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miércoles, 7 de septiembre de 2011

Capítulo 7

                                                    7
                                 EL INTERROGATORIO
La pantalla del ordenador empezó a parpadear.
ALARMA. SE HA DETECTADO UN INTRUSO.
— ¡Callaos todos! gritó Jeremy mientras sus dedos empezaban a correr sobre el teclado del por­tátil. ¡Puede que lo hayamos conseguido!
Aelita apagó la tele, y Ulrich apartó de una patada las cajas de pizza vacías. Los muchachos se apelotona­ron alrededor del ordenador, que mostraba una enjuta silueta envuelta en un impermeable largo y gris, de esos que llevan los espías y los criminales de las películas.
— ¡Ajajá! exclamó Jeremy, triunfante. ¡Ha en­trado saltando la verja principal, tal y como yo decía!
Pero no hay ningún perro. Y fueron unos perros los que hirieron a Kiwile recordó Yumi, perpleja.
Los habrá dejado en casa dijo Jeremy, enco­giéndose de hombros. Tampoco iban con él ayer por la noche. Y de todas formas, pronto podremos preguntárselo en persona.
Aumentó el zoom de la cámara, y el rostro del intruso ocupó toda la pantalla. Era el muchacho del pelo de cobre. Sus ojos estaban entrecerrados y marcados con dos profundas ojeras. En medio de la oscuridad del jardín, tenía todo el aspecto de una persona enferma.
Al volver a ver aquella cara, Aelita se sintió presa del vértigo. Ella a ese chico ya lo había visto en algún lado. Mucho tiempo atrás. Aunque no consiguiese recordar quién era.
—¿Y ahora qué hacemos, Jeremy? —preguntó Ulrich, interrumpiendo los pensamientos de la muchacha.
—Preparad las cosas. Yo activo la trampa tan pronto como esté en posición.
Ulrich salió disparado hacia la cocina, donde habían dejado la caja de cartón con todo el material para el interrogatorio. La levantó sin esfuerzo y la llevó al salón. Después empezó a distribuir su contenido entre sus amigos.
— ¡Aún no lo tenemos! —Resopló Jeremy—. ¿Por qué se está quieto? ¿Por qué no va hasta el pórtico o el garaje?
—Podría salir yo —propuso Ulrich—, para atraerlo hasta nuestra trampa.
— ¡Es demasiado peligroso! lo detuvo Yumi. Por lo que sabemos, podría hasta ir armado.
No hace falta los calmó Jeremy. Por fin se está moviendo.
Un paso. Otro. El joven que había en la pantalla pa­recía indeciso. Avanzó hacia el pórtico como si quisiese tocar el timbre, y luego volvió atrás y se desplazó hacia la izquierda, en dirección al garaje, caminando con pa­sos titubeantes sobre la capa de nieve congelada.
Jeremy pasó a las imágenes de otra de las cáma­ras, la que estaba montada justo encima de su trampa. Cuando el muchacho pasase bajo ella... ¡zasca! La ha­bía preparado a propósito de forma que fuese capaz de moverse siguiendo los movimientos de la cámara.
Un par de pasos más...
En la pantalla, superpuesta a la imagen del joven, apareció la de una retícula. Una mira. Los ojos del in­truso brillaban, abiertos de par en par en la oscuridad.
Todos contuvieron la respiración. El dedo de Je­remy se desplazó hasta la tecla Enter del ordenador. Pareció como si el tiempo se hubiese congelado. In­cluso las hojas de los árboles dejaron de moverse mientras en la pantalla el muchacho caminaba con cautela hacia la pared del garaje.
Jeremy se mordió el labio inferior, y su dedo pulsó la tecla.
La trampa se activó.


