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DESTORNILLADORES. CÁMARAS DE VÍDEO Y UN NUEVO SECRETO
—Aelita, ¿me pasas ese
destornillador?
Ulrich se había encaramado bajo el alero del garaje
de La Ermita, y se encontraba en equilibrio inestable encima de una vieja
escalera desvencijada. Recogió
la herramienta que su amiga le estaba tendiendo y apretó los dos últimos tornillos que
sostenían la cámara de vídeo. Era gris, del
tamaño aproximado de una
pelota de tenis, y tenía
un agujero oscuro en el centro que destacaba como una pupila.
— ¡Vete a saber si estos
cachivaches funcionan de verdad! —exclamó.
— ¡Pues claro que
funcionan! —le respondió Jeremy, desde el
interior del garaje, antes de levantar la puerta basculante para salir.
El topetazo de la puerta contra la
escalera fue leve, pero bastó
para que a Aelita se le escapasen sus patas de las manos y Ulrich perdiese el equilibrio y
cayese hacia atrás,
justo encima de la muchacha.
—jAy! ¿Te has hecho daño?
—Si te levantas, a lo
mejor ya no me duele más.
—Perdonadme, no lo he
hecho aposta —se
justificó Jeremy.
Para el trabajo de aquella tarde se había vestido con un
enorme peto que había
encontrado quién
sabe dónde, y que le hacía parecer un payaso.
— ¡Ja, ja, ja! ¡No te preocupes! —respondió Ulrich mientras
ayudaba a Aelita a levantarse.
— ¿De qué te ríes?
—Pues de tu peto. Te
queda... divino de la muerte.
Aelita sofocó una risita entre sus manos para que
Jeremy no se diese cuenta de que le estaban tomando el pelo. El muchacho se
quitó las gafas para limpiárselas frotándolas contra su
camiseta, y volvió
a colocárselas en su sitio.
—De todas formas —refunfuñó—, estas cámaras son unas auténticas joyitas. Están equipadas con visión de infrarrojos y
transmiten la señal
directamente a mi ordenador, cifrada mediante un protocolo criptográfico SSL.
—Vale,
vale, Einstein, para el carro —lo
interrumpió
Ulrich—.
Lo importante es que hagan su trabajo.
— ¡Ey, chicos! —los llamó Yumi—. En vez de estar ahí de cháchara, ¿por qué no venís a echarme una mano?
La muchacha se encontraba delante de la
puerta principal, donde un pequeño
pórtico elevado un par
de escalones por encima del suelo daba bastante sombra como para albergar una
mesa y una pequeña
mecedora con unos cojines que tenían
las fundas rasgadas. Yumi estaba de pie sobre la mecedora, tratando de
atornillar una cámara
al dintel de la puerta.
—Vale, espera que te
ayudo —le gritó Ulrich mientras se le
acercaba.
Se encaramó junto a ella, prácticamente abrazándola al tiempo que
mantenía firme con los dedos
el pequeño aparato de Jeremy.
—Ya casi he acabado —dijo Yumi con un
susurro.
—No te preocupes: aquí me tienes.
Vale, quedaba un poco estúpido decir eso, pensó Ulrich, pero Yumi y él estaban peleándose un pelín demasiado a menudo, últimamente.
— ¿Os hace falta el
destornillador? —dijo
Jeremy, y se saltó
de una zancada los tres peldaños
del pórtico.
—Por el amor del cielo,
quédate bien lejos... —le respondió Ulrich, volviéndose de golpe hacia él.
Pero sus movimientos resultaron demasiado
bruscos, y el muchacho acabó
otra vez por los suelos, cayendo
boca abajo sobre el cojín.
El segundo porrazo en cosa de dos minutos, y justo cuando podía estar unos momentos
a solas con Yumi.
Ulrich se incorporó hasta quedarse
sentado, y miró
a Jeremy fijamente a los ojos.
—Hoy estás de lo más gafe.
Aelita se echó sobre la cama, hojeando un libro que le
había dejado Yumi. Fuera
ya se había hecho de noche, y
el viento soplaba contra la fachada de la residencia del Kadic, llenando el
edificio de corrientes y gemidos.
Aelita cerró el libro y encendió la pequeña televisión que tenía encima de su
escritorio. Un concurso de lo más
tonto, de esos de preguntas y respuestas. Pero a lo mejor a su padre le habría gustado ese programa.
Él debía de haber sido muy
bueno con las adivinanzas y las preguntas. Y tal vez su madre también... siempre que aún estuviese viva.
