalaba los carteles de peli­gro que colgaban de la alambrada que tenían detrás e impedían el paso al puente desde la carretera. ¿Os habéis preguntado alguna vez si esos avisos di­cen la verdad?
Son sólo para ahuyentar a los posibles intrusos la tranquilizó Jeremy. Será mejor que entremos, que aquí fuera ya está empezando a hacer frío de ver­dad.
Llevaron a Eva a hacer la visita guiada de las tres plantas subterráneas. La muchacha miraba a su airededor totalmente tranquila, y se movía con una curio­sa soltura, como si ya hubiese estado allí mil veces. Cuando llegaron a la consola de mando del superor-denador, Jeremy se sentó en el sillón y señaló el cír­culo metálico que había en el suelo.
Eso es un proyector holográfico explicó lue­go. La estructura de ahí arriba crea una imagen tri­dimensional con un mapa completo de Lyoko. De esa forma, yo podía ver la posición exacta de mis amigos y de los monstruos de X.A.N.A.
—¿XANA?preguntó de inmediato la muchacha.
Sí, bueno, verás, es una larga historia... Yo me topé con este sitio por casualidad, me picó la curiosi­dad y encendí el superordenador. Descubrí que con­tenía un mundo virtual, Lyoko, y que dentro de ese mundo se encontraba una espléndida elfa...
Aelita se sonrojó y le pegó un pellizco.
Era yo le susurró después a Eva.
Sólo que Aelita no era la única habitante de Lyoko prosiguió Jeremy. Estaba también X.A.N.A., un ser pérfido capaz de controlar unos monstruos. Pero, más que nada, X.A.N.A. era tan po­deroso que podía utilizar ciertos puntos concretos de Lyoko, una especie de torres, para acceder a nuestro mundo a través de los aparatos electrónicos y poner en peligro a la gente.
Así que Ulrich, Odd y yo intervino Yumiempezamos a utilizar las columnas-escáner para en­trar en Lyoko, transformándonos en guerreros ciber­néticos, y combatir contra X.A.N.A.
Y consiguieron liberarme de Lyoko, haciendo que volviese a ser una chica normal... prosiguió Aelita.
Y después seguimos con nuestra lucha, hasta que logramos derrotar a X.A.N.A. para siempre concluyó Odd. Y entonces apagamos el ordena­dor, y colorín colorado.
Pero, entonces sonrió Eva, ese tal X.A.N.A. tampoco era tan poderoso, si unos chavalines como vosotros han conseguido vencerlo.
Eeeexacto asintió Odd. En el fondo no era más que un estúpido programa de ordenador.
Jeremy lo fulminó con la mirada.
En realidad no resultó fácil le explicó a Eva. Sin el profesor Hopper, padre de Aelita e inventor de Lyoko, no lo habríamos conseguido jamás. Y X.A.N.A. nos causó un montón de problemas. Una vez incluso se apoderó de la mente de uno de nuestros compa­ñeros, William Dunbar, transformándolo en un mons­truo sediento de sangre.
— ¿Quieres decirle preguntó Eva con un deste­llo en los ojos que puede tomar el control de seres humanos?
Podía hacerlo asintió Yumi gracias a las to­rres. Pero por suerte siempre nos ciábamos cuenta.
Esta vez la sonrisa de Eva proyectó en su rostro una extraña sombra.
Yumi se estiró sobre la cama de Aelita, y se volvió ha­cia Jeremy y la muchacha, que estaban sentados a su lado.
Pero ¿habéis visto qué cara que ha puesto? les preguntó, refiriéndose a Eva.
Bueno, también hay que entenderla la justifi­có Jeremy. Después de todo, en cosa de una hora le hemos enseñado la fábrica y le hemos hecho un superresumen megaconcentrado de todas nuestras aventuras. Es normal que estuviese flipada.
Puede ser... concluyó Yumi, mirándolo con expresión pensativa.
Por cierto Aelita había decidido cambiar de tema, ¿qué hacemos con el paquete que hemos encontrado en el despacho del diré? Jeremy, tiene que haber alguna forma de descubrir lo que signifi­can esos códigos, ¿no crees?
El muchacho asintió con la cabeza, fue hasta el escritorio y volvió a coger una vez más el envoltorio de papel. Empezó a ojear las páginas una por una.
