Publicidad

BGO Banner 728x90 02 gif

Publicidad

Publicidad

martes, 6 de septiembre de 2011

Capítulo 5


                                            5
DESTORNILLADORES. CÁMARAS DE VÍDEO Y UN NUEVO SECRETO
Aelita, ¿me pasas ese destornillador?
Ulrich se había encaramado bajo el alero del gara­je de La Ermita, y se encontraba en equilibrio inestable encima de una vieja escalera desvencijada. Recogió la herramienta que su amiga le estaba tendiendo y apre­tó los dos últimos tornillos que sostenían la cámara de vídeo. Era gris, del tamaño aproximado de una pelota de tenis, y tenía un agujero oscuro en el centro que destacaba como una pupila.
— ¡Vete a saber si estos cachivaches funcionan de verdad! exclamó.
— ¡Pues claro que funcionan! le respondió Jeremy, desde el interior del garaje, antes de levantar la puerta basculante para salir.
El topetazo de la puerta contra la escalera fue le­ve, pero bastó para que a Aelita se le escapasen sus patas de las manos y Ulrich perdiese el equilibrio y cayese hacia atrás, justo encima de la muchacha.
jAy! ¿Te has hecho daño?
Si te levantas, a lo mejor ya no me duele más.
Perdonadme, no lo he hecho aposta se justi­ficó Jeremy.
Para el trabajo de aquella tarde se había vestido con un enorme peto que había encontrado quién sa­be dónde, y que le hacía parecer un payaso.
— ¡Ja, ja, ja! ¡No te preocupes! respondió Ul­rich mientras ayudaba a Aelita a levantarse.
— ¿De qué te ríes?
Pues de tu peto. Te queda... divino de la muer­te.
Aelita sofocó una risita entre sus manos para que Jeremy no se diese cuenta de que le estaban toman­do el pelo. El muchacho se quitó las gafas para lim­piárselas frotándolas contra su camiseta, y volvió a colocárselas en su sitio.
De todas formas refunfuñó—, estas cámaras son unas auténticas joyitas. Están equipadas con vi­sión de infrarrojos y transmiten la señal directamente a mi ordenador, cifrada mediante un protocolo crip­tográfico SSL.
Vale, vale, Einstein, para el carro lo interrum­pió Ulrich. Lo importante es que hagan su trabajo.
— ¡Ey, chicos! los llamó Yumi. En vez de estar ahí de cháchara, ¿por qué no venís a echarme una mano?
La muchacha se encontraba delante de la puerta principal, donde un pequeño pórtico elevado un par de escalones por encima del suelo daba bastante sombra como para albergar una mesa y una pequeña mecedora con unos cojines que tenían las fundas ras­gadas. Yumi estaba de pie sobre la mecedora, tratan­do de atornillar una cámara al dintel de la puerta.
Vale, espera que te ayudo le gritó Ulrich mientras se le acercaba.
Se encaramó junto a ella, prácticamente abrazán­dola al tiempo que mantenía firme con los dedos el pequeño aparato de Jeremy.
Ya casi he acabado dijo Yumi con un susurro.
No te preocupes: aquí me tienes.
Vale, quedaba un poco estúpido decir eso, pensó Ulrich, pero Yumi y él estaban peleándose un pelín demasiado a menudo, últimamente.
— ¿Os hace falta el destornillador? dijo Jeremy, y se saltó de una zancada los tres peldaños del pórtico.
Por el amor del cielo, quédate bien lejos... le respondió Ulrich, volviéndose de golpe hacia él.
Pero sus movimientos resultaron demasiado brus­cos, y el muchacho acabó otra vez por los suelos, cayendo boca abajo sobre el cojín. El segundo porrazo en cosa de dos minutos, y justo cuando podía estar unos momentos a solas con Yumi.
Ulrich se incorporó hasta quedarse sentado, y mi­ró a Jeremy fijamente a los ojos.
Hoy estás de lo más gafe.
Aelita se echó sobre la cama, hojeando un libro que le había dejado Yumi. Fuera ya se había hecho de no­che, y el viento soplaba contra la fachada de la resi­dencia del Kadic, llenando el edificio de corrientes y gemidos.
Aelita cerró el libro y encendió la pequeña televi­sión que tenía encima de su escritorio. Un concurso de lo más tonto, de esos de preguntas y respuestas. Pero a lo mejor a su padre le habría gustado ese pro­grama. Él debía de haber sido muy bueno con las adivinanzas y las preguntas. Y tal vez su madre tam­bién... siempre que aún estuviese viva.
Aelita se encogió de hombros y subió el volumen de la tele, con la esperanza de que bastase para cu­brir el barullo de sus pensamientos.
El presentador del concurso era un hombre de unos treinta años con una barba cuidada y el pelo peinado y engominado de manera ridícula, con un alto tupé en forma de plátano. Sonreía muy tieso den­tro de su chaqueta verde sembrada de purpurina, y no dejaba de gastarle bromas a la más mona de las concursantes.
— ¡Bueno, queridos amigos que nos estáis viendo desde casa! exclamó en cierto momento. Como ya sabéis, ésta es una velada muy especial...
La cámara lo encuadró en un primerísimo plano que resaltaba sus ojos, de un azul tan claro que traía inmediatamente a la cabeza los ojos de un husky si­beriano. Azul hielo.
... de hecho, hoy tenemos con nosotros...
Aelita se detuvo por un instante, perdida en aque­llos ojos. Y luego, por un instante, le pareció que...
La muchacha se sobresaltó. Qué va, era imposible. Los ojos del presentador habían vibrado, sus pupilas habían oscilado como si hubiese una interferencia en la señal, y en ellas había aparecido aquel símbolo: los círculos concéntricos del ojo de X.A.N.A.
— ¿X.A.N.A...? murmuró.
El televisor explotó.
Del susto, Aelita chilló y se cayó de la cama, gol­peándose un codo contra el suelo. ¡X.A.N.A. había vuelto! Respiró hondo dos o tres veces, para tranqui­lizarse. Evitando pisar los cristales rotos que había por todo el suelo, la muchacha recogió el mando, del que estaba saliendo un hilillo de humo y que, por su­puesto, no funcionaba. Pero las bombillas de la habi­tación estaban encendidas, así que no había sido un fallo de la instalación eléctrica.
Si algo por el estilo hubiese sucedido no mucho tiempo antes, Aelita habría llamado inmediatamente a los demás, y ya estarían todos juntos en el parque, corriendo a toda velocidad hacia la fábrica abando­nada donde se encontraba el «castillo subterráneo», el laboratorio secreto que albergaba el superordenador, y habrían entrado en Lyoko para desactivar una de las torres.
X.A.N.A. siempre actuaba de la misma manera: activaba una torre de Lyoko, y gracias a ella creaba algún tipo de desastre en el mundo real. Hasta que ella entraba en la torre y hacía que todo volviese a la normalidad, aprovechando el don que le había otor­gado su padre, el «Código Lyoko», una clave que só­lo ella podía activar dentro de las torres, y que neu­tralizaba los poderes de X.A.N.A.
Pero ahora las cosas habían cambiado. X.A.N.A. ya no existía. El padre de Aelita había sacrificado su propia vida para detenerlo. De modo que aquella ex­plosión no podía haber sido provocada por la inteli­gencia artificial. No había pasado nada. Tenía que mantener la calma.
Aelita se puso las pantuflas y salió de puntillas de su cuarto, en dirección a la máquina de café del bajo. Necesitaba beberse algo caliente.

A veces Jeremy se imaginaba la residencia del Kadic como un inmenso animal agazapado. Un monstruo tranquilo hecho de armarios y camas, paredes de ce­mento y lámparas de neón.
La residencia tenía sus ritmos. Se despertaba por la mañana temprano, y enseguida soltaba un rugido de muchachos que corrían hacia los baños y se ves­tían para ir a clase. Luego se echaba una cabezadita durante el horario lectivo, y cobraba nueva vida por la tarde, cuando los largos pasillos resonaban de risas y gritos. Y ahora, desde su cuarto, Jeremy oía cómo el monstruo Kadic iba preparándose poco a poco para el descanso. Las voces eran pocas, y los pasos se transformaban en un rápido repiqueteo para evitar la ronda de Jim Morales.
El muchacho estaba delante del ordenador, el fiel ordenador que había vuelto a ocupar el noventa por ciento del espacio disponible sobre su escritorio. El diez por ciento restante albergaba su portátil, que también estaba encendido. En ambas pantallas iban rotándose rápidamente los distintos encuadres de las cámaras instaladas en La Ermita, la casa del padre de Aelita. De momento todo estaba en calma.
— ¿Se puede? preguntó una voz desde el otro lado de la puerta.
Sin esperar a su respuesta, Ulrich se coló en la ha­bitación a toda prisa, cerrando la puerta tras de sí.
Jim se ha convertido en una obsesión. Si me llega a pescar...
— ¿Y Odd, qué tal anda?
Está en nuestro cuarto, viéndose una ful de concierto en DVD. Cinco minutos más de esa música y me reventaba la cabeza. ¿Tú qué estás haciendo? ¿Cómo van las cosas por La Ermita?
No hay problema contestó Jeremy señalán­dole las pantallas. De momento. Lo único que me preocupa es si conseguiré quedarme despierto toda la noche. Y si la cosa sigue así, será difícil.
Ulrich se echó sobre la cama de su amigo y cogió una revista que estaba abierta encima de la almoha­da. La soltó enseguida.
— ¡Puaj, protones! ¿Cómo consigues leerte estos ro­llos? Bueno, puedo quedarme yo a hacerte compañía, si te hace. Odd va a tener para rato con lo de su castigo.
— ¿Y Yumi?
Era una pregunta un poco rara, viniendo de Jere­my. Ulrich, Odd y él tenían una especie de regla no escrita. Estaba permitido tomarse el pelo mutuamen­te respecto a las chicas, y estaban permitidos (¡y eran bienvenidos!) los comentarios sobre las alumnas más guapas del Kadic. Pero nunca se hablaba en serio de las personas realmente importantes para ellos. Aelita para Jeremy, Yumi para Ulrich y cualquiera de las chi­cas de turno para Odd.
La cosa era que Ulrich parecía estar destrozado de verdad por aquel asunto, y su amigo no había lo­grado contenerse.
Yumi está bien, o eso creo masculló Ulrich. No es que estemos habiéndonos mucho últimamen­te.
Ya me he dado cuenta dijo Jeremy. Pero ¿por qué?
Ulrich no era un tipo muy hablador, pero en el fondo la noche iba a ser larga, y Jeremy había pillado al vuelo que tenía demasiados pensamientos hormigueándole por la cabeza. A lo mejor le venía bien abrirse con alguien para desfogarse, y lo mismo po­dría hasta oír algún consejo inteligente.
Y así era. Extrañamente, Ulrich tenía tantas ganas de hablar como las que Jeremy tenía de escucharlo. Y, palabra tras palabra, se fue poniendo al día sobre la situación sentimental de su amigo. Lo que le había dicho a Yumi cuando se había negado a cuidar de Kiwi, lo que ella le había respondido... y las cosas que no conseguían decirse. Nunca.
La cosa pinta mal comentó al final. Pero me parece que podrías resolver la cuestión de una forma bastante sencilla.
Sonrió al ver que Ulrich ponía los ojos en blanco. Él creía que ciertas cosas no tenían solución, y que, cuando la tenían, casi nunca era sencilla. Jeremy lo conocía bien.
— ¿Y cuál sería esa forma? Soy todo oídos re­funfuñó Ulrich, escéptico.
Pues... Jeremy se encogió de hombros y mi­ró hacia el suelo, decirle la verdad. Por ejemplo.
— ¿O sea? le respondió su amigo mirándolo fi­jamente a los ojos.
Jeremy suspiró. Ésa era la amarga ironía de las historias de amor: cuando era la tuya y estabas meti­do hasta las orejas en el asunto, no entendías nunca nada de nada, mientras que desde fuera todo se veía más claro que el agua.
-¿Cuánto tiempo ha pasado ya?
Ulrich tenía los ojos entrecerrados por el esfuerzo de concentrarse.
— ¿Tiempo desde qué?
Pues desde que Yumi te dijo que prefería que fueseis sólo amigos.
Ah dijo Ulrich mientras se rascaba la cabeza, tratando de acordarse, de eso hace ya un siglo, por lo menos.
Precisamente. Y mientras tanto siempre habéis seguido queriend... Jeremy se sonrojó—, en fin, habéis seguido. Ahora tú ya no soportas más esta es­pecie de secreto a voces entre vosotros, pero tampo­co te atreves a decírselo.
Ulrich miró de soslayo a su amigo con una media sonrisa.
Sabelotodo...
Ya ves, qué difícil le replicó Jeremy, sonrien­do él también. No es más complicado que reparar un superordenador cuántico.
Así que debería ir a hablar con ella. Por lo me­nos para disculparme. Para aclar... ¡Jeremy!
— ¿Qué pasa?
— ¿Qué demonios está sucediendo en esa ventana?
Los dos se giraron hacia las pantallas. Un hombre con un abrigo largo había saltado la verja de La Ermi­ta, y se dirigía hacia el pórtico de la entrada.
— ¿Y ése quién es? preguntó Ulrich con la voz quebrada.
Espera que paso a la cámara dos le contestó Jeremy.
La imagen cambió, enfocando al intruso desde el dintel de la puerta. Era la cámara que había montado Yumi.
Parecía muy joven. Tenía una barbita rala que se insinuaba levemente en la barbilla, una constelación de pecas en la nariz y el pelo de color cobre oscuro.
No parece muy peligroso, a decir verdad co­mentó Ulrich.
Pero Jeremy ni lo escuchó. Amplió la imagen y apun­tó hacia él otras tres cámaras que cubrían esa zona.
— ¿Has visto? No está llamando al timbre. Y actúa de manera sospechosa.
Sin duda alguna, era cierto. El joven comprobó que no había nadie, y luego se encaminó hacia la par­te trasera de la casa.
— ¡Síguelo, Jeremy, síguelo!
Eso es lo que estoy tratando de hacer. Debería haber pensado en poner cámaras automotoras.
En el vídeo, el muchacho se detuvo junto a la pa­red del garaje, muy cerca, precisamente, del punto en el que habían encontrado las huellas. Apoyó la es­palda contra el muro y se quedó inmóvil durante un rato, con los ojos cerrados.
Pero ¿qué hace? preguntó Ulrich.
No lo sé respondió Jeremy. Pero me tiene preocupado.
De todas formas, ya se está yendo. Mira.
El joven se estaba dirigiendo hacia la verja. Le echó una ojeada a la calle para asegurarse de que no hubiese transeúntes, volvió a saltar las rejas y luego se fue corriendo por la acera, alejándose de las cá­maras de Jeremy.

Había pasado varias horas en la cama, tratando de dormirse de nuevo y mirando de cuando en cuando la televisión calcinada que la vigilaba amenazadora-mente desde su escritorio. Al final había conseguido caer en una duermevela oscura y confusa, pero cuan­do el teléfono la devolvió a la realidad Aelita tuvo la impresión de no haber dormido en absoluto.
— ¿Diga? Respondió tras un par de timbrazos. Hola, Jeremy. ¿Ha pasado algo?
Sí. Ulrich y yo hemos encontrado al intruso. Se trata de un chaval.
—¿¿Quééé?? Aelita se incorporó de un brinco sobre la cama, presa del pánico.
Tranquilízate trató de calmarla Jeremy. Ya se ha ido. Se ha quedado muy poco. Y de todas ma­neras, no parecía... bueno, peligroso.
Aelita oyó a Ulrich farfullando algo por detrás.
Sí, es verdad añadió Jeremy. Parecía inclu­so un poco patoso. Sea como sea, no le hemos quita­do el ojo de encima en todo el rato. Y ahora vamos a seguir de guardia.
La idea de alguien que deambulaba en plena no­che por el jardín de La Ermita era lo último que podía dejar tranquila a Aelita. Aunque el hombre misterioso fuese un torpe a fin de cuentas sus perros casi se ha­bían comido vivo a Kiwi.
Enseguida me planto en tu cuarto se decidió finalmente la muchacha.
Jeremy se lo pensó por un momento.
No te preocupes dijo después. Vuélvete a la cama. Pero sí me gustaría que hicieses algo por mí. Te he mandado un MMS con la foto del chaval. ¿Puedes mirarla con atención y decirme si lo cono­ces?
Mmm asintió Aelita. Ahora mismo vuelvo a llamarte.
El mensaje le había llegado durante la conversa­ción. La muchacha lo abrió, y a punto estuvo de des­mayarse. Aquella imagen... aquella nariz, aquellos ojos, las pecas... ¡Era un rostro que le resultaba fami­liar! Pero entonces... Tuvo que recostarse para evitar que la oscuridad se cerniese sobre ella. Después se levantó de golpe, abrió la puerta de su habitación y se dirigió a todo correr hacia la de Jeremy.

Tenía hambre. Un hambre profunda y feroz.
Cuando estaba en una misión, Grigory Nictapolus comía sólo lo mínimo indispensable para mantenerse con fuerzas, pero nunca lo bastante como para saciar­se. La comida hacía que disminuyese la concentración. Tan sólo una vez que la misión había concluido se iba a algún restaurante, uno de esos sitios donde sirven fi-letones de dos dedos de altura sazonados con salsa barbacoa, y por fin se llenaba el estómago. Era su for­ma de celebrar el trabajo bien hecho.
El reconocimiento de la casa de los Della Robbia por la mañana había resultado provechoso, aunque la señora hubiese regresado algo pronto. Nada de lo que preocuparse, de todas formas. Los imprevistos siempre terminaban por presentarse. Lo importante era saber gestionarlos.
Y ahora, aquel chavalín que se había colado en La Ermita le venía como agua de mayo. Los mocosos pensarían que se trataba de la misma persona que había visto Hiroki, y hasta la más mínima sospecha sobre la existencia de Grigory se esfumaría de sus cabecitas.
Mientras seguía sin quitarles ojo a las cámaras instaladas en el dormitorio de Aelita, el hombre abrió el archivo de los vídeos y volvió unos minutos atrás. Ahí estaba.
La imagen de la pantalla del móvil de la mucha­cha estaba demasiado desenfocada como para que él consiguiese identificar la cara del intruso, pero el patio de La Ermita también estaba vigilado por las cámaras de Grigory, y ésas le habían proporcionado imágenes mucho mejores.
Tenía que andarse con ojo con ese renacuajo de las gafas, Jeremy. En una sola tarde había consegui­do montar un sistema de vigilancia de circuito cerra­do más eficiente que los de muchas empresas espe­cializadas. Pero el equipo de Grigory era de otro nivel, y ni por un instante lo había asaltado la duda de que pudiesen descubrir sus microcámaras. O su pre­sencia en los alrededores de La Ermita.
Amplió la imagen del joven de las pecas en la pantalla y abrió sus expedientes digitales.
Utilizando uno de los programas preferidos de las policías científicas de todo el mundo, programó una búsqueda basada en los rasgos somáticos del mu­chacho, y sobre la foto apareció una serie de puntitos rojos que se correspondían con los pómulos, los ojos, la base de la nariz, la boca... En la otra mitad de la pantalla empezaron a pasar varias fotos, a una veloci­dad cada vez mayor.
Tras unos instantes el ordenador parpadeó: NO SE HA ENCONTRADO NINGUNA CORRESPON­DENCIA.
Grigory podría haberse conectado a las bases de datos de la policía francesa o el FBI, pero habría re­sultado un trabajo largo. Por eso se limitó a reprogramar una nueva búsqueda en sus archivos internos, de tal modo que la edad se convirtiese en una variable. Si en sus expedientes había alguna foto del mucha­cho de niño, terminaría por aparecer. Para su ordena­dor sería un juego de niños, nunca mejor dicho.
Después de unos diez minutos por fin apareció lo que andaba buscando. Una solicitud de matriculación en la academia Kadic con fecha de 1992. La foto tamaño carné que acompañaba la solicitud no tenía mucho en común con el joven que merodeaba por La Ermita, pero el ordenador declaraba que la corres­pondencia era del noventa y ocho por ciento. Prácti­camente una certeza absoluta.
Nombre: Richard Dupuis. Sello al final del expe­diente: Destinado al grupo D.
Grupo D... a Grigory eso le recordaba algo. Y le hicieron falta menos de cinco minutos para darle una forma concreta a aquel recuerdo.
Una foto. Un grupo de niños posando para la foto de clase. De pie, a la izquierda, un jovencísimo Jim Morales. A la derecha, el profesor Franz Hopper.
Y luego, de rodillas en la primera fila, Aelita Ho­pper con una gran sonrisa. Y a su lado, aquel chiqui­llo, Richard, con su inconfundible pelo rojo cobrizo.
Grigory observó en las pantallas que tenía conec­tadas a las cámaras de vídeo la imagen de Aelita, que había vuelto a su cuarto y se había sumido en un pro­fundo sueño.
— ¿En serio no te acuerdas de él, chiquitina? di­jo el hombre, torciendo la boca en una sonrisa mali­ciosa. Pues deberías. Fuisteis compañeros de clase durante dos años. Y dos años son bastantes como para acordarse.

1 comentario: