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martes, 2 de agosto de 2011

Primer capítulo

                                                                              1
          EL HOMBRE DE LOS DOS PERROS

Detestaba estar allí. Detestaba las mudanzas. El hecho de que su trabajo lo obligase a mudarse más o menos una vez a la semana no cambiaba ni un ápice la cuestión.
Grigory Nictapolus hundió el pie en el acelerador, y la camioneta pasó de ciento setenta a ciento ochenta por hora. El motor rugía, pero aquel hombre sabía que podía exprimirlo hasta llegar a los doscientos veinte. Lo había trucado con sus propias manos.
-Ya falta poco, chiquitines –susurró a media voz al escuchar una gruñido apagado que provenía de detrás de él.
Giró en la siguiente salida de la autopista sin ni siquiera aminorar la marcha. Eran las tres de la madrugada. No había ni un alma por la carretera. Escogió un peaje automático y pagó en metálico, arrojando un puñado de euros en un recipiente de la máquina. La ciudad le dio la bienvenida poco a poco: primero algunas casas sueltas y un grupo de naves industriales, y luego, paulatinamente, más casas, edificios, manzanas, barrios.
El avión de Grigory había aterrizado aquella tarde tras un vuelo de casi once horas. En el aeropuerto lo esperaba su contacto, un tipo insignificante que sujetaba las correas de sus dos perros. Le había entregado un manojo de llaves. <<Para usted>>, le había dicho aquel hombre.
Grigory no le había respondido, y se había limitado a llevarse las llaves y los perros.
Había conducido sin descanso, deteniéndose sólo para que los animales se desentumeciesen las patas, y ahora tenía hambre y sed. Tenía sueño.
<<Luego –se dijo-. Primero hay que acabar el trabajo>>.
Llegó ante un chalé de principios de siglo, alto y estrecho, rodeado de una valla de madera. El jardín estaba cubierto de nieve, y tenía un aspecto casi salvaje. El cartel que había encima de la verja de la entrada le confirmó que se trataba de La Ermita. Grigory chasqueó los labios, pero siguió conduciendo. Ya volvería más tarde.
Bordeó la carretera y después atravesó el río. Cuando estaba sobre el puente se giró con curiosidad, observando un islote que parecía a punto de hundirse bajo el peso de una fábrica abandonada. Luego volvió atrás, dirigiéndose hacia un gran parque. Bordeó la tapia que lo rodeaba, y la camioneta empezó a moverse a paso de tortuga, avanzando entre las sombras de la noche como un jaguar al acecho.
Entre los árboles podía distinguir los negros tejados de los edificios, pegados unos a otros formando una L: las aulas, las oficinas, la residencia de los muchachos.
Así que ésa era la academia Kadic. Parecía más bien elegante, pensado para chavalines privilegiados, hijitos de papá. El muro acababa en una gran verja de hierro forjado que estaba cerrada y anclada en dos columnas en las que se veía esculpido el escudo del colegío.
Grigory Nictapolus sonrió y bajó de la camioneta con los dos perros. Se alejaron durante unos minutos. Luego volvieron a subirse.
A su vuelta, uno de los dos perros estaba tan alterado que aferró con los dientes el asiento del pasajero, arrancándole un buen pedazo del relleno.
-Muy bien. Como reconocimiento del terreno nos puede valer –dijo para sí el hombre mientras acariciaba el hocico de aquella bestia.
La camioneta salió del centro de la ciudad y se detuvo delante de un edificio aislado de la periferia, protegido por una valla de alambre de espino medio oxidada. Era uno de esos sitios que los adultos ni siquiera ven, y que los niños evitan de puro miedo.
-Desde luego, no es de lujo –comentó Grigory en un murmullo-. El Mago podía haberme encontrado un alojamiento más conocido.
Abrió la puerta de la alambrada con las llaves que le había pasado su contacto en el aeropuerto, aparcó sobre la alta hierba e hizo bajar a los perros.
Eran dos enormes rottweilers, fuertes y agresivos. Adiestrados para el ataque. Se llamaban Aníbal y Escipión.
Grigory Nictapolus se pasó la mano por su afilada cara para sacudirse de encima el cansancio. Luego agarró las maletas de la caja de la camioneta y empezó a descargar el equipo.

El cuarto de la residencia estaba helado, pero sintió las sábanas empapadas de sudor. Se había despertado oyendo ladridos de perros… igual que en su sueño. A lo mejor se estaba volviendo loca.
Aelita se levantó, tiritando a causa de lo frío que estaba el suelo bajo sus pies desnudos. Se puso un jersey. Desde la ventana de su cuarto se veía el parque de la escuela, y en el cielo oscuro que anunciaba el amanecer, echándole un poco de imaginación, podía distinguir la silueta de La Ermita. El chalé en el que había vivido ella y su padre, cuando él aún estaba en este mundo.
Se peinó frente al espejo la corta melenita pelirroja. Delante de sí veía a una chiquilla de trece años que parecía más pequeña, con orejeras de sueño y un rostro flaco y sobresaltado. Por un momento volvió a verse tal y como aparecía en su sueño, con el pelo rosa, las puntiagudas orejas de una elfa y dos franjas verticales de maquillaje dibujadas sobre las mejillas. ¿Cuál era su verdadera identidad? ¿Aelita Schaeffer, la hija de Waldo y Anthea; Aelita Stones, la falsa prima de Odd matriculada en la academia Kadic; o Aelita la pequeña elfa, la habitante del mundo virtual de Lyoko?
<<Para ya de pensar en eso. Ahora Lyoko ya no existe>>.
La muchacha cogió su móvil, que estaba sobre la mesilla de noche, y lo encendió.
-Mmm… ¿Diga? –le respondió una voz pastosa al séptimo toque.
-Soy yo.
-¿Aelita? ¿Qué…?
La muchacha oyó a tientas cómo Jeremy buscaba a tientas sus gafas por la mesilla de noche, se sacaba las sábanas de encima y hacía caer algo al suelo.
-¿Qué hora es?
-¿Puedes venir a verme? Por favor.
Jeremy no le respondió. Cinco minutos más tarde estaba llamando a la puerta de su amiga.

Chocolate caliente. Con mucho azúcar. Antes de llegar, el muchacho había pasado por el distribuidor automático que había en la planta baja de la residencia y había sacado dos. Tan amable y atento como de costumbre.
Jeremy probó su bebida con aire distraído. El muchacho tenía el pelo rubio y un par de gafas redondas con la montura negra, y llevaba un jersey de lana que se había puesto a toda prisa encima del pijama de franela. Parecía como si se lo hubiese robado a un hermano mayor. Y aquella expresión…
-¿De qué te ríes? –le preguntó.
-De la cara que traes –la mirada de Aelita se fue endulzando a medida que hablaba-. Siempre estás tan serio…
-¡Eso no es verdad! –protestó él-. Es que este chocolate tiene poco azúcar… ¿Sabes? –continuó Jeremy tras unos instantes de silencio-, he estado pensando en ello, y creo que tendrías que hacer que te trasladen a una habitación doble. Así tendrías una compañera, y de noche te sentirías menos sola.
Aelita tomó sus manos impulsivamente, y sacudió la cabeza.
-No.
-¿Por qué? Desde que hemos vuelto a Kadic no duermes, y cuando lo consigues te despiertas en plena noche, aterrorizada.
-Ya se me pasará.
-¿Y las pesadillas? ¿Sigues con el mismo sueño de siempre?
Aelita hizo un esfuerzo para deglutir la mitad del chocolate de único sorbo.
-Más o menos –murmuró después-. ¿Te acuerdas del vídeo de mi padre? ¿Y de la foto aquella con esas montañas que se ven desde la ventana?
Jeremy asintió. Al final de las vacaciones de Navidad, Aelita, sus amigos y él se habían reunido en La Ermita para pasar un día juntos y ayudarla a recuperar la memoria de algunos acontecimientos del pasado.
En el sótano del chalé habían descubierto una habitación oculta y un misterioso vídeo que había dejado allí el profesor Hopper, el padre Aelita. El muchacho lo había visto ya por lo menos una cien veces.
-En el sueño –prosiguió Aelita- siempre aparece esa casa. Papá está fuera, trabajando, y mamá, en su habitación. Sólo que luego…
-Sólo que luego tu madre desaparece –concluyó por ella Jeremy.
-Sí. Yo corro a su alcoba y me encuentro el armario abierto de par en par, el cristal de la ventana roto, su ropa desperdigada por el suelo y pisoteada… Y siento como si hubiese alguien más conmigo. En casa. Está cerca, y respira fuerte. Tengo miedo de que me coja y me…
-Tranquilízate, Aelita. El vídeo de tu padre debe de haberte afectado bastante. Eso no son más que imaginaciones tuyas.
-Te equivocas –le replicó la muchacha a su amigo mientras lo miraba directamente a los ojos-. De eso nada: son recuerdos, Jeremy. Recuerdos que había borrado. Y después, de golpe, en el sueño ha aparecido un perro enorme, negro, con el morro manchado de sangre. Ha empezado a perseguirme. Me he despertado poco antes de que me mordiese… y me ha parecido oír unos perros que ladraban en el jardín, justo debajo de la ventana de mi cuarto.
Jeremy le tomó la mano. Estaba fría en comparación de la suya. Aelita se sonrojó.
-¿Y ahora qué hacemos? –preguntó.
-Vámonos a desayunar –le respondió él, riendo-. Pero antes tengo que volver un momento a mi cuarto.
-¿Para qué?
-¡Pues para vestirme! No podemos presentarnos delante de los demás así, en pijama…

