2
El expediente de Waldo Schaeffer
Odd se metió
la cuchara en la boca. Líquido caliente. Tragó. Ulrich le dio una palmada en el
hombro.
-Oye, pero
¿eso no es sopa de verdura?
-Mmm
–asintió el muchacho con expresión ausente. Otra cucharada.
-Pero ¡¿qué
haces?! –se entrometió Yumi, sorprendida.
Ulrich se
encogió de hombros: Odd debía de haberse vuelto loco… ¡siempre había odiado la
verdura!
En realidad
la mirada de Odd andaba perdida más allá del plato que tenía delante de él, más
allá de la mesa, más allá de sus amigos. Para ser exactos, andaba perdida por
el otro extremo del comedor del Kadic, donde Eva Skinner acababa de acercarse
al mostrador de autoservicio. Tras unos instantes de incertidumbre, Eva cogió
una bandeja, imitando a los demás muchachos, pero se saltó por completo los
cubiertos y los vasos. Llegó ante la cocinera, una mujerona sonriente con un
inmenso delantal blanco.
-¿Verdura
hervida o patatas fritas?
La muchacha
la miró fijamente, sin responder.
-¿Va todo
bien? –preguntó la cocinera.
-Pero, ¿qué
está haciendo? –comentó Ulrich, que también estaba siguiendo el desarrollo de
la escena-. ¿No ha estado en un comedor del colegio en su vida, o qué?
-¿Qué más
da? –murmuró Odd con aire soñador-. Es preciosísima.
-La chica
nueva parece estar en apuros –comentó Sissi al tiempo que aparecía detrás de
ellos.
Según
algunos, Elizabeth (alias Sissi) Delmas era la chica más guapa de la escuela.
Según todos, se trataba sin duda alguna de la más antipática, aunque era
intocable, ya que su padre era el director. Como siempre, Sissi había entrado
en el comedor escoltada por sus dos pretendientes, Hervé y Nicolas. La muchacha
se dirigió inmediatamente hacia la recién llegada.
Sissi cogió
una bandeja y le puso encima el tenedor y un vaso, tendiéndoselo a Eva con una
sonrisa maliciosa.
-¿Ves?
–gritó después para que todos la oyesen-. No es tan difícil. Ahora puedes pedir
lo que quieres, y luego te sientas y comes. Tienes que usar estas cosas. Se
llaman cu-bier-tos. Puedo enseñarte cómo funcionan… Pobrecita, a lo mejor no
los habías visto nunca en América.
Hervé y
Nicolas se partieron de risa.
-Eres muy
amable –dijo Eva, esbozando una sonrisa angelical-. Eres una… ca-ma-re-ra, ¿correcto?
¿Podrías coger mi almuerzo y llevármelo a la mesa? Un poco de esas cosas
verdes, y también una rebanada de eso otro. Gracias.
Sissi se
retorció de rabia.
-¿Camarera
yo? ¡¿Cómo te atreves?!
Odd, Ulrich
y los demás empezaron a reír a carcajada limpia, sin el menor tacto. Sissi se
alejó dando zancadas, furibunda.
-¡Pero
todavía tenemos que comer! –protestó Nicolas.
-A mí se me
ha quitado el hambre –le espetó ella, dejándolo helado.
Mientras los
tres hacían mutis por el foro del refectorio, Ulrich metió un currusco de pan
en la boca de Odd, que estaba abierta de par en par.
-¡Vaya,
vaya! –comentó-. Menudo carácter que tiene tu nueva amiga, ¿eh?
La
habitación de Jeremy era una de las pocas individuales que el colegio reservaba
para chicos. Totalmente desnuda a excepción de un enorme póster de Einstein que
colgaba sobre la cama, estaba ocupada en su mayor parte por un gran escritorio.
En otra
época la mesa había estado ocupada en sus tres cuartas partes por el ordenador
de Jeremy, siempre conectado con el superordenador de la fábrica abandonada.
Pero desde que Lyoko había desaparecido para siempre, el muchacho había
renunciado prácticamente a la informática, y lo había guardado todo en una caja
al fondo de su armario. Había sido su forma de darle carpetazo de una vez por
todas a la desaparición de aquel mundo virtual, y también de manifestar ese
luto de forma visible. Ahora sobre su escritorio había una tele, el portátil
para navegar por internet algunos libros
y revistas.