En su habitación, Odd congeló la imagen que mos­traba la pantalla y volvió unos cuantos fotogramas atrás. Sí, ahí había algo. Jeremy y Ulrich se habían quedado toda la noche de cháchara. A lo mejor se habían distraído y no lo habían notado.
Cogió su móvil y trató de llamar a Jeremy. El telé­fono al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento. Inténtelo más tarde. Probó con Ul­rich. El mismo resultado. Sintió cómo una sutil angus­tia se le colaba por el cuello de la camiseta y bajaba por su espalda.
Se levantó de un salto y sacó de debajo de su ca­ma una gran caja de cartón que contenía un ordena­dor portátil. Se lo habían regalado sus padres, y Jere­my había estado enredando con él un par de horas para instalarle todos los programas del mundo mun­dial, aunque Odd sólo lo había usado en un par de ocasiones para oír algunas canciones en mp3. No era un gran aficionado a la tecnología.
Esperó con impaciencia a que aquel cacharro se encendiese (pero ¿por qué estaba tardando una eter­nidad?), y luego insertó el DVD y abrió un programa de edición de vídeo.
¿Qué era lo que le había contado Eva de las imá­genes? Ah, sí. Contraste. Luminosidad. Y las curvas. Trasteó un rato con el programa hasta encontrar la función de la que le había hablado la muchacha. Era una especie de gráfico que representaba un cuarto de círculo. Odd se dio cuenta de que con el ratón podía arrastrar aquella curva, deformándola y cam­biando... no sabía muy bien el qué. A veces la imagen se aclaraba, y otras se oscurecía, o los colores se vol­vían locos. Pero era la función adecuada.
Empezó a trabajar con una concentración febril y los ojos clavados en aquel único fotograma del DVD. En cierto punto, entre los árboles, los píxeles de la imagen resultaban confusos, como si alguien hubiese borrado algo.
— ¡Narices! siseó en voz baja. Se había pasado con la curva, y la imagen se había transformado en un batiburrillo incomprensible de colores raros. Control Z y vuelta a empezar.
Ya lo tenía. La silueta de un hombre de espalda ancha, cintura delgada y una musculatura que debía de ser imponente. A sus pies había algo que no lo­graba distinguir bien.
Odd guardó una copia de la imagen. Después hizo avanzar el DVD unos pocos fotogramas y repitió la ope­ración desde el principio. Esta vez el hombre estaba de lado, y en los hombros se entreveía el perfil de una mo­chila bien grande. Y a la altura de su cintura había...
Pero ¿qué demonios son? gritó Odd, impre­sionado. ¿Caballos en miniatura? ¿Becerros?
Ni lo uno ni lo otro, por supuesto. Eran perros. Dos perros enormes de aspecto agresivo, sin correa, que olfateaban el suelo a los pies de aquel hombre.
En la cabeza de Odd relampaguearon dos rápi­dos pensamientos. Primero, que aquel tipo tenía dos perros y Kiwi había sido herido por dos perros. Por lo tanto, el chico al que Jeremy y los demás estaban a punto de atrapar en La Ermita era inocente. Le esta­ban dando caza a la persona equivocada. Y segundo, que el hombre de los perros había conseguido borrar de los DVD las imágenes en las que aparecía. Puede que tuviese aparatos tan sofisticados como para con­fundir a las cámaras de Jeremy. Así que era un hom­bre muy peligroso. Y sobre todo, sus amigos no tenían ni idea de su existencia.
Sin ni siquiera preocuparse de apagar el ordena­dor, Odd se puso en pie de un brinco, agarró su cha­queta y su móvil y salió disparado de su dormitorio.