Jeremy y Aelita se arreglaron, fueron a desayunar y luego se dirigieron juntos al patio de la escuela. Allí estaban sus más íntimos amigos, con quienes compartía el extraordinario secreto de Lyoko, con quienes hablaban por la noche cada vez que no lograban conciliar el sueño. Los amigos junto a los que crecer parecía menos difícil. Odd Della Robbia, con el chándal de hacer gimnasia y su absurdo peinado rubio brotando de su cabeza como una llamarada. Ulrich Stern, delgado y musculoso, apoyado contra una columna. Y Yumi Ishiyama, con el cabello corvino y totalmente liso cayéndole sobre la pálida cara y los ojos rasgados, vestida tan de negro como siempre.
Yumi, la única del grupo que no vivía en la residencia de estudiantes, sino en una casa no muy lejos de allí, con su hermano y sus padres, estaba metiendo unas monedas en la máquina de café mientras Odd y Ulrich, que estaban detrás de ella, soltaban unas risitas divertidas y confabuladoras.
-¿Y bien? ¿Qué es lo que pasa, que es tan tronchante? –les preguntó Jeremy al acercarse al trío junto con Aelita.
-¡Pff!  -respondió Odd en medio de una carcajada contenida-. Nada, nada, sólo que Sissi… Ulrich… Ey, pero qué caras de cansancio traéis. ¿Os han dado las tantas?
-Esta noche también he tenido pesadillas –se apresuró a explicar Aelita.
Yumi trató de tranquilizarla.
-Es por culpa de la habitación secreta de La Ermita. El vídeo de tu padre te ha alterado.
La muchacha sacó su capuchino de la máquina expendedora y revolvió el azúcar con una cucharilla de plástico. Era la más alta del grupo. Le sacaba un palmo largo a Ulrich. Pero era tan delgada y esbelta que ha un desconocido le habría resultado imposible imaginársela como una guerrera. Y sin embargo lo era, y de armas tomar. Fuerte y combativa. Ulrich no pudo por menos que mirarla disimuladamente.
Yumi jamás dejaba traslucir sus emociones, y era bastante taciturna. Justo igual que él. Por eso se encontraban tan bien juntos. Por eso, y tal vez por algo más.
Ulrich apartó la mirada.
-Ha sido una suerte encontrar ese vídeo. Ahora tenemos indicios, y una nueva pista que seguir –comentó.
-Todos tenemos malos sueños, Aelita –confirmó Odd-. Basta con no  darles demasiada importancia. Y además, ahora tenemos clase de Historia: ¡perfecta para echarse una buena cabezadita!
-No digas chorradas, Odd –lo acalló Ulrich-. Será mejor que nos pongamos en marcha, o se nos va a hacer tarde.
-Yo también tengo que salir pitando: control de mates –lo secundó Yumi, que era un año mayor que los otros e iba a otro curso.
-¡Hasta luego, entonces! –se despidió de ella Ulrich con una sonrisa.