Bueno, no es tan sencillo. Veréis, el Hoppix es un código de programación de bajísimo nivel... prác­ticamente usa instrucciones en lenguaje de máquina, y de esa forma... observó las caras de sus amigas y sonrió—. En fin, que no es fácil entender qué hará el programa una vez puesto en marcha. Y el único mo­do de ponerlo en marcha es encendiendo el superordenador, cosa que está fuera de toda discusión... se detuvo de golpe mientras pasaba una página. Dejó caer el folio y, con las manos temblorosas, les enseñó a las muchachas la nota ajada por el tiempo que había encontrado.
Yumi y Aelita se acercaron para leerla.
Es una dirección.
De Bruselas prosiguió Aelita.
La letra es la de la profesora Hertz, y la nota es­taba escondida en el expediente. Es tan pequeña que antes no me había dado ni cuenta dijo Jeremy.
Yumi lo miró fijamente.
— ¿Qué creéis que puede significar?
Se miraron unos a otros, perplejos.
Ni la menor idea admitió Jeremy al final.
Bueno dijo Yumi, si la nota estaba aquí den­tro, no creo que sea por casualidad. Algo tendrá que ver con estos folios y el profesor Hopper, ¿no os parece?
Deberíamos ir a comprobarlo.
Hoy es viernes recordó Yumi. Ulrich y yo podríamos salir mañana por la mañana, bien pronto, y volver por la noche. Puedo decirles a mis padres que este finde me quedo aquí en el Kadic, con una compañera...
Jeremy la miró por encima de sus gafas.
— ¿Y haceros un viaje hasta Bruselas vosotros so­los? ¿A otro país? ¡Yumi, acuérdate de cómo acabó la otra vez!
La última tarde antes de que se acabasen las va­caciones de Navidad, los muchachos habían atrave­sado media Francia en busca de un misterioso indivi­duo, Philippe Broulet, que luego les había revelado la existencia de la habitación secreta de La Ermita. El único problema había sido el viaje de vuelta, cuando un revisor de lo más quisquilloso había llamado a la policía, puesto que eran «menores sin acompañan­te». Más que una aventura, había sido toda una des­ventura.
Tendremos mucho cuidado... bufó Yumi, y además, son sólo un par de horas de tren. Todo va a ir a pedir de boca, ya verás.
Pero ¿qué crees que vais a encontrar?
La primera vez descubrimos una habitación se­creta. Y ahora, quién sabe, pero podría ser realmente importante.
Aquella noche, en el comedor, Ulrich terminó de es­cuchar a Yumi en silencio.
— ¿Un viaje tú y yo solos? añadió después.
Sí.
— ¿A Bruselas?
Sí.
Ulrich sonrió, recordando el famoso argumento «no somos sólo amigos» que había tratado de expo­nerle a la muchacha tan sólo unos pocos días antes.
— ¡Por mí, estupendo!
— ¡Eso no es justo! Murmuró Odd, que estaba terminando de comerse su segundo filete de pollo, con la boca llena. ¡Yo también quiero ir!
Claaaro, pero te recuerdo que tú estás castiga­do le soltó Ulrich. Lo lamento, pero tenemos que ir Yumi y yo. Solos. De hecho, somos los únicos que aparentamos unos cuantos años más.
Su sonrisa se ensanchó de oreja a oreja. Era una espe­cie de sueño que se hacía realidad. Ellos dos, por fin con al­go de tiempo para hablar. Yumi también estaba sonriendo.
Ulrich se levantó.
Dejadme sólo que llame a casa. Llevo unos cuan­tos días sin hablar con mis padres, y no me gustaría que llamasen al colegio justo mañana, cuando no voy a estar. Si ficho esta noche, luego se quedarán servidos para tres o cuatro días.
Salió del comedor, saludó a Jim Morales, que es­taba esperando a Odd en el pasillo para acompañar­lo de vuelta a su cuarto, y luego se encaminó hacia el parque desierto. El muchacho iba sin chaqueta, y ha­cía un frío que cortaba hasta el alma, pero de todas formas él tenía mucho calor. ¡Un viaje con Yumi! ¡Una aventura con ella! ¿Qué más podía pedir?
Cogió el móvil y marcó el número de casa.
Hola, papá, soy yo, Ulrich.
La voz al otro lado de la línea sonaba molesta. Hacía una semana que no hablaban, y su padre pare­cía mosqueado. Al parecer, las cosas estaban yendo peor que de costumbre en su casa.
Ulrich. ¿Qué tal te va con el colegio? ¿Has saca­do malas notas?
El muchacho sintió cómo la rabia le calentaba las mejillas. Su padre siempre estaba con ésas: el colé y las notas. No le interesaba nada más.
Lo normal respondió.
— ¿Qué significa «normal»? ¿Has sacado malas no­tas, o no?
Notas normales, papá...