Más que un jardín, aquello parecía un bosque hundi­do en la nieve.
«El profesor Hopper podría espalar un poco los senderos», protestó para sí Richard Dupuis. Se apoyó contra un árbol y se sostuvo sobre un solo pie para res­catar el calcetín de lana empapado que se había cola­do hasta el fondo de la bota y lo estaba fastidiando.
El joven se enderezó, y miró a su alrededor con preocupación. Lo había vuelto a hacer. Por segunda vez en dos noches se había colado a escondidas en el jardín de La Ermita. Estaba comportándose como un auténtico chiflado. En el fondo, le habría bastado con tocar el timbre a lo mejor no en medio de la noche, como en aquel momento y decir «Muy buenas, profesor. Soy Richard Dupuis».
Se imaginaba la cara del profe, serio bajo su os­cura barba, con las gafas de cristales lustrosos escon­diéndole los ojos.
«¿Se acuerda de mí? He venido porque...».
No, no podía funcionar. No podía encarar al pro­fesor así, a pelo. Y además, ¿seguro que Hopper to­davía vivía ahí? Richard recordaba los titulares de los periódicos de hacía ya muchos años: Profesor del Kadic desaparece junto con su hija.
Pues claro que sí, era obvio que había vuelto. De lo contrario, ¿por qué...?
Mientras se concentraba en sus reflexiones, Ri­chard se acercó al garaje. Tenía intención de rodear la casa y ver si había alguna luz encendida. Y, ade­más, esta vez iba a coger el toro por los cuernos y llamar a la puerta.
Pero de pronto oyó un silbido, una especie de co­rriente de aire concentrado y fuerte que lo despeinó. Y después, un chasquido. O mejor, un disparo.
Lo que pasó luego fue muy confuso. Algo lo gol­peó en la espalda, haciendo que se cayese sobre la nieve. Asustado, el muchacho intentó volver a poner­se de pie, pero se dio cuenta de que estaba envuelto en una especie de red metálica.
Consiguió hacer fuerza con las piernas para ende­rezarse, pero la red se movió como una serpiente de hierro y lo derribó de nuevo. Richard se vio sacudido por una descarga eléctrica, y perdió el sentido.

Cuando volvió a abrir los ojos, por un momento pensó que lo habían drogado. O que había perdido la chaveta. O las dos cosas.
Todavía se encontraba aprisionado en la red me­tálica, pero en esta ocasión ya no estaba en el jardín, sino sobre el suelo de cemento de una habitación a oscuras. Un hilo de luz se colaba por debajo de una puerta que había al fondo. Entrevió algunas cajas de cartón amontonadas sin orden ni concierto contra la pared que parecían los restos de una mudanza que nunca se había llegado a terminar.
A medida que los ojos de Richard se acostumbra­ron a la oscuridad empezaron a distinguir cuatro si­luetas sentadas en semicírculo a unos pocos pasos de él. Parecían de baja estatura, tal vez unos enanos, y estaban envueltas en sombras. Sus caras resultaban totalmente invisibles. Richard sacudió la cabeza. ¿Qué era aquello, un sueño? ¿Una pesadilla? ¿Una de esas películas en las que no se entiende nada?
— ¿Cómo te llamas? le preguntó la primera si­lueta de su izquierda. Tenía una voz profunda y re­tumbante, más bien amenazadora.
R-Richard. Richard Dupuis balbuceó él.
— ¿Por qué estabas en el jardín? continuó la voz.
Richard permaneció en silencio durante unos mo­mentos. Podría ponerse a mentir, pero, a fin de cuen­tas, ¿por qué hacerlo? Era mejor contarlo todo. Total, no tenía nada que ocultar...
Estaba buscando al profesor Hopperrespon­dió.
Es una manera algo rara de buscar a alguien.
Sé que el profesor lleva desaparecido más de diez años.
— ¿Conocías a Hopper? le preguntó otra voz. Parecía la de un actor de la tele cuyo nombre Richard no conseguía recordar.
Sí—asintió el joven, entrecerrando los ojos pa­ra darles una forma más nítida a las siluetas que esta­ban sentadas en torno a él. Hace muchos años. An­tes de que desapareciese, yo era alumno suyo en la academia Kadic. Y estaba en la misma clase que su hija, Aelita.
Una de las oscuras siluetas se sobresaltó.
Richard se rascó la barbilla. Aquella situación re­sultaba absurda, y empezaba a estar hasta un poqui­to asustado. Pero aquellos extraños enanitos no pa­recían especialmente amenazadores.
Tenía la esperanza de encontrar a Aelita pro­siguió—. A lo mejor ella habría podido explicarme por qué... ¡uf! ¡No puedo contarlo bien así, atado!
El extraño personaje que tenía delante de él ma­nipuló algo. Las mallas de la red en la que se hallaba prisionero se aflojaron, permitiéndole moverse.
A tientas, Richard hurgó en su impermeable y sa­có de uno de los bolsillos una PDA que tenía una pantalla algo mayor que una postal. La encendió, y de inmediato empezó a mostrar una serie de letras y números de todo tipo, que llenaron poco a poco to­do el espacio disponible.
Unos segundos después, la pantalla se vació completamente, y luego las letras y los números vol­vieron a empezar a llenarla.
Todo comenzó hace cosa de diez días expli­có Richard. Al principio pensé que era un virus, pe­ro luego entendí que detrás de esta cosa estaba el profesor Hopper. O eso espero, por lo menos.
— ¿Por qué precisamente Hopper? replicó la voz.
Richard les mostró la minipantalla de la PDA.
La serie de dígitos y letras parecía componer un código incomprensible... aparte de las primeras seis letras de cada renglón, que estaban en mayúsculas: AELITA.


El pasillo resplandecía bajo los inmaculados círculos de las luces de neón. Odd lo recorrió a toda veloci­dad mientras seguía intentando llamar a sus amigos. Todos sus móviles estaban apagados. Tenía que lle­gar hasta ellos lo antes posible.
— ¿Adonde te crees que vas? dijo Jim mientras salía de detrás de una columna.
— ¡Perdona, Jimbo, pero ahora no tengo tiempo! respondió el muchacho, que trató de acelerar aún más en dirección a la puerta.
Se dio cuenta de que, aunque sus piernas seguían moviéndose, había dejado de desplazarse hacia de­lante. El profe lo había levantado en el aire, agarrán­dolo de los hombros.
— ¿No tienes tiempo para qué? ¿Tengo que re­cordarte que estás castigado?
Mientras aún lo mantenía en volandas, Jim le dio la vuelta entre sus manos como a un títere, para po­der mirarlo a la cara.
— ¿Y bien?
En medio de la agitación de aquel momento, Odd consiguió pensar. No podía decirle a Jim que sus amigos estaban en La Ermita. Se arriesgaban a ser expulsados por haberse escapado de la residen­cia en plena noche. Pero de todas formas él debía hacer algo.
Vale. Bájame.
En el preciso instante en que sus pies volvieron a tocar el suelo, el muchacho echó a correr de nuevo. Durante su carrera cogió el móvil y marcó el número que aún destacaba, con la caligrafía redonda de Eva Skinner, sobre su mano.
Hola, Eva, soy yo, Odd. Sí, perdona, necesito que me hagas un favor. ¿Te acuerdas de La Ermita? Detrás del Kadic. Un chalé en ruinas de la Rué de... genial.
Odd se giró. Tenía a Jim casi encima. Se precipitó por las escaleras, en dirección al ala de las chicas.
Vale. No tengo tiempo de explicártelo. Llama a la puerta. Tres timbrazos cortos y uno largo. Tres cortos. Uno largo. Tienes que avisarlos de que el chico pelirrojo no es el que estamos buscando. Hay otro hombre. Delgado, pero musculoso. Con dos perros. Si miran con atención los vídeos, lo encuentran.
La muchacha le repitió rápidamente al oído sus instrucciones. A pesar de la hora que era, no tenía para nada voz de dormida.
Perfecto confirmó Odd. Por favor. Es im­portante. Gracias.
Luego giró a la izquierda y se metió en la primera habitación con la que se topó. Era la de Sissi Delmas.
El chillido de la muchacha cuando se encontró a Odd y a Jim a los pies de su cama despertó a todo el Kadic.
Habían dejado a Richard en el garaje y se habían ido a la cocina para discutir juntos lo que había que ha­cer. Una breve búsqueda en Internet con el ordena­dor de Jeremy había dejado meridianamente claro que sí, en efecto, existía un Richard Dupuis que había sido estudiante del Kadic y compañero de clase de Aelita Hopper.
Y sin embargo, no te acuerdas de él, ¿verdad?
No, aunque de hecho su cara me resultaba fa­miliar. Y de todas formas... lo vamos a soltar, ¿no? En el fondo no ha hecho nada malo.
Jeremy no parecía convencido del todo.
Yo recordaba haberlo visto ya continuó ella, y ahí tienes el porqué: era uno de mis compañeros de clase. Sólo que él ahora tiene diez años más que yo.
Ya. Es bastante raro admitió Ulrich. Lo de que dentro de Lyoko tú no hayas crecido ha liado bastante las cosas.
Jeremy cogió de la mesa el transmutador de voz que había construido con sus propias manos. Tenía el aspecto de una bolita de plástico oscura atada a una cinta.
No. Esto no me convence exclamó, después de habérselo colocado bajo la garganta, con una voz profunda. Sigamos con el interrogatorio.
Vale accedió Aelita, que tenía su transmuta­dor de voz en la mano.
— ¡Ey! Protestó Ulrich, ¡yo no quiero volver a ponerme ese trasto!
Deja de quejarte lo silenció Yumi.
Le tendió su aparato con una sonrisa.