Ulrich, Odd, Jeremy y Aelita llegaron al aula con cinco minutos de retraso y se abalanzaron adentro mientras la profesora estaba cerrando la puerta. Pero se detuvieron, petrificados ante la corpulenta figura del director Delmas, que los observaba con una mirada severa desde detrás de los cristales de sus gafas.
-¿Qué horas son éstas de presentarse?
Jeremy trató de explicar algo, y luego se volvió hacia Odd y se dio cuenta de que su amigo parecía paralizado. Pero no estaba mirando en dirección a Delmas. Contemplaba a otra persona que se encontraba junto al director. Una chica. No era muy alta. Llevaba el pelo rubio muy corto, y tenía un tono de piel dorado y unos enormes ojos de color azul celeste. No era del colegio: Jeremy se habría acordado sin lugar a dudas de ella. Y parecía ser que Odd había quedado tocado y hundido desde el primer vistazo.
-Della Robbia, ¿a qué está esperando para sentarse? –lo despabiló el director con su autorizado tono-. Venga, todos a vuestros sitios.
Los muchachos se colocaron en sus pupitres, y la profesora se sentó tras su escritorio, sobre la cátedra. Delmas se aclaró la garganta, como solía hacer antes de un anuncio oficial.
-Bueno –arrancó-, lamento que no haya conseguido llegar hace una semana, cuando empezaron las clases, pero más vale tarde que nunca, ¿no es cierto? De todas formas, chicos, me alegra presentaros a una nueva compañera que desde hoy asistirá a nuestra escuela: Eva Skinner.
-Encantada –murmuró la muchacha mientras miraba fijamente a un punto imaginario en lotananza.
-¡Yo sí que estoy encantado! –gritó al segundo Odd, un pelín demasiado fuerte en medio del silencio de la clase.
Todos se echaron a reír, y el muchacho se sonrojó de los pies a la cabeza. No pararon hasta que el director hizo un gesto imperativo para que se callasen.
-Estoy seguro de que estás realmente encantado, Odd. Gracias por compartirlo con todos. Pues bien, Eva acaba de llegar con sus padres de los Estados Unidos. ¿De qué ciudad, en concreto?
La muchacha miró fijamente al director, sin responderle.
-Tal vez aún no entiende bien nuestro idioma –dijo Delmas mientras sonreía con indulgencia-. ¿De dónde vienes, Eva? –le preguntó, recalcando muy despacio las palabras.
-Estados Unidos –respondió Eva sin mirarlo.
Hablaba en francés con un acento muy extraño. Jeremy observó a Odd, que estaba mirando sin parpadear a Eva, embobado, con la boca entreabierta y una expresión de besugo estampada en el rotro. Ulrich, que era su compañero de pupitre, tuvo que darle un codazo en las costillas para traerlo de vuelta al mundo real.
-Bueno –prosiguió el director-, supongo que ya nos hablarás de tu ciudad más adelante –luego volvió a dirigirse a la clase-. Mientras tanto, quiero que todos vosotros acojáis a Eva con entusiasmo. No va a dormir en la residencia, ya que sus padres viven a poca distancia de aquí, pero recordad que hoy ha llegado una nueva amiga dispuesta a emprender un largo viaje…
Odd se fijó en que Jeremy lo estaba mirando, y alzó los ojos al cielo, mimando con los labio <<¡Es preciosísima!>>.
-… en fin, ayudadla a integrarse y dadle una calurosa bienvenida. Señor Della Robbia… no demasiado calurosa, señor hágame el favor.
Otra carcajada general.

