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domingo, 14 de agosto de 2011

Segundo capítulo


                                  2
        El expediente de Waldo Schaeffer

Odd se metió la cuchara en la boca. Líquido caliente. Tragó. Ulrich le dio una palmada en el hombro.
-Oye, pero ¿eso no es sopa de verdura?
-Mmm –asintió el muchacho con expresión ausente. Otra cucharada.
-Pero ¡¿qué haces?! –se entrometió Yumi, sorprendida.
Ulrich se encogió de hombros: Odd debía de haberse vuelto loco… ¡siempre había odiado la verdura!
En realidad la mirada de Odd andaba perdida más allá del plato que tenía delante de él, más allá de la mesa, más allá de sus amigos. Para ser exactos, andaba perdida por el otro extremo del comedor del Kadic, donde Eva Skinner acababa de acercarse al mostrador de autoservicio. Tras unos instantes de incertidumbre, Eva cogió una bandeja, imitando a los demás muchachos, pero se saltó por completo los cubiertos y los vasos. Llegó ante la cocinera, una mujerona sonriente con un inmenso delantal blanco.
-¿Verdura hervida o patatas fritas?
La muchacha la miró fijamente, sin responder.
-¿Va todo bien? –preguntó la cocinera.
-Pero, ¿qué está haciendo? –comentó Ulrich, que también estaba siguiendo el desarrollo de la escena-. ¿No ha estado en un comedor del colegio en su vida, o qué?
-¿Qué más da? –murmuró Odd con aire soñador-. Es preciosísima.
-La chica nueva parece estar en apuros –comentó Sissi al tiempo que aparecía detrás de ellos.
Según algunos, Elizabeth (alias Sissi) Delmas era la chica más guapa de la escuela. Según todos, se trataba sin duda alguna de la más antipática, aunque era intocable, ya que su padre era el director. Como siempre, Sissi había entrado en el comedor escoltada por sus dos pretendientes, Hervé y Nicolas. La muchacha se dirigió inmediatamente hacia la recién llegada.
Sissi cogió una bandeja y le puso encima el tenedor y un vaso, tendiéndoselo a Eva con una sonrisa maliciosa.
-¿Ves? –gritó después para que todos la oyesen-. No es tan difícil. Ahora puedes pedir lo que quieres, y luego te sientas y comes. Tienes que usar estas cosas. Se llaman cu-bier-tos. Puedo enseñarte cómo funcionan… Pobrecita, a lo mejor no los habías visto nunca en América.
Hervé y Nicolas se partieron de risa.
-Eres muy amable –dijo Eva, esbozando una sonrisa angelical-. Eres una… ca-ma-re-ra, ¿correcto? ¿Podrías coger mi almuerzo y llevármelo a la mesa? Un poco de esas cosas verdes, y también una rebanada de eso otro. Gracias.
Sissi se retorció de rabia.
-¿Camarera yo? ¡¿Cómo te atreves?!
Odd, Ulrich y los demás empezaron a reír a carcajada limpia, sin el menor tacto. Sissi se alejó dando zancadas, furibunda.
-¡Pero todavía tenemos que comer! –protestó Nicolas.
-A mí se me ha quitado el hambre –le espetó ella, dejándolo helado.
Mientras los tres hacían mutis por el foro del refectorio, Ulrich metió un currusco de pan en la boca de Odd, que estaba abierta de par en par.
-¡Vaya, vaya! –comentó-. Menudo carácter que tiene tu nueva amiga, ¿eh?

La habitación de Jeremy era una de las pocas individuales que el colegio reservaba para chicos. Totalmente desnuda a excepción de un enorme póster de Einstein que colgaba sobre la cama, estaba ocupada en su mayor parte por un gran escritorio.
En otra época la mesa había estado ocupada en sus tres cuartas partes por el ordenador de Jeremy, siempre conectado con el superordenador de la fábrica abandonada. Pero desde que Lyoko había desaparecido para siempre, el muchacho había renunciado prácticamente a la informática, y lo había guardado todo en una caja al fondo de su armario. Había sido su forma de darle carpetazo de una vez por todas a la desaparición de aquel mundo virtual, y también de manifestar ese luto de forma visible. Ahora sobre su escritorio había una tele, el portátil para navegar por internet  algunos libros y revistas.