-Estoy
preocupado por Aelita, chicos –suspiró Jeremy.
Se habían
reunido todos en su cuarto. Yumi y Ulrich, sentados en el suelo con las piernas
cruzadas. Odd jugueteaba con Kiwi, su bull terrier, un perrillo cascarrabias y
pelón que tenía un hocico desproporcionadamente grande respecto al resto del
cuerpo y saltaba una y otra vez sobre la tripa de su amo con cara de estar
bastante satisfecho.
-Bueh, en el
fondo no son más que pesadillas –trató de quitarle hierro Odd.
-Son algo
más que pesadillas. Aelita también ha tenido sueños particulares en el pasado,
¿os acordáis? Podrían ser una pista para encontrar a su madre. Sabemos que la
raptaron, pero no tenemos ni idea de quién lo hizo. Ni de dónde se encuentra
ahora.
-Ha pasado
un montón de tiempo, Jeremy –le hizo notar Yumi-. Aelita era muy pequeña por
aquel entonces. Ni si quiera se acuerda de su madre. Después de todos estos
años, Anthea podría estar…
-No lo
sabremos nunca si no la encontramos –la cortó Jeremy-. ¡Y deberíamos descubrir
más sobre el profesor Hopper! Cada vez que tenemos algo de información nueva
acerca de él, las cosas parecen volverse más y más complicadas. Por ejemplo,
¿por qué creó Lyoko? ¿Y por qué nos ayudó a destruirlo después?
-Me parece
obvio: X.A.N.A. –objetó Ulrich-. Si no hubiésemos desactivado Lyoko, habría
podido conquistar nuestro mundo.
-Pero…
-Jeremy extendió los brazos, exasperado- ¡X.A.N.A. también lo inventó el
profesor Hopper, a fin de cuentas! Y además, pensad un poco: ¿hasta cuándo
podremos fingir que Aelita es prima de Odd? Durante las vacaciones la policía
estuvo a punto de descubrir la verdad, y en esa ocasión nos salvamos por un
pelo. Pero antes o después alguien se pondrá a verificar sus datos, o bien
llamará a los Della Robbia, que le contarán que la primita Aelita Stones no ha
existido jamás.
Odd dejó a
Kiwi en el suelo y levantó el rostro.
-Jeremy,
corta el rollo. Tú ya tienes algo rondándote por la cabeza del estilo plan
infalible o algo así. Se te ve en la cara.
-Más o menos
–confirmó el muchacho, sonriente. Luego se colocó las gafas sobre la nariz-.
Bueno, sabemos que en 1988 Hopper se escondió aquí, en Kadic, con Aelita, y que
durante cierta época fue profesor de Ciencias en nuestra escuela.
-Así que tu
intención es… -dijo Odd mirándolo con malos ojos.
-Hablar con
quien ocupó su puesto, por ejemplo. Es decir, la profesora Hertz. Ella fue
quien sustituyó a Hopper, y puede que sepa algo.
Ulrich
suspiró.
-La Hertz es
una tía demasiado seria y tranquila. ¡¿Qué podría saber una tía así de
secuestros, mundos virtuales y agentes secretos?!
-No tenemos
otra opción, chicos –contestó Jeremy mientras negaba con la cabeza.
La luz de la
tarde fue posándose poco a poco sobre el parque que se extendía frente a la
academia Kadic, y las sombras de los árboles se alargaron, reptando hacia los
edificios de la escuela. Hacía frío, y la nieve todavía se amontonaba cubriendo
los pequeños viales y llenando los huecos entre los arriates.
Aelita se
encontraba sola, sentada en un banco, y deslizaba entre sus dedos el colgante
de oro, uno de los pocos objetos que la unía a su padre, Waldo Schaeffer en los
documentos oficiales, y Franz Hopper en el colegio. Cuántos nombres poblaban
sus recuerdos. Nombres que le hablaban de muchas vidas en una sola: la suya. El
colgante era un disco plano sujeto por una sencilla cadenita de oro. Sobre la
superficie estaban grabadas una W y una A mezcladas con el dibujo de un nudo
marinero.