— ¿Quieres decir tus suspensos normales? ¿Tu normal incapacidad para sacar una nota decente, de modo que te acaban suspendiendo? ¿Tu...?
Ulrich oyó cómo su madre empezaba a gritar.
— ¡DÉJALO TRANQUILO! ¿No te das cuenta de que siempre estás encima de él?
— ¡YO NO ESTOY ENCIMA DE NADIE! gritó su padre, haciéndole daño en el tímpano. ESTOY EN MI DERECHO DE SABER SI...
Papá, déjalo susurró el muchacho. Todo va bien. Y punto pero sus padres ya habían dejado de hacerle caso.
— ¡POR TU CULPA ES POR LO QUE NO LLAMA NUNCA! acusaba su madre.
— ¡Y POR TU CULPA NUESTRO HIJO NO DA UNA A DERECHAS!
Ulrich escuchó en silencio la pelea, que se fue vol­viendo cada vez más fuerte. Ruidos de sillas arrastra­das, de un puño que golpeaba la mesa. Suspiró y col­gó sin despedirse siquiera. Tras aquella alegre charla en familia, sus padres se borrarían del mapa durante un buen tiempo.
Por lo menos podía irse tranquilo.
Lyoko. Esta vez Aelita se encontraba en el sector del bosque, rodeada de altos árboles idénticos entre sí, con la copa verde recortándose contra el cielo amari­llento. No había ningún ruido de hojas, ni un soplo de viento. Ella había adoptado nuevamente el aspecto de una elfa, y notaba la desorientación que sentía siempre cuando pasaba de la realidad al mundo vir­tual.
Se dio la vuelta. La Scyphozoa. El monstruo de X.A.N.A. parecía un gigantesco cucurucho de helado transparente, de una sustancia a medio camino entre el cristal y el metal. El cerebro rosa y asqueroso del monstruo flotaba dentro de él, oculto en parte tras el símbolo de X.A.N.A. Y luego estaban los tentáculos, que salían del cuerpo del monstruo y ondulaban en el aire en dirección a ella.
Aelita echó a correr. La Scyphozoa era la criatura más peligrosa de todas las que controlaba su enemi­go. Absorbía los recuerdos. Y ella no quería volver a perder la memoria. Ah, no, otra vez no.
Cogió velocidad, lanzándose entre los árboles, y el murmullo de la Scyphozoa se transformó en un gruñido ahogado. Sin parar de correr, Aelita echó una mirada por encima de su hombro. El monstruo se había transformado ahora en un perro, un enorme mastín con las fauces abiertas de par en par y los dientes manchados de sangre.
Ya estaba casi a punto de alcanzarla. Era cuestión de segundos.
Aelita no se dio cuenta de que de repente el sue­lo empezaba a desaparecer ante ella, transformándose en un mar digital del mismo color ocre del cielo. Terminó por caer en él, gritando.
La muchacha abrió los ojos de golpe. Otra pesa­dilla. Estaba vestida con su pijama de siempre, em­barrado e impregnado por el apestoso olor de las cloacas. Pero no se encontraba en las cloacas.
Estaba echada en un charco de luz, sobre un sue­lo de cemento. Las bombillas que colgaban del techo estaban encendidas sólo donde se hallaba ella, y de­jaban a oscuras el resto del túnel.
Se levantó, temblando, y avanzó un par de pasos. Unas luces se encendieron delante de ella, y otras se apagaron detrás de su espalda. Siguió caminando.
¿Se trataba de nuevo de un sueño, o esta vez se encontraba en la realidad? ¿Había tenido otro ataque de sonambulismo? El túnel se fue estrechando lenta­mente, sus paredes se volvieron rectilíneas y la mu­chacha empezó a reconocer aquel sitio. La Ermita.
Mientras dormía se había metido en el pasadizo secreto que llevaba desde el Kadic hasta las cloacas, y luego hasta la casa que había sido de su padre. Pe­ro ¿por qué lo había hecho? ¿Y por qué los perros que habían atacado a Kiwi se metían en sus sueños junto con los monstruos de X.A.N.A.?
Aelita tenía la impresión de que había una razón secreta que todavía se le escapaba. Suspirando, decidió detenerse. Llegar hasta La Ermita de noche, sola, no era un plan muy atractivo. Especialmente si anda­ba por ahí el hombre misterioso que ya había agredi­do al padre de Odd. Sonaba mucho mejor volverse a un lugar seguro, como por ejemplo su cama.
Mientras desandaba sus propios pasos, reflexio­nó: antes que nada, tenía que hablar con Richard.

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