-Estoy preocupado por Aelita, chicos –suspiró Jeremy.
Se habían reunido todos en su cuarto. Yumi y Ulrich, sentados en el suelo con las piernas cruzadas. Odd jugueteaba con Kiwi, su bull terrier, un perrillo cascarrabias y pelón que tenía un hocico desproporcionadamente grande respecto al resto del cuerpo y saltaba una y otra vez sobre la tripa de su amo con cara de estar bastante satisfecho.
-Bueh, en el fondo no son más que pesadillas –trató de quitarle hierro Odd.
-Son algo más que pesadillas. Aelita también ha tenido sueños particulares en el pasado, ¿os acordáis? Podrían ser una pista para encontrar a su madre. Sabemos que la raptaron, pero no tenemos ni idea de quién lo hizo. Ni de dónde se encuentra ahora.
-Ha pasado un montón de tiempo, Jeremy –le hizo notar Yumi-. Aelita era muy pequeña por aquel entonces. Ni si quiera se acuerda de su madre. Después de todos estos años, Anthea podría estar…
-No lo sabremos nunca si no la encontramos –la cortó Jeremy-. ¡Y deberíamos descubrir más sobre el profesor Hopper! Cada vez que tenemos algo de información nueva acerca de él, las cosas parecen volverse más y más complicadas. Por ejemplo, ¿por qué creó Lyoko? ¿Y por qué nos ayudó a destruirlo después?
-Me parece obvio: X.A.N.A. –objetó Ulrich-. Si no hubiésemos desactivado Lyoko, habría podido conquistar nuestro mundo.
-Pero… -Jeremy extendió los brazos, exasperado- ¡X.A.N.A. también lo inventó el profesor Hopper, a fin de cuentas! Y además, pensad un poco: ¿hasta cuándo podremos fingir que Aelita es prima de Odd? Durante las vacaciones la policía estuvo a punto de descubrir la verdad, y en esa ocasión nos salvamos por un pelo. Pero antes o después alguien se pondrá a verificar sus datos, o bien llamará a los Della Robbia, que le contarán que la primita Aelita Stones no ha existido jamás.
Odd dejó a Kiwi en el suelo y levantó el rostro.
-Jeremy, corta el rollo. Tú ya tienes algo rondándote por la cabeza del estilo plan infalible o algo así. Se te ve en la cara.
-Más o menos –confirmó el muchacho, sonriente. Luego se colocó las gafas sobre la nariz-. Bueno, sabemos que en 1988 Hopper se escondió aquí, en Kadic, con Aelita, y que durante cierta época fue profesor de Ciencias en nuestra escuela.
-Así que tu intención es… -dijo Odd mirándolo con malos ojos.
-Hablar con quien ocupó su puesto, por ejemplo. Es decir, la profesora Hertz. Ella fue quien sustituyó a Hopper, y puede que sepa algo.
Ulrich suspiró.
-La Hertz es una tía demasiado seria y tranquila. ¡¿Qué podría saber una tía así de secuestros, mundos virtuales y agentes secretos?!
-No tenemos otra opción, chicos –contestó Jeremy mientras negaba con la cabeza.

La luz de la tarde fue posándose poco a poco sobre el parque que se extendía frente a la academia Kadic, y las sombras de los árboles se alargaron, reptando hacia los edificios de la escuela. Hacía frío, y la nieve todavía se amontonaba cubriendo los pequeños viales y llenando los huecos entre los arriates.
Aelita se encontraba sola, sentada en un banco, y deslizaba entre sus dedos el colgante de oro, uno de los pocos objetos que la unía a su padre, Waldo Schaeffer en los documentos oficiales, y Franz Hopper en el colegio. Cuántos nombres poblaban sus recuerdos. Nombres que le hablaban de muchas vidas en una sola: la suya. El colgante era un disco plano sujeto por una sencilla cadenita de oro. Sobre la superficie estaban grabadas una W y una A mezcladas con el dibujo de un nudo marinero.
Aelita había investigado un poco, y había descubierto que aquel nudo se llamaba <<de pescador doble>>. Solía utilizarse para atar entre sí dos cuerdas distintas, y cuanto más se tiraba de ambas cuerdas para deshacer el nudo, más se apretaba éste. Tenía un significado bien concreto:
En realidad aquel colgante no había resultado suficiente para mantenerlos juntos. Su padre y su madre llevaban ya casi veinte años separados el uno de la otra. La muchacha sacudió la cabeza,  como para sacarse de encima un pensamiento que se le había enganchado al cerebro. No, la verdad era que su madre y su padre seguirían alejados para siempre. Él había muerto, y mamá…
-¿Por qué lloras?
Eva Skinner tenía una sonrisa particular, que parecía cohibida y distante al mismo tiempo. Aelita se enjugó las lágrimas con la manga de la chaqueta. Eva acababa de llegar a Kadic, y todo debía de ser nuevo para ella. Aquella tarde llevaba sólo un ligero jerseicito de algodón, y sin embargo no parecía notar el frío que hacía.
-No es nada –respondió tímidamente Aelita mientras se escondía su preciada cadenita bajo la camiseta.
-Si lo prefieres, puedo irme –dijo Eva.
-No, quédate –le pidió Aelita mientras negaba con la cabeza-, no me molestas. Y además, es inútil perder demasiado tiempo llorando… Hoy te he visto en el comedor, ¿sabes? –añadió poco después, al ver que su nueva compañera ya no habla-. Con Sissi. No tienes que preocuparte por ella, siempre va de prepotente.
-No me importa –dijo Eva-. Sé que es porque soy <<la nueva>>.
-Sí –sonrió Aelita-, te entiendo muy bien.
En realidad ella no era <<la nueva>> para nada: ya había estudiado en Kadic muchos años atrás. Pero luego pasó lo de Lyoko, y ella ya no había vuelto a crecer. Y una vez regresó al mundo real, todo le había parecido tan extraño… <<Extranjero>> era la palabra adecuada.
Aelita se sintió cercana a Eva, y se dio cuenta de pronto de que le francés de la muchacha era mucho mejor respecto a aquella mañana. Parecía como si Eva conociese más palabras, y su curioso acento también era menos pronunciado. Debía de ser una chica avispada. Aprendía muy deprisa.
Aelita le tendió la mano.
-Si te hace falta algo, no te lo pienses dos veces: cuenta conmigo.
Y quería decir <<¿Amigas?>>
-Lo haré –sonrió Eva, estrechándole la mano.
Y quería decir <<Amigas>>.

Para llevar a cabo su plan, Jeremy esperó hasta las seis de la tarde, cuando la profesora Hertz se encerraba puntualmente en su estudio para corregir los últimos deberes de sus alumnos.
El despacho de la profesora de Ciencias recordaba un poco el laboratorio de un alquimista: era pequeño, y estaba abarrotado de objetos curiosos que ocupaban el escritorio y la librería, pero también el suelo y el alféizar de una ventana. Había pilas de Volta y alambiques, series ordenadas de probetas llenas de componentes químicos, sextantes y oscilógrafos.
La profesora era una mujer menuda y delgada, con unas enormes gafas redondas y una melena de pelo gris y rizado que le caía en desorden hasta la altura de los hombros. Como siempre, llevaba una bata de laboratorio encima de la ropa, y cuando Jeremy se presentó a su puerta estaba consultando una montaña de apuntes.
-¡Jeremy! –exclamó al darse cuenta de su presencia-. ¿Qué haces aquí a estas horas? ¿Algún problema con el estudio acerca de las céculas?
El muchacho buscó con la mirada un espacio despejado en el que sentarse. No lo encontró. Al final se sentó sobre los ejemplares de 1998 a 2004 de Scientific American, que estaban apilados formando un voluminoso cubo justo delante del escritorio.
Carrapeó, sin saber muy bien por dónde empezar.
-Vreá, profesora… ejem. En realidad estaba buscando información sobre el profesor de Ciencias que enseñaba en Kadic antes que usted: Franz Hopper.
Herz alzó los ojos de sus papeles, y Jeremy comprendió que ahora tenía toda su atención. Pero inmediatamente se dio cuenta de que la profesora no estaba en absoluto entusiasmada con aquella petición.
-¿Por qué te interesa? –le preguntó, fingiendo indiferencia.
-Por nada –trató de quitar hierro él-. En la biblioteca de la escuela me he topado con un libro del profesor Hopper, una introducción a los principios cuánticos…
-…aplicados a la informática. Sí, conozco ese texto. Pero me parece demasiado difícil para un chico de tu edad.
En el interior de Jeremy saltó una señal de alarma: si la Hertz conocía aquel libro, ¿estaba tal vez interesada en los ordenadores cuánticos? ¿Sabía que Hopper había construido uno en la vieja fábrica, bien cerca de la escuela?
El muchacho estaba decidido a no dejar que se le escapase esa ocasión.
-La figura del profesor Hopper ha despertado mi curiosidad. Quiero decir, enseñaba aquí, en nuestra escuela. ¿Usted lo conoció?
-Sí. No… De vista. Empecé a enseñar en Kadic justo después de que él abandonase su cátedra.
-Pero, si no me equivoco, por aquel entonces usted, aunque no enseñase aún, era de todas formas ayudante de laboratorio. –insistió Jeremy-. Trabajó aquí con el profesor durante al menos tres años, ¿no es así?
-Jeremy –lo interrumpió la Hertz, que estaba perdiendo la paciencia-, ¿estás tratando de hacerme una especie de interrogatorio? Sí, hace unos diez años era la ayudante del laboratorio de química, pero el profesor Hopper no estaba muy interesado en esa disciplina. Lo habré visto en un par de ocasiones, nada más. Y eso es todo.
Jeremy se limitó a asentir, poco convencido. Aquella historia olía a mentira podrida.
-Pero –volvió a la carga- ¿usted sabe por qué se fue, profesora? En 1994 abandonó la escuela, y luego parece como si se hubiese esfumado por completo…
-Lo lamento, pero no tengo ni la menor idea de todo eso –lo interrumpió ella-. Y en cuanto a ti, en vez de ponerte a pensar tanto en la física cuántica, harías bien en concentrarte en la biología: espero que para mañana tengas listo tu estudio sobre las células. Puedes irte.
El muchacho se levantó, tropezó con un enorme electroimán y a punto estuvo de tirar por los suelos las revistas sobre las que había estado sentado. Nunca le había pasado que la profesora lo despachase con cajas tan destempladas, ni de una forma tan expeditiva y evasiva.
Al salir entornó la puerta del despacho hasta casi cerrarla. El pasillo estaba desierto. No había profesores en la costa. Después de todo, era casi la hora de cenar. Permaneció inmóvil, apoyado contra la pared y con la oreja apuntando hacia la puerta, que aún estaba abierta.
Oyó cómo la profesora soltaba un largo suspiro, descolgaba el teléfono y marcaba un número.
-¿Señor director? Soy Susan Hertz. Acaba de pasar por aquí Jeremy Belpois –una pausa-. Quería información sobre Franz Hopper. Sí, gracias. Ahora mismo voy a su despacho.
Jeremy salió corriendo.

Aquella mancha en la pared le recordaba algo familiar. Odd trató de concentrarse, echado panza arriba en su cuarto. Ah, eso era… Un corazón. La boca de Eva Skinner.
Buf. Tenía que dejar de pensar en ella y hacer un esfuerzo por estudiar: al día siguiente tenía un control de francés, y todavía no había abierto el libro. Agarró el manual de literatura, que estaba tirado boca abajo en el suelo, mientras Kiwi le mordisqueaba la cubierta. El perro ladró, protestando por el robo de su piscolabis.
-Anda, no seas perro –rezongó Odd-. Luego te saco afuera.
Empezó a leer. Stendhal fue el escritor más importante del período Eva Skinner. Su obra Eva quiere a Odd fue sin duda alguna la Eva Skiner…
Mmm, no. Eso no iba nada bien.
Kiwi volvió a ladrar.
-¡Aj! ¡¿Quieres estarte callado, por favor?! –cerró el libro de literatura y lo arrojó contra el perro.
Kiwi soltó un gañido y salió disparado por la puerta de la habitación.
-¡Ey! –se sobresaltó Odd-. ¿Adónde demonios vas, chiquitín? No puedes…
Echó a correr hacia el pasillo, descalzo, y vio cómo Kiwi se lanzaba escaleras abajo para después seguir, al trote cochinero, en dirección al jardín.
-¡Quieto parao! –gritó el muchacho dirigiéndose al perro. <<¡Menudo desastre, como lo vea alguien!>>, pensó.
En Kadic estaba prohibido tener animales. Él ocultaba a Kiwi desde hacía casi tres años, pero el peligro se hallaba siempre al acecho.
-¿Qué pasa, Odd, has perdido las zapatillas? –le preguntó Sissi, sacando la cabeza por la puerta de su cuarto.
-Sí, creo que se han fugado junto con tu cerebro. Mira, si por casualidad los encuentras por ahí, no dejes de avisarme –le respondió. Y sin perder un segundo más salió escopeteado del edificio. En el parque el sol ya se había hundido del todo tras los edificios, y empezaba a hacer más bien frío.
Odd corrió en dirección al campo de fútbol. Seguro que Kiwi había atajado por allí. Sólo que el campo de fútbol estaba cerca del gimnasio. Y el gimnasio era el reino de…
-¡Jim! ¡Ay, demonios! –masculló Odd.
Jim Morales era mucho más joven que el resto de los profesores. Casi todos los alumnos lo tuteaban, y lo trataban más como a un compañero mayor que como a un docente. No era antipático. Siempre que uno no lo irritase. Tenía una complexión achaparrada y robusta, y simpre iba en chándal, lo que resultaba bastante normal, ya que era el profesor de Educación física. Llevaba el pelo recogido con una cinta elástica, y en uno de sus pómulos tenía perennemente una tirita, lo que, en su opinión, le otorgaba cierto aspecto de luchador. En opinión de Odd, como mucho hacía que pareciese un lelo que se había cortado al afeitarse. Pero eso jamás se lo habría dicho a la cara.
Jim estaba inclinado sobre Kiwi, acariciándole la barriga.
-Ey, perrito bonito, ¿qué andas haciendo tú por aquí? ¿Te has perdido?
En el mismo instante en el que vio a Odd, el perro dio un brinco sobre sus patitas y corrió hacia él. El muchacho lo cogió en brazos.
-Pórtate bien, Kiwi –murmuró-. En menudo lío me acabas de meter…
-¡Él no ha hecho nada de nada! –replicó Morales, abalanzándose sobre el muchacho-. De hecho, es un perrito bien simpático. Tú, por el contrario, sabes muy bien que no está permitido tener animales en el internado.
-Pero… -Odd se encogió de hombros- ¡si no es mío! ¡No tengo ni la menor idea de por qué hace como si me conociera!
Kiwi le lamió la cara.
El profesor sonrió con sarcasmo.
-Lo veo, lo veo. Y sin embargo, ¡quién sabe por qué misteriosa razón lo has llamado por su nombre! Ahora nos vamos a ir juntitos a tu habitación, vamos a dejar allí el perro y te vas a venir conmigo a hacerle una visitilla al director. ¿Qué te parece? Será él quien decida el castigo que te mereces.
En el gimnasio, Yumi y Ulrich se estaban entrenando en sus llaves de Kung-fu, y Aelita los observaba desde una esquina mientras escuchaba algo de música.
Cuando Jeremy entró, Yumi aprovechó el instante de distracción de Ulrich y lo agarró de la camiseta con un movimiento sorpresa. En un segundo ambos acabaron en el suelo, metamorfoseados en un ovillo de brazos y piernas. Se quedaron mirándose fijamente durante unos instantes, y luego volvieron a levantarse. Los dos tenían la cara al rojo vivo, y no era sólo por el esfuerzo del entrenamiento.
-¿Y bien? –le preguntó Ulrich a Jeremy al tiempo que se masajeaba un hombro entumecido.
Aelita se quitó los auriculares y apagó su lector de mp3. Después observó a sus dos amigos con una expresión interrogativa.
-Y bien, ¿qué?
-Bueno… -Jeremy empezó a sentir un sudor frío recorriéndole la espalda- esto… sé que debería habértelo dicho… pero nos pareció que… en fin…
-Ha ido hablar con la Hertz –intervino rápidamente Yumi para echarle un cable- para pedirle información sobre tu padre. Nos pareció que podría ser una buena manera de descubrir alguna pista…
-¿Y tú, Jeremy –Aelita le lanzó una mirada al muchacho-, no me has dicho nada? Un millón de gracias.
Jeremy tragó saliva. A lo mejor, excavando en el parque de linóleo del gimnasio, podía conseguir que se lo tragase la tierra, desapareciendo para siempre en su ardiente núcleo, que seguro que sería menos incómodo que la situación en la que ahora se encontraba. Podría intentarlo.
-Ha sido muy, pero que muy… -de repente cambió de tono- majo por tu parte. Gracias –y le estampó un beso en la mejilla.
El corazón de Jeremy perdió el ritmo durante un segundo.
-Estoy oyendo algo de ruido ahí fuera –masculló Ulrich.
-Sólo es Jim –suspiró Yumi-, que anda dando voces, como de costumbre.
-De todas formas, será mejor que echemos un vistazo: me ha parecido oír también la voz de Odd. Vosotros seguid sin mí.
El muchacho corrió afuera, pero el profesor ya se había ido.

-¡Ejem! ¿Se puede? –preguntó Jim Morales con un tono sorprendentemente  sumiso.
El director Delmas lo fulminó con una mirada incendiaria desde el otro lado de sus gafas.
-Jim, deberías aprender a llamar antes a la puerta –dijo.
-Eeh, claro, le pido disculpas.
Odd se asomó desde detrás de la espalda del profesor. En el despacho del director se encontraba también la profesora Hertz. E incluso más seria que de costumbre.
-Señor Delmas –concluyó la mujer-, será mejor que por el momento vuelva a mi trabajo. Muchísimas gracias.
-De nada. No deje de mantenerme informado. Hasta luego.
Ambos parecían bastante cortados. La profesora salió sin ni siquieras dedicarles una sonrisa de cortesía a Jim ni a Odd, y el director cerró apresuradamente el legajo que tenía abierto sobre su escritorio, una carpeta amarillenta.
Pero antes de que Delmas tuviese tiempo de meterla en un cajón, Odd logró leer el nombre que tenía en la cubierta: Waldo Schaeffer. ¡Ése era el auténtico nombre de Franz Hopper, el nombre que tenía el profesor antes de refugiarse en Kadic!
Odd recordó de repente que Jeremy había prometido que hablaría con la Hertz aquella misma tarde. Su cerebro se puso en marcha: Jeremy habla con la Hertz; la Hertz corre a ver al director; el director tiene un expediente sobre Waldo Schaeffer… Raro, raro, raro.
En el ínterin, Jim le había explicado al director el asunto de Kiwi.
-¿Y dónde habéis dejado el perro? –le había preguntado Delmas.
-En el cuarto del chico.
El director se dirigió a Odd en tono grave.
-Tener animales en las habitaciones está terminantemente prohibido. Voy a tener que suspenderte durante unos días. Pero antes vayamos a recoger al perro.
Cada paso en dirección al cuarto que compartía con Ulrich volvía a Odd más pequeño e infeliz. Iban a suspenderlo. Había cosas peores en la vida que una semana de vacaciones imprevistas, pero ahora había aparecido Eva. ¿Una chica espléndida entraba en su clase, y a él lo suspendían? ¡Eso no era nada justo!
El director le ordenó que abriese la puerta. La vieja habitación desordenada de siempre. Los pósters de artes marciales de Ulrich en su lado del cuarto, y, encima de la cama de Odd, el póster del mítico Harry Metal destrozando su guitarra eléctrica contra un amplificador. El libro de literatura francesa en el suelo.
-¿Y bien? ¿Dónde se supone que anda ese dichoso perro? –preguntó el director mientras miraba a su alrededor.
Jim se rascó la cabeza, perplejo.
Odd sintió cómo la esperanza cecía en su pecho.
-Señor –dijo, echándole valor y algo de cara dura-, ya le había dicho a Jim que ese perro no era mío.
-Seguro que anda por aquí… -masculló el profesor de gimnasia al tiempo que abría el armario y los cajones. Llegó incluso a levantar las lamparitas de las mesillas de noche.
-Ya está bien, Jim, no seas ridículo. Ponte de pie.
-Señor director –protestó Odd-, ¡no me puede suspender por culpa de un perro que ni siquiera existe!
-No es que me fíe de tu palabra –replicó Delmas., pero ya que ese perro no está aquí ahora, saldrás de ésta con dos días de confinamiento. Un profesor vendrá a recogerte al principio del día, y luego volverá a acompañarte a tu cuarto. Te queda terminantemente prohibido salir de aquí. ¿Está bien claro?
El muchacho agachó la cabeza. Por lo menos iba a poder ver a Eva en clase.
-Sí –murmuró.
-Y tú, Jim, ven conmigo. Quiero decirte un par de cosas sobre por qué el profesor de gimnasio no tiene que molestar al director por perros que no existen.

La contraseña de los ordenadores de secretaría estaba chupada: sissidelmas. El nombre de la hija del director. Jeremy la había descubierto durante la primera semana de su primer año en la escuela.
El muchacho encendió su viejo portátil y entró en la base de datos de la secretaría, empezando por revisar los expedientes del personal docente. Al parecer, la profesora Hertz había sido de verdad ayudante de laboratorio durante los años en los que Hopper daba clases allí, pero el laboratorio en el que lo había hecho era el de física, y no el de química. De modo que la Hertz le había mentido, y era imposible que hubiese visto a Hopper tan sólo un par de veces.
Jeremy rebuscó entre los archivos digitales hasta que encontró el expediente sobre Franz Hopper. Tan sólo tenía unos pocos renglones: la fecha en la que se había licenciado y los títulos de algunas de sus publicaciones. Hasta la foto era poco útil: demasiado oscura, prácticamente irreconocible.
Se fijó en la última línea del expediente: 6 de junio de 1994, presenta su dimisión. Véase la carta adjunta. Pero no había ninguna carta adjunta, y Jeremy estaba seguro de que Hopper jamás la había escrito. Aquél había sido el período en el que el profesor había creado Lyoko, se había llevado a Aelita consigo y se había refugiado en el mundo virtual que el mismo había inventado. El 6 de junio era la fecha exacta de su desaparición.
Jeremy reflexionó. Hopper se había refugiado en Lyoko porque alguien lo estaba buscando. Resultaba obvio que no podía haber presentado una carta de dimisión antes de la fuga: habría sido una señal clarísima de su intención de escapar.
De modo que todo era mentira. Pero ¿por qué? ¿Quién había corrido un tupido velo sobre la huída del profesor, y quién lo había ayudado a esconderse en Kadic en primer lugar? Y sobre todo, ¿por qué luego Hopper había buscado refugio en Lyoko, cuando sabía que su enemigo, X.A.N.A., se encontraba precisamente allí?
Demasiadas cosas sin sentido. Demasiadas preguntas sin respuesta.
En ese momento, la bombilla que iluminaba su escritorio estalló con un chasquido seco que lo sobresaltó. El ordenador portátil se apagó y se reinició automáticamente.
Jeremy se alejó del teclado con los ojos desorbitados, como si acabase de ver un monstruo.
Cortes de corriente. Bombillas que estallan. Parecía igualito a uno de los ataques eléctricos que X.A.N.A. había lanzado en tantas ocasiones en Kadic. Pero eso no era posible: aquella inteligencia artificial había sido destruída, y Lyoko estaba apagado. Así que no debía de ser más que una coincidencia.
Jeremy volvió a apagar el ordenador y se echó sobre la cama.
Jeremy era un científico.
Y no creía en las coincidencias.

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