Aelita había
investigado un poco, y había descubierto que aquel nudo se llamaba <<de
pescador doble>>. Solía utilizarse para atar entre sí dos cuerdas
distintas, y cuanto más se tiraba de ambas cuerdas para deshacer el nudo, más
se apretaba éste. Tenía un significado bien concreto:
En realidad
aquel colgante no había resultado suficiente para mantenerlos juntos. Su padre
y su madre llevaban ya casi veinte años separados el uno de la otra. La
muchacha sacudió la cabeza, como para
sacarse de encima un pensamiento que se le había enganchado al cerebro. No, la
verdad era que su madre y su padre seguirían alejados para siempre. Él había
muerto, y mamá…
-¿Por qué
lloras?
Eva Skinner
tenía una sonrisa particular, que parecía cohibida y distante al mismo tiempo.
Aelita se enjugó las lágrimas con la manga de la chaqueta. Eva acababa de
llegar a Kadic, y todo debía de ser nuevo para ella. Aquella tarde llevaba sólo
un ligero jerseicito de algodón, y sin embargo no parecía notar el frío que
hacía.
-No es nada –respondió
tímidamente Aelita mientras se escondía su preciada cadenita bajo la camiseta.
-Si lo
prefieres, puedo irme –dijo Eva.
-No, quédate
–le pidió Aelita mientras negaba con la cabeza-, no me molestas. Y además, es
inútil perder demasiado tiempo llorando… Hoy te he visto en el comedor, ¿sabes?
–añadió poco después, al ver que su nueva compañera ya no habla-. Con Sissi. No
tienes que preocuparte por ella, siempre va de prepotente.
-No me
importa –dijo Eva-. Sé que es porque soy <<la nueva>>.
-Sí –sonrió Aelita-,
te entiendo muy bien.
En realidad
ella no era <<la nueva>> para nada: ya había estudiado en Kadic
muchos años atrás. Pero luego pasó lo de Lyoko, y ella ya no había vuelto a
crecer. Y una vez regresó al mundo real, todo le había parecido tan extraño…
<<Extranjero>> era la palabra adecuada.
Aelita se
sintió cercana a Eva, y se dio cuenta de pronto de que le francés de la
muchacha era mucho mejor respecto a aquella mañana. Parecía como si Eva
conociese más palabras, y su curioso acento también era menos pronunciado.
Debía de ser una chica avispada. Aprendía muy deprisa.
Aelita le
tendió la mano.
-Si te hace
falta algo, no te lo pienses dos veces: cuenta conmigo.
Y quería
decir <<¿Amigas?>>
-Lo haré –sonrió
Eva, estrechándole la mano.
Y quería
decir <<Amigas>>.
Para llevar
a cabo su plan, Jeremy esperó hasta las seis de la tarde, cuando la profesora
Hertz se encerraba puntualmente en su estudio para corregir los últimos deberes
de sus alumnos.
El despacho
de la profesora de Ciencias recordaba un poco el laboratorio de un alquimista:
era pequeño, y estaba abarrotado de objetos curiosos que ocupaban el escritorio
y la librería, pero también el suelo y el alféizar de una ventana. Había pilas
de Volta y alambiques, series ordenadas de probetas llenas de componentes
químicos, sextantes y oscilógrafos.
La profesora
era una mujer menuda y delgada, con unas enormes gafas redondas y una melena de
pelo gris y rizado que le caía en desorden hasta la altura de los hombros. Como
siempre, llevaba una bata de laboratorio encima de la ropa, y cuando Jeremy se
presentó a su puerta estaba consultando una montaña de apuntes.
-¡Jeremy! –exclamó
al darse cuenta de su presencia-. ¿Qué haces aquí a estas horas? ¿Algún
problema con el estudio acerca de las céculas?
El muchacho
buscó con la mirada un espacio despejado en el que sentarse. No lo encontró. Al
final se sentó sobre los ejemplares de 1998 a 2004 de Scientific American, que
estaban apilados formando un voluminoso cubo justo delante del escritorio.
Carrapeó,
sin saber muy bien por dónde empezar.
-Vreá,
profesora… ejem. En realidad estaba buscando información sobre el profesor de
Ciencias que enseñaba en Kadic antes que usted: Franz Hopper.
