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domingo, 16 de octubre de 2011

Capítulo 16

                                                         16
                           EL ÚLTIMO SECRETO DE LA ERMITA
Alrededor de las tres de la madrugada, Aelita se encontró despierta de repente. ¿Había tenido otra pesadilla sonámbula? Parecía ser que sí, dado que no entendía dónde estaba. Pero esta vez el sueño había sido de verdad: en Lyoko, el hombre de los perros y el fantasma de su padre vagaban por una ciudad de ciencia ficción. La muchacha, en camisón, estaba completamente sudada, y sentía una fiebre incendiaria.
Se puso en pie y parpadeó varias veces, tratando de sentarse. Aelita se había despertado dentro de un mueble bajo coronado por un viejo televisor. Aparte de eso, en la habitación sólo había un pequeño sofá y una puertecita que se abría en la pared opuesta, tan pequeña  para pasar hacía falta ir a gatas.
Era la habitación secreta de La Ermita, la que habían encontrado gracias al mapa que su padre había escrito con tinta invisible en un cuaderno. Si había lle­gado hasta ahí, eso quería decir que durante su sue­ño había atravesado todo el pasadizo que llevaba desde el Kadic hasta el sótano del chalé.
Perpleja, la muchacha observó el muro blanco que tenía delante. Estaba arañado a fondo, como si algún animal hubiese intentado tirarlo abajo a fuerza de pura desesperación. En aquel momento, Aelita vio sus manos. Tenía las uñas manchadas de yeso y pin­tura, y las yemas, sangrando a través de múltