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domingo, 31 de julio de 2011

Prólogo: Una ciudad misteriosa

                                                 PRÓLOGO
                                 UNA CIUDAD MISTERIOSA
Las torres de la ciudad se despliegan ante él como caparazones azulados de mariquitas, moteados por los agujeros algo más oscuros de los espaciopuertos. Las calles son franjas de colores que se entrecruzan y trenzan libremente entre los rascacielos. Tan sólo unas pocas naves vuelan entre un edificio y otro: es un momento tranquilo, y no hay casi nadie. En realidad nunca hay mucha gente por la ciudad.
El muchacho brota de la nada. El aire se vuelve denso, se congela en un punto concreto, y ahí está él.
Dobla dos dedos y empieza a volar. Coge velocidad. Deja que su vuelo se transforme e una picada. Aterriza sobre una de las autopistas flotantes que llevan hasta el muro, y la carretera se comba dócilmente para amortiguar el impacto.
Empieza a correr: no ve la hora de encontrarse con su amiga y enseñarle los nuevos rincones de la ciudad que ha descubierto. Le encanta volar con ella por las solitarias calles, adentrarse en los parques y las pequeñas tiendas vacías donde pueden coger lo que quieran e inventarse infinitos juegos.
Su amiga dice que la ciudad es estupenda, pero está desierta. El muchacho no entiende lo que quiere decir: está él, están las inteligencias artificiales, y además está el profesor. ¿A quién más necesitarían?
Al pensar en el profesor, el muchacho advierte un sutil sentimiento de culpabilidad: el profesor no quiere que asuma forma humana, porque dice que es un desperdicio de energía. Pero su amiga tiene esa forma y él quiere parecérsele, por lo menos un poco. Aunque luego, a lo mejor, vuelva a transformarse para ella, puede que en una de esas criaturas pequeñas que ella llama <<pajaritos>>, y que le hacen reír.

La calzada se mueve, inclinándose ante el muchacho. La áspera superficie se vuelve lisa y transparente como el cristal. Empieza a patinar. Llega hasta el suelo de un salto. Echa a correr de nuevo.
La inteligencia artificial del tráfico peatonal aparece de golpe delante de él. Es un larguirucho metálico con tres ojos verticales y luminosos. Unos rojo. Uno ámbar. Uno verde.
Le bloquea el camino con una mano huesuda, y el ojo que está encendido es el de más arriba, el rojo oscuro. En cuanto lo reconoce, el que se enciende es el ojo amarillo.
-Señor, está sobrepasando el límite de velocidad –le recuerda la I.A.-. ¿Me permite pedirle que aminore la marcha?
El muchacho agita una mano delante de él: <<Autorización denegada>>. El ojo del controlador se vuelve verde de inmediato, y la criatura se aparta para dejarle pasar.
-Por supuesto, señor. Prosiga, por favor.
El muchacho corre hasta que los edificios que lo rodean comienzan a fundirse en un único borrón de colores. Pega un salto, pasa por encima de un gran puente hecho de cables entrelazados y aterriza de nuevo en la carretera del otro lado. Ve una I.A. de transporte de información: parece un gran huevo achatado, y se aleja a toda velocidad. Debe de ser una I.A. importante. Es probable que esté trabajando para el profesor. Puede llevarlo durante un trecho.
El muchacho salta sobre ella, y una débil descarga eléctrica recorre sus dedos. Apoya las manos sobre su superficie para no caerse. Primer cruce. Segundo cruce. El muchacho la abandona de un salto, y cae sobre una I.A. de gestión de residuos. Es un poco más lenta, pero va en la dirección adecuada.

El muro es tan alto que llega hasta el cielo, y está hecho de ladrillos negros. Cada vez que el muchacho roza su superficie, entre las yemas de sus dedos y el muro brotan destellos de una luz clara. El muro lo repele. Rodea la ciudad, y el muchacho no puede sobrevolarlo ni atravesarlo. No puede dejarlo atrás.
En el muro hay una única puerta, pero ahora sus grandes hojas están cerradas. El muchacho apoya en una de ellas la palma de una mano, y en una pantalla que aparece de la nada brillan durante un segundo cuatro letras. Es el nombre del muchacho, aunque él no lo sepa.
La puerta se desmorona, desmenuzándose en una lluvia de polvo. Hace un segundo estaba ahí, y ahora ya no queda ni rastro de ella.
Al otro lado del umbral, el muchacho contempla el largo puente levadizo que se pierde en el horizonte. Flota sobre el vacío. Más allá de la ciudad no hay nada: ni un foso, ni un valle, ni un camino. Tan sólo el puente, tendido hacia la oscuridad.
A veces el muchacho se ha imaginado cómo será atravesar ese puente, pero nunca ha pensado realmente en hacerlo. No está incluido entre sus instrucciones.
Observa el puente, y sabe que su amiga llegará por ahí. Dentro de poco verá su delgada silueta caminando con pasos amplios por ese arco flotante, y él echará a volar. Luego verá su pequeña nube de cabello rosa. Su sonrisa.
Su amiga está tardando un poco, pero eso no importa. Puede esperar. La ciudad sobrevivirá un rato aunque él no esté. En cualquier caso, otras partes del muchacho están sobrevolando las pagodas, adentrándose por las alcantarillas, controlando que todo vaya bien. Sin esfuerzo, sin que él tenga que acordarse siquiera de hacerlo.
Ahora su amiga está tardando mucho, y el muchacho empieza a estar preocupado. ¿Qué ha pasado? Cuando ella viene a verlo siempre es puntual.
Así que espera, y sigue esperando, ante ese puente infinito. De vez en cuando le parece estar viéndola, ver cómo aparece su melenita rosa, apenas un puntito, allá a lo lejos.
Su amiga ya no vendrá nunca más.
Pero él todavía no lo sabe. 

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