Herz alzó
los ojos de sus papeles, y Jeremy comprendió que ahora tenía toda su atención.
Pero inmediatamente se dio cuenta de que la profesora no estaba en absoluto
entusiasmada con aquella petición.
-¿Por qué te
interesa? –le preguntó, fingiendo indiferencia.
-Por nada –trató
de quitar hierro él-. En la biblioteca de la escuela me he topado con un libro
del profesor Hopper, una introducción a los principios cuánticos…
-…aplicados
a la informática. Sí, conozco ese texto. Pero me parece demasiado difícil para
un chico de tu edad.
En el
interior de Jeremy saltó una señal de alarma: si la Hertz conocía aquel libro,
¿estaba tal vez interesada en los ordenadores cuánticos? ¿Sabía que Hopper había
construido uno en la vieja fábrica, bien cerca de la escuela?
El muchacho
estaba decidido a no dejar que se le escapase esa ocasión.
-La figura
del profesor Hopper ha despertado mi curiosidad. Quiero decir, enseñaba aquí,
en nuestra escuela. ¿Usted lo conoció?
-Sí. No… De
vista. Empecé a enseñar en Kadic justo después de que él abandonase su cátedra.
-Pero, si no
me equivoco, por aquel entonces usted, aunque no enseñase aún, era de todas
formas ayudante de laboratorio. –insistió Jeremy-. Trabajó aquí con el profesor
durante al menos tres años, ¿no es así?
-Jeremy –lo interrumpió
la Hertz, que estaba perdiendo la paciencia-, ¿estás tratando de hacerme una
especie de interrogatorio? Sí, hace unos diez años era la ayudante del
laboratorio de química, pero el profesor Hopper no estaba muy interesado en esa
disciplina. Lo habré visto en un par de ocasiones, nada más. Y eso es todo.
Jeremy se
limitó a asentir, poco convencido. Aquella historia olía a mentira podrida.
-Pero –volvió
a la carga- ¿usted sabe por qué se fue, profesora? En 1994 abandonó la escuela,
y luego parece como si se hubiese esfumado por completo…
-Lo lamento,
pero no tengo ni la menor idea de todo eso –lo interrumpió ella-. Y en cuanto a
ti, en vez de ponerte a pensar tanto en la física cuántica, harías bien en
concentrarte en la biología: espero que para mañana tengas listo tu estudio
sobre las células. Puedes irte.
El muchacho
se levantó, tropezó con un enorme electroimán y a punto estuvo de tirar por los
suelos las revistas sobre las que había estado sentado. Nunca le había pasado
que la profesora lo despachase con cajas tan destempladas, ni de una forma tan
expeditiva y evasiva.
Al salir
entornó la puerta del despacho hasta casi cerrarla. El pasillo estaba desierto.
No había profesores en la costa. Después de todo, era casi la hora de cenar.
Permaneció inmóvil, apoyado contra la pared y con la oreja apuntando hacia la
puerta, que aún estaba abierta.
Oyó cómo la
profesora soltaba un largo suspiro, descolgaba el teléfono y marcaba un número.
-¿Señor
director? Soy Susan Hertz. Acaba de pasar por aquí Jeremy Belpois –una pausa-.
Quería información sobre Franz Hopper. Sí, gracias. Ahora mismo voy a su
despacho.
Jeremy salió
corriendo.
Aquella
mancha en la pared le recordaba algo familiar. Odd trató de concentrarse, echado
panza arriba en su cuarto. Ah, eso era… Un corazón. La boca de Eva Skinner.
Buf. Tenía
que dejar de pensar en ella y hacer un esfuerzo por estudiar: al día siguiente
tenía un control de francés, y todavía no había abierto el libro. Agarró el
manual de literatura, que estaba tirado boca abajo en el suelo, mientras Kiwi
le mordisqueaba la cubierta. El perro ladró, protestando por el robo de su
piscolabis.
-Anda, no
seas perro –rezongó Odd-. Luego te saco afuera.
Empezó a
leer. Stendhal fue el escritor más
importante del período Eva Skinner. Su obra Eva quiere a Odd fue sin duda
alguna la Eva Skiner…
Mmm, no. Eso
no iba nada bien.
Kiwi volvió
a ladrar.