Grigory Nictapolus no había limpiado: no le había dado tiempo. Pero de todas formas el salón ya había cambiado de aspecto. En el suelo de los obreros habían echado únicamente, muchos años antes, una capa de cemento crudo en la que ahora se rebozaban sus dos perros. Aníbal y Escipión se disputaban un enorme pedazo de carne, arrancándole tiras con los colmillos.
Grigory había montado el equipo, e incluso había conseguido dormir un par de horas. Ahora de las paredes colgaban manojos de cables eléctricos sujetos con cinta aislante negra. Apoyados sobre el suelo había dos grandes monitores de cuarenta y dos pulgadas cada uno fabricados en China. A su alrededor tenían otras diez o doce pantallas más pequeñas. Además había instalado dos antenas parabólicas sobre el tejado de tal forma que no fuesen visibles desde la calle, y otras dos antenas más pequeñas dentro de la casa. Y luego una CB, una antena de Banda Ciudadana, típica de los radioaficionados, de baja frecuencia.  Y también un escáner de frecuencias para interceptar las transmisiones de los coches patrulla de la policía, un ordenador conectado a los monitores, otros dos ordenadores desconectados de la intranet… y la conexión a internet, por supuesto.
De todo lo que se había traído en la camioneta sólo quedaban tres cajas aún precintadas. Dos de ellas estaban llenas de cámaras de vídeo y micrófonos espía telefónicos y ambientales. La tercera tenía estampillada la marca de un fénix verde, y guardaba en su interior la Máquina, su valioso archivo de tarjetas de memoria. Grigory acarició con la mirada la caja de cartón y se sirvió una taza té. Usaría la Máquina sólo a su debido tiempo.
El fusil automático, por su parte, estaba tirado sobre una alfombra, , junto al teclado del ordenador principal. Fusil de asalto XM8, un prototipo del ejército estadounidense que nunca entró en producción. Un bicharraco de arma. Grigory no creía que le fuesen a hacer falta armas para llevar a cabo la operación, pero lo ayudaban a concentrarse.
Se sentó sobre la alfombra y reactivó el ordenador, que estaba en reposo. Los altavoces retumbaron con el sonido de la voz de una muchacha: <<… recuerdos que había borrado. Y después, de golpe, en el sueño a aparecido un perro enorme, negro, con el morro manchado de sangre. Ha empezado a perseguirme>>.
Grigory no necesitaba consultar el expediente para reconocer aquella voz: Aelita Stones, alias Aelita Hopper, alias Aelita Schaeffer.
Un perro. Así que la niña había conseguido oír a sus cachorritos. Tenía que acordarse de poner más ciudado.
La grabación hizo una pausa. Dos o tres segundos.
<<Vámonos a desayunar>>. Otra persona. El programa de reconocimiento hizo aparecer una imagen en el monitor: Jeremy Belpois.
El micrófono direccional funcionaba bien, pero su radio de acción era demasiado limitado. En veinticuatro horas la habitación de la chiquilla estaría cubierta al cien por cien.
El hombre ya había terminado de beberse su té cuando en la pantalla principal apareció una ventana negra: Llamada confidencial con encriptación activa. Nivel de seguridad 1. ¿Aceptar?
Grigory aceptó, y en las dos pantallas gemelas apareció el busto de un hombre. Llevaba una chaqueta gris, una camisa blanca con las puntas del cuello largas, al estilo de los años setenta, y una corbata azul oscuro. En la solapa de la chaqueta llevaba una insignia que representaba un pájaro. Un fénix verde, el símbolo de Green Phoenix. Era su jefe: Hannibal el Mago.
El Mago jugueteaba con el ratón de su ordenador, haciendo tintinear contra él los anillos que le cubrían los dedos. Su rostro estaba a oscuras, y un gran sombrero de ala ancha escondía sus ojos y la mitad de su cara. Lo único que se lograba entrever era una mandíbula cuadrada y una boca ancha, entreabierta en una media sonrisa que dejaba adivinar dos dientes de oro en lugar de los caninos.
-Buenos días, Grigory.
-Buenos días, señor.
La voz del Mago sonaba profunda, distorsionada y falseada por los instrumentos electrónicos. Por mucho que trabajase con aquel sonido, Grigory sabía que jamás obtendría una señal de audio identificable.
-¿Ha tenido un buen viaje?
-La base ya es operativa, señor –le respondió Grigory-. Cuento con colocar todos los aparatos de aquí a mañana, incluidos los del chalé.
El Mago chasqueó los labios.
-Excelente. Pero tenga en mente que la vigilancia es tan sólo uno de sus objetivos. Ahora que la señal procedente de la academia Kadic vuelve a estar activa, es absolutamente prioritario recopilar nueva información.
-Sí, señor.
Grigory redujo la imagen de su jefe a una pequeña porción de la pantalla y empezó a rebuscar entre los expedientes digitales.
-¿Tiene alguna preferencia, señor? ¿Por quién quiere que empiece?
-Eso no es un asunto de mi incumbencia, Grigory –pese a su distorsión, ahora la voz del Mago parecía más fría y distante-. Únicamente me interesa que nuestro proyecto dé pasos adelante. Quiero papeles con la firma del profesor. Quiero códigos.
-Sí, señor.
-Pero sobre todo quiero tener la confirmación de que ese famoso superordenador existe de verdad. La traición de hace diez años por parte del agente en el que más confiábamos fue un duro golpe. Y yo tengo la intención de tomarme mi revancha. ¿He sido bastante claro?
-Como el agua, señor.
En una ventana de la pantalla había aparecido un chiquillo con el pelo rubio de punta y un perro ridículo en el regazo. Detrás de él había dos adultos con un aspecto desagradablemente feliz y satisfecho.
Un nombre parpadeó bajo la foto: Odd…
-Della Robbia. Empezaré por ellos, señor.
El Mago le respondió con una risa tan rechinante como un graznido. 

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