Aelita se encogió de hombros y subió el volumen de la
tele, con la esperanza de que bastase para cubrir el barullo de sus
pensamientos.
El presentador del concurso era un
hombre de unos treinta años
con una barba cuidada y el pelo peinado y engominado de manera ridícula, con un
alto tupé en forma de plátano. Sonreía muy tieso dentro de
su chaqueta verde sembrada de purpurina, y no dejaba de gastarle bromas a la más mona de las
concursantes.
— ¡Bueno, queridos amigos
que nos estáis viendo desde casa! —exclamó en cierto momento—. Como ya sabéis, ésta es una velada muy
especial...
La cámara lo encuadró en un primerísimo plano que
resaltaba sus ojos, de un azul tan claro que traía inmediatamente a la cabeza los ojos de
un husky siberiano. Azul hielo.
—... de hecho, hoy
tenemos con nosotros...
Aelita se detuvo por un instante,
perdida en aquellos ojos. Y luego, por un instante, le pareció que...
La muchacha se sobresaltó. Qué va, era imposible.
Los ojos del presentador habían
vibrado, sus pupilas habían
oscilado como si hubiese una interferencia en la señal, y en ellas había aparecido aquel símbolo: los círculos concéntricos del ojo de
X.A.N.A.
— ¿X.A.N.A...? —murmuró.
El televisor explotó.
Del susto, Aelita chilló y se cayó de la cama, golpeándose un codo contra
el suelo. ¡X.A.N.A. había vuelto! Respiró hondo dos o tres
veces, para tranquilizarse. Evitando pisar los cristales rotos que había por todo el suelo,
la muchacha recogió
el mando, del que estaba saliendo
un hilillo de humo y que, por supuesto, no funcionaba. Pero las bombillas de
la habitación estaban encendidas,
así que no había sido un fallo de la
instalación eléctrica.
Si algo por el estilo hubiese sucedido
no mucho tiempo antes, Aelita habría
llamado inmediatamente a los demás,
y ya estarían todos juntos en el
parque, corriendo a toda velocidad hacia la fábrica abandonada donde se encontraba el
«castillo subterráneo», el laboratorio
secreto que albergaba el superordenador, y habrían entrado en Lyoko para desactivar una
de las torres.
X.A.N.A. siempre actuaba de la misma
manera: activaba una torre de Lyoko, y gracias a ella creaba algún tipo de desastre en
el mundo real. Hasta que ella entraba en la torre y hacía que todo volviese a
la normalidad, aprovechando el don que le había otorgado su padre, el «Código Lyoko», una clave que sólo ella podía activar dentro de
las torres, y que neutralizaba los poderes de X.A.N.A.
Pero
ahora las cosas habían
cambiado. X.A.N.A. ya no existía.
El padre de Aelita había
sacrificado su propia vida para detenerlo. De modo que aquella explosión
no podía
haber sido provocada por la inteligencia artificial. No había
pasado nada. Tenía
que mantener la calma.
Aelita se puso las pantuflas y salió de puntillas de su
cuarto, en dirección
a la máquina de café del bajo. Necesitaba
beberse algo caliente.
A veces Jeremy se imaginaba la
residencia del Kadic como un inmenso animal agazapado. Un monstruo tranquilo
hecho de armarios y camas, paredes de cemento y lámparas de neón.
La residencia tenía sus ritmos. Se
despertaba por la mañana
temprano, y enseguida soltaba un rugido de muchachos que corrían hacia los baños y se vestían para ir a clase. Luego
se echaba una cabezadita durante el horario lectivo, y cobraba nueva vida por
la tarde, cuando los largos pasillos resonaban de risas y gritos. Y ahora,
desde su cuarto, Jeremy oía
cómo el monstruo Kadic
iba preparándose poco a poco para
el descanso. Las voces eran pocas, y los pasos se transformaban en un rápido repiqueteo para
evitar la ronda de Jim Morales.
El muchacho estaba delante del
ordenador, el fiel ordenador que había
vuelto a ocupar el noventa por ciento del espacio disponible sobre su escritorio.
El diez por ciento restante albergaba su portátil, que también estaba encendido. En ambas pantallas
iban rotándose rápidamente los
distintos encuadres de las cámaras instaladas en La
Ermita, la casa del padre de Aelita. De momento todo estaba en calma.
— ¿Se puede? —preguntó una voz desde el otro
lado de la puerta.
Sin esperar a su respuesta, Ulrich se
coló en la habitación a toda prisa,
cerrando la puerta tras de sí.
—Jim se ha convertido
en una obsesión.
Si me llega a pescar...
— ¿Y Odd, qué tal anda?
—Está en nuestro cuarto, viéndose una ful de
concierto en DVD. Cinco minutos más
de esa música y me reventaba la
cabeza. ¿Tú qué estás haciendo? ¿Cómo van las cosas por
La Ermita?
—No hay problema —contestó Jeremy señalándole las pantallas—. De momento. Lo único que me preocupa
es si conseguiré
quedarme despierto toda la noche. Y si la cosa sigue así, será difícil.
Ulrich se echó sobre la cama de su amigo y cogió una revista que estaba
abierta encima de la almohada. La soltó enseguida.
— ¡Puaj, protones! ¿Cómo consigues leerte
estos rollos? Bueno, puedo quedarme yo a hacerte compañía, si te hace. Odd va
a tener para rato con lo de su castigo.
— ¿Y Yumi?
Era una pregunta un poco rara, viniendo
de Jeremy. Ulrich, Odd y él
tenían una especie de regla
no escrita. Estaba permitido tomarse el
pelo mutuamente respecto a las chicas, y estaban permitidos (¡y eran bienvenidos!)
los comentarios sobre las alumnas más
guapas del Kadic. Pero nunca se hablaba en serio de las personas realmente
importantes para ellos. Aelita para Jeremy, Yumi para Ulrich y cualquiera de
las chicas de turno para Odd.
La cosa era que Ulrich parecía estar destrozado de
verdad por aquel asunto, y su amigo no había logrado contenerse.
—Yumi está bien, o eso creo —masculló Ulrich—. No es que estemos
habiéndonos mucho últimamente.
—Ya me he dado cuenta —dijo Jeremy—. Pero ¿por qué?
Ulrich no era un tipo muy hablador, pero
en el fondo la noche iba a ser larga, y Jeremy había pillado al vuelo que tenía demasiados
pensamientos hormigueándole
por la cabeza. A lo mejor le venía
bien abrirse con alguien para desfogarse, y lo mismo podría hasta oír algún consejo inteligente.
Y así era. Extrañamente, Ulrich tenía tantas ganas de
hablar como las que Jeremy tenía
de escucharlo. Y, palabra tras palabra, se fue poniendo al día sobre la situación sentimental de su
amigo. Lo que le había
dicho a Yumi cuando se había
negado a cuidar de Kiwi, lo que ella le había respondido... y las
cosas que no conseguían
decirse. Nunca.
—La cosa pinta mal —comentó al final—. Pero me parece que
podrías resolver la cuestión de una forma
bastante sencilla.
Sonrió al ver que Ulrich ponía los ojos en blanco. Él creía que ciertas cosas no
tenían solución, y que, cuando la
tenían, casi nunca era
sencilla. Jeremy lo conocía
bien.
— ¿Y cuál sería esa forma? Soy todo
oídos —refunfuñó Ulrich, escéptico.
—Pues... —Jeremy se encogió de hombros y miró hacia el suelo—, decirle la verdad.
Por ejemplo.
— ¿O sea? —le respondió su amigo mirándolo fijamente a los
ojos.
Jeremy
suspiró.
Ésa
era la amarga ironía
de las historias de amor: cuando era la tuya y estabas metido hasta las orejas
en el asunto, no entendías
nunca nada de nada, mientras que desde fuera todo se veía
más
claro que el agua.
-¿Cuánto
tiempo ha pasado ya?
Ulrich
tenía
los ojos entrecerrados por el esfuerzo de concentrarse.
— ¿Tiempo desde qué?
—Pues desde que Yumi te
dijo que prefería
que fueseis sólo
amigos.
—Ah —dijo Ulrich mientras
se rascaba la cabeza, tratando de acordarse—, de eso hace ya un siglo, por lo menos.
—Precisamente. Y
mientras tanto siempre habéis
seguido queriend... —Jeremy
se sonrojó—, en fin, habéis seguido. Ahora tú ya no soportas más esta especie de
secreto a voces entre vosotros, pero tampoco te atreves a decírselo.
Ulrich miró de soslayo a su amigo con una media
sonrisa.
—Sabelotodo...
—Ya ves, qué difícil —le replicó Jeremy, sonriendo él también—. No es más complicado que
reparar un superordenador cuántico.
—Así que debería ir a hablar con
ella. Por lo menos para disculparme. Para aclar... ¡Jeremy!