-¡Aj! ¡¿Quieres
estarte callado, por favor?! –cerró el libro de literatura y lo arrojó contra
el perro.
Kiwi soltó
un gañido y salió disparado por la puerta de la habitación.
-¡Ey! –se sobresaltó
Odd-. ¿Adónde demonios vas, chiquitín? No puedes…
Echó a
correr hacia el pasillo, descalzo, y vio cómo Kiwi se lanzaba escaleras abajo
para después seguir, al trote cochinero, en dirección al jardín.
-¡Quieto
parao! –gritó el muchacho dirigiéndose al perro. <<¡Menudo desastre, como
lo vea alguien!>>, pensó.
En Kadic
estaba prohibido tener animales. Él ocultaba a Kiwi desde hacía casi tres años,
pero el peligro se hallaba siempre al acecho.
-¿Qué pasa,
Odd, has perdido las zapatillas? –le preguntó Sissi, sacando la cabeza por la
puerta de su cuarto.
-Sí, creo
que se han fugado junto con tu cerebro. Mira, si por casualidad los encuentras
por ahí, no dejes de avisarme –le respondió. Y sin perder un segundo más salió
escopeteado del edificio. En el parque el sol ya se había hundido del todo tras
los edificios, y empezaba a hacer más bien frío.
Odd corrió
en dirección al campo de fútbol. Seguro que Kiwi había atajado por allí. Sólo
que el campo de fútbol estaba cerca del gimnasio. Y el gimnasio era el reino de…
-¡Jim! ¡Ay,
demonios! –masculló Odd.
Jim Morales
era mucho más joven que el resto de los profesores. Casi todos los alumnos lo
tuteaban, y lo trataban más como a un compañero mayor que como a un docente. No
era antipático. Siempre que uno no lo irritase. Tenía una complexión
achaparrada y robusta, y simpre iba en chándal, lo que resultaba bastante
normal, ya que era el profesor de Educación física. Llevaba el pelo recogido
con una cinta elástica, y en uno de sus pómulos tenía perennemente una tirita,
lo que, en su opinión, le otorgaba cierto aspecto de luchador. En opinión de
Odd, como mucho hacía que pareciese un lelo que se había cortado al afeitarse.
Pero eso jamás se lo habría dicho a la cara.
Jim estaba
inclinado sobre Kiwi, acariciándole la barriga.
-Ey, perrito
bonito, ¿qué andas haciendo tú por aquí? ¿Te has perdido?
En el mismo
instante en el que vio a Odd, el perro dio un brinco sobre sus patitas y corrió
hacia él. El muchacho lo cogió en brazos.
-Pórtate
bien, Kiwi –murmuró-. En menudo lío me acabas de meter…
-¡Él no ha
hecho nada de nada! –replicó Morales, abalanzándose sobre el muchacho-. De
hecho, es un perrito bien simpático. Tú, por el contrario, sabes muy bien que
no está permitido tener animales en el internado.
-Pero… -Odd
se encogió de hombros- ¡si no es mío! ¡No tengo ni la menor idea de por qué
hace como si me conociera!
Kiwi le
lamió la cara.
El profesor
sonrió con sarcasmo.
-Lo veo, lo
veo. Y sin embargo, ¡quién sabe por qué misteriosa razón lo has llamado por su
nombre! Ahora nos vamos a ir juntitos a tu habitación, vamos a dejar allí el
perro y te vas a venir conmigo a hacerle una visitilla al director. ¿Qué te
parece? Será él quien decida el castigo que te mereces.
En el
gimnasio, Yumi y Ulrich se estaban entrenando en sus llaves de Kung-fu, y
Aelita los observaba desde una esquina mientras escuchaba algo de música.
Cuando
Jeremy entró, Yumi aprovechó el instante de distracción de Ulrich y lo agarró
de la camiseta con un movimiento sorpresa. En un segundo ambos acabaron en el
suelo, metamorfoseados en un ovillo de brazos y piernas. Se quedaron mirándose
fijamente durante unos instantes, y luego volvieron a levantarse. Los dos
tenían la cara al rojo vivo, y no era sólo por el esfuerzo del entrenamiento.
-¿Y bien? –le
preguntó Ulrich a Jeremy al tiempo que se masajeaba un hombro entumecido.
Aelita se
quitó los auriculares y apagó su lector de mp3. Después observó a sus dos
amigos con una expresión interrogativa.
-Y bien,
¿qué?
-Bueno…
-Jeremy empezó a sentir un sudor frío recorriéndole la espalda- esto… sé que
debería habértelo dicho… pero nos pareció que… en fin…
-Ha ido
hablar con la Hertz –intervino rápidamente Yumi para echarle un cable- para
pedirle información sobre tu padre. Nos pareció que podría ser una buena manera
de descubrir alguna pista…
-¿Y tú,
Jeremy –Aelita le lanzó una mirada al muchacho-, no me has dicho nada? Un
millón de gracias.
Jeremy tragó
saliva. A lo mejor, excavando en el parque de linóleo del gimnasio, podía
conseguir que se lo tragase la tierra, desapareciendo para siempre en su
ardiente núcleo, que seguro que sería menos incómodo que la situación en la que
ahora se encontraba. Podría intentarlo.
-Ha sido
muy, pero que muy… -de repente cambió de tono- majo por tu parte. Gracias –y le
estampó un beso en la mejilla.
El corazón
de Jeremy perdió el ritmo durante un segundo.
-Estoy
oyendo algo de ruido ahí fuera –masculló Ulrich.
-Sólo es Jim
–suspiró Yumi-, que anda dando voces, como de costumbre.
-De todas
formas, será mejor que echemos un vistazo: me ha parecido oír también la voz de
Odd. Vosotros seguid sin mí.
El muchacho
corrió afuera, pero el profesor ya se había ido.
-¡Ejem! ¿Se
puede? –preguntó Jim Morales con un tono sorprendentemente sumiso.
El director
Delmas lo fulminó con una mirada incendiaria desde el otro lado de sus gafas.
-Jim,
deberías aprender a llamar antes a la puerta –dijo.
-Eeh, claro,
le pido disculpas.
Odd se asomó
desde detrás de la espalda del profesor. En el despacho del director se
encontraba también la profesora Hertz. E incluso más seria que de costumbre.
-Señor
Delmas –concluyó la mujer-, será mejor que por el momento vuelva a mi trabajo.
Muchísimas gracias.
-De nada. No
deje de mantenerme informado. Hasta luego.
Ambos
parecían bastante cortados. La profesora salió sin ni siquieras dedicarles una
sonrisa de cortesía a Jim ni a Odd, y el director cerró apresuradamente el
legajo que tenía abierto sobre su escritorio, una carpeta amarillenta.
Pero antes
de que Delmas tuviese tiempo de meterla en un cajón, Odd logró leer el nombre
que tenía en la cubierta: Waldo Schaeffer. ¡Ése era el auténtico nombre de
Franz Hopper, el nombre que tenía el profesor antes de refugiarse en Kadic!
Odd recordó
de repente que Jeremy había prometido que hablaría con la Hertz aquella misma
tarde. Su cerebro se puso en marcha: Jeremy habla con la Hertz; la Hertz corre
a ver al director; el director tiene un expediente sobre Waldo Schaeffer… Raro,
raro, raro.
En el
ínterin, Jim le había explicado al director el asunto de Kiwi.
-¿Y dónde
habéis dejado el perro? –le había preguntado Delmas.
-En el
cuarto del chico.
El director
se dirigió a Odd en tono grave.
-Tener
animales en las habitaciones está terminantemente prohibido. Voy a tener que
suspenderte durante unos días. Pero antes vayamos a recoger al perro.
Cada paso en
dirección al cuarto que compartía con Ulrich volvía a Odd más pequeño e
infeliz. Iban a suspenderlo. Había cosas peores en la vida que una semana de
vacaciones imprevistas, pero ahora había aparecido Eva. ¿Una chica espléndida
entraba en su clase, y a él lo suspendían? ¡Eso no era nada justo!
El director
le ordenó que abriese la puerta. La vieja habitación desordenada de siempre.
Los pósters de artes marciales de Ulrich en su lado del cuarto, y, encima de la
cama de Odd, el póster del mítico Harry Metal destrozando su guitarra eléctrica
contra un amplificador. El libro de literatura francesa en el suelo.
-¿Y bien?