Jeremy se acuclilló a toda prisa junto a Richard, que aún estaba sumido en la oscuridad, y le quitó la PDA. Richard pegó un respingo, asustado, pero el mucha­cho se limitó a ignorarlo.
En el diminuto ordenador seguían pasando una y otra vez diez pantallas de datos distintas entre sí, y cada una de ellas iba precedida por el texto AELITA.
Jeremy empezó a estudiar los códigos con aten­ción, hasta que los reconoció: era Hoppix, el lenguaje de programación que Franz Hopper había inventado. La «gramática» que le permitía a Lyoko existir y tomar forma.
Chicos concluyó al final, no sé qué demo­nios es esto, pero estoy seguro de que fue creado por el profesor Hopper.
En aquel momento, el sonido del timbre resonó en el garaje, ahogado entre aquellas paredes tosca­mente construidas. Ring. Ring. Ring. Rrniiiiing.
Tres cortos y uno largo. Es la señal susurró Yumi.
—¡AELITAAAA! Gritó por su parte una voz fe­menina desde el otro lado de la puerta del garaje. ¡Soy Eva, Eva Skinner! Me manda Odd, y dice que es importante. ¿Me abres? ¿Estás ahí dentro?
Richard se debatió hasta lograr sacarse la red de encima, y luego alargó un brazo hacia la oscuridad.
— ¿Aelita? ¿Aelita está aquí? Dijo, girando la ca­beza en dirección a Jeremy. ¿Eres tú, por casualidad?
El muchacho se volvió hacia sus amigos, sin tener muy claro qué debían hacer. Detrás de él, Aelita fue hasta la puerta del garaje y pulsó el interruptor de la luz. La bombilla que colgaba del techo los deslumbre por un instante.
Cuando Richard enfocó la melenita roja de la mu­chacha, se puso más blanco que la cal.
Oh, eres tú... Pero eres...
Los ojos le giraron en sus cuencas, y se desplomó en el suelo.
Pero ¿se ha desmayado? preguntó Ulrich, quitándose el transmutador de voz.
Tú me dirás respondió, sarcástico, Jeremy. Aelita era su compañera de clase, así que ahora de­bería tener veintitrés años, como él, y sin embargo todavía tiene trece...

1 comentario:

  1. esta bueno!!! y se pone mejor, gracias por copiar el libro, se agradece el esfuerzo

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