— ¿Qué pasa?
— ¿Qué demonios está sucediendo en esa
ventana?
Los dos se giraron hacia las pantallas.
Un hombre con un abrigo largo había
saltado la verja de La Ermita, y se dirigía hacia el pórtico de la entrada.
—
¿Y ése
quién
es? —preguntó
Ulrich con la voz quebrada.
—Espera que paso a la cámara dos —le contestó Jeremy.
La imagen cambió, enfocando al intruso
desde el dintel de la puerta. Era la cámara que había montado Yumi.
Parecía muy joven. Tenía una barbita rala que
se insinuaba levemente en la barbilla, una constelación de pecas en la nariz y el pelo de
color cobre oscuro.
—No parece muy
peligroso, a decir verdad —comentó Ulrich.
Pero Jeremy ni lo escuchó. Amplió la imagen y apuntó hacia él otras tres cámaras que cubrían esa zona.
— ¿Has visto? No está llamando al timbre. Y
actúa de manera
sospechosa.
Sin duda alguna, era cierto. El joven
comprobó que no había nadie, y luego se
encaminó hacia la parte
trasera de la casa.
— ¡Síguelo, Jeremy, síguelo!
—Eso es lo que estoy
tratando de hacer. Debería
haber pensado en poner cámaras
automotoras.
En el vídeo, el muchacho se detuvo junto a la pared
del garaje, muy cerca, precisamente, del punto en el que habían encontrado las
huellas. Apoyó
la espalda contra el muro y se quedó
inmóvil durante un rato,
con los ojos cerrados.
—Pero
¿qué
hace? —preguntó
Ulrich.
—No lo sé —respondió Jeremy—. Pero me tiene
preocupado.
—De todas formas, ya se
está yendo. Mira.
El joven se estaba dirigiendo hacia la
verja. Le echó
una ojeada a la calle para asegurarse de que no hubiese transeúntes, volvió a saltar las rejas y
luego se fue corriendo por la acera, alejándose de las cámaras de Jeremy.
Había pasado varias horas en la cama,
tratando de dormirse de nuevo y mirando de cuando en cuando la televisión calcinada que la
vigilaba amenazadora-mente desde su escritorio. Al final había conseguido caer en
una duermevela oscura y confusa, pero cuando el teléfono la devolvió a la realidad Aelita
tuvo la impresión
de no haber dormido en absoluto.
— ¿Diga? —Respondió tras un par
de timbrazos—. Hola, Jeremy. ¿Ha pasado algo?
—Sí. Ulrich y yo hemos
encontrado al intruso. Se trata de un chaval.
—¿¿Quééé?? —Aelita se incorporó de un brinco sobre la
cama, presa del pánico.
—Tranquilízate
—trató
de calmarla Jeremy—.
Ya se ha ido. Se ha quedado muy poco. Y de todas maneras, no parecía...
bueno, peligroso.
Aelita oyó a Ulrich farfullando algo por detrás.
—Sí, es verdad —añadió Jeremy—. Parecía incluso un poco
patoso. Sea como sea, no le hemos quitado el ojo de encima en todo el rato. Y
ahora vamos a seguir de guardia.
La idea de alguien que deambulaba en plena
noche por el jardín
de La Ermita era lo último
que podía dejar tranquila a
Aelita. Aunque el hombre misterioso fuese un torpe a fin de cuentas sus perros
casi se habían comido vivo a Kiwi.
—Enseguida me planto en
tu cuarto —se decidió finalmente la
muchacha.
Jeremy se lo pensó por un momento.
—No te preocupes —dijo después—. Vuélvete a la cama. Pero
sí me gustaría que hicieses algo
por mí. Te he mandado un MMS
con la foto del chaval. ¿Puedes
mirarla con atención
y decirme si lo conoces?
—Mmm —asintió Aelita—. Ahora mismo vuelvo a
llamarte.
El mensaje le había llegado durante la
conversación. La muchacha lo abrió, y a punto estuvo de
desmayarse. Aquella imagen... aquella nariz, aquellos ojos, las pecas... ¡Era un rostro que le
resultaba familiar! Pero entonces... Tuvo que recostarse para evitar que la
oscuridad se cerniese sobre ella. Después se levantó
de golpe, abrió
la puerta de su habitación
y se dirigió a todo correr hacia
la de Jeremy.
Tenía hambre. Un hambre profunda y feroz.
Cuando estaba en una misión, Grigory Nictapolus
comía sólo lo mínimo indispensable
para mantenerse con fuerzas, pero nunca lo bastante como para saciarse. La
comida hacía que disminuyese la
concentración. Tan sólo una vez que la misión había concluido se iba a
algún restaurante, uno de
esos sitios donde sirven fi-letones de dos dedos de altura sazonados con salsa
barbacoa, y por fin se llenaba el estómago. Era su forma de celebrar el
trabajo bien hecho.
El reconocimiento de la casa de los
Della Robbia por la mañana
había resultado
provechoso, aunque la señora
hubiese regresado algo pronto. Nada de lo que preocuparse, de todas formas. Los
imprevistos siempre terminaban por presentarse. Lo importante era saber
gestionarlos.
Y
ahora, aquel chavalín
que se había
colado en La Ermita le venía
como agua de mayo. Los mocosos pensarían
que se trataba de la misma persona que había
visto Hiroki, y hasta la más
mínima
sospecha sobre la existencia de Grigory se esfumaría
de sus cabecitas.
Mientras seguía sin quitarles ojo a las cámaras instaladas en el
dormitorio de Aelita, el hombre abrió
el
archivo de los vídeos
y volvió unos minutos atrás. Ahí estaba.
La imagen de la pantalla del móvil de la muchacha
estaba demasiado desenfocada como para que él consiguiese identificar la cara del
intruso, pero el patio de La Ermita también estaba vigilado por las cámaras de Grigory, y ésas le habían proporcionado imágenes mucho mejores.
Tenía que andarse con ojo con ese renacuajo
de las gafas, Jeremy. En una sola tarde había conseguido montar un sistema de
vigilancia de circuito cerrado más
eficiente que los de muchas empresas especializadas. Pero el equipo de Grigory
era de otro nivel, y ni por un instante lo había asaltado la duda de que pudiesen
descubrir sus microcámaras.
O su presencia en los alrededores de La Ermita.
Amplió la imagen del joven de las pecas en la
pantalla y abrió
sus expedientes digitales.
Utilizando uno de los programas
preferidos de las policías
científicas de todo el
mundo, programó
una búsqueda basada en los
rasgos somáticos del muchacho, y
sobre la foto apareció
una serie de puntitos rojos que se correspondían con los pómulos, los ojos, la base de la nariz, la
boca... En la otra mitad de la pantalla
empezaron a pasar varias fotos, a una velocidad cada vez mayor.
Tras unos instantes el ordenador parpadeó: NO SE HA
ENCONTRADO NINGUNA CORRESPONDENCIA.
Grigory podría haberse conectado a las bases de datos
de la policía francesa o el FBI,
pero habría resultado un
trabajo largo. Por eso se limitó
a reprogramar una nueva búsqueda
en sus archivos internos, de tal modo que la edad se convirtiese en una
variable. Si en sus expedientes había
alguna foto del muchacho de niño,
terminaría por aparecer. Para
su ordenador sería
un juego de niños,
nunca mejor dicho.
Después de unos diez minutos por fin apareció lo que andaba
buscando. Una solicitud de matriculación en la academia Kadic
con fecha de 1992. La foto tamaño
carné que acompañaba la solicitud no
tenía mucho en común con el joven que
merodeaba por La Ermita, pero el ordenador declaraba que la correspondencia
era del noventa y ocho por ciento. Prácticamente una certeza absoluta.
Nombre: Richard Dupuis. Sello al
final del expediente: Destinado al grupo D.
Grupo
D... a Grigory eso le recordaba algo. Y le hicieron falta menos de cinco
minutos para darle una forma concreta a aquel recuerdo.
Una foto. Un grupo de niños posando para la
foto de clase. De pie, a la izquierda, un jovencísimo Jim Morales. A la derecha, el
profesor Franz Hopper.
Y luego, de rodillas en la primera fila,
Aelita Hopper con una gran sonrisa. Y a su lado, aquel chiquillo, Richard,
con su inconfundible pelo rojo cobrizo.
Grigory observó en las pantallas que tenía conectadas a las cámaras de vídeo la imagen de
Aelita, que había
vuelto a su cuarto y se había
sumido en un profundo sueño.
—
¿En serio no te acuerdas de él,
chiquitina?
—dijo
el hombre, torciendo la boca en una sonrisa maliciosa—.
Pues deberías.
Fuisteis compañeros
de clase durante dos años.
Y dos años
son bastantes como para acordarse.
graciasssssssssssssss
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