¿Dónde se supone que anda ese dichoso perro? –preguntó el director mientras
miraba a su alrededor.
Jim se rascó
la cabeza, perplejo.
Odd sintió
cómo la esperanza cecía en su pecho.
-Señor –dijo,
echándole valor y algo de cara dura-, ya le había dicho a Jim que ese perro no
era mío.
-Seguro que
anda por aquí… -masculló el profesor de gimnasia al tiempo que abría el armario
y los cajones. Llegó incluso a levantar las lamparitas de las mesillas de
noche.
-Ya está
bien, Jim, no seas ridículo. Ponte de pie.
-Señor
director –protestó Odd-, ¡no me puede suspender por culpa de un perro que ni
siquiera existe!
-No es que
me fíe de tu palabra –replicó Delmas., pero ya que ese perro no está aquí
ahora, saldrás de ésta con dos días de confinamiento. Un profesor vendrá a
recogerte al principio del día, y luego volverá a acompañarte a tu cuarto. Te
queda terminantemente prohibido salir de aquí. ¿Está bien claro?
El muchacho
agachó la cabeza. Por lo menos iba a poder ver a Eva en clase.
-Sí –murmuró.
-Y tú, Jim,
ven conmigo. Quiero decirte un par de cosas sobre por qué el profesor de
gimnasio no tiene que molestar al director por perros que no existen.
La
contraseña de los ordenadores de secretaría estaba chupada: sissidelmas. El nombre de la hija del
director. Jeremy la había descubierto durante la primera semana de su primer
año en la escuela.
El muchacho
encendió su viejo portátil y entró en la base de datos de la secretaría,
empezando por revisar los expedientes del personal docente. Al parecer, la
profesora Hertz había sido de verdad ayudante de laboratorio durante los años
en los que Hopper daba clases allí, pero el laboratorio en el que lo había
hecho era el de física, y no el de química. De modo que la Hertz le había
mentido, y era imposible que hubiese visto a Hopper tan sólo un par de veces.
Jeremy
rebuscó entre los archivos digitales hasta que encontró el expediente sobre
Franz Hopper. Tan sólo tenía unos pocos renglones: la fecha en la que se había
licenciado y los títulos de algunas de sus publicaciones. Hasta la foto era
poco útil: demasiado oscura, prácticamente irreconocible.
Se fijó en
la última línea del expediente: 6 de
junio de 1994, presenta su dimisión. Véase la carta adjunta. Pero no había
ninguna carta adjunta, y Jeremy estaba seguro de que Hopper jamás la había
escrito. Aquél había sido el período en el que el profesor había creado Lyoko,
se había llevado a Aelita consigo y se había refugiado en el mundo virtual que
el mismo había inventado. El 6 de junio era la fecha exacta de su desaparición.
Jeremy reflexionó.
Hopper se había refugiado en Lyoko porque alguien lo estaba buscando. Resultaba
obvio que no podía haber presentado una carta de dimisión antes de la fuga:
habría sido una señal clarísima de su intención de escapar.
De modo que
todo era mentira. Pero ¿por qué? ¿Quién había corrido un tupido velo sobre la
huída del profesor, y quién lo había ayudado a esconderse en Kadic en primer
lugar? Y sobre todo, ¿por qué luego Hopper había buscado refugio en Lyoko,
cuando sabía que su enemigo, X.A.N.A., se encontraba precisamente allí?
Demasiadas
cosas sin sentido. Demasiadas preguntas sin respuesta.
En ese
momento, la bombilla que iluminaba su escritorio estalló con un chasquido seco
que lo sobresaltó. El ordenador portátil se apagó y se reinició
automáticamente.
Jeremy se
alejó del teclado con los ojos desorbitados, como si acabase de ver un
monstruo.
Cortes de
corriente. Bombillas que estallan. Parecía igualito a uno de los ataques
eléctricos que X.A.N.A. había lanzado en tantas ocasiones en Kadic. Pero eso no
era posible: aquella inteligencia artificial había sido destruída, y Lyoko
estaba apagado. Así que no debía de ser más que una coincidencia.
Jeremy
volvió a apagar el ordenador y se echó sobre la cama.
Jeremy era
un científico.
Y no creía
en las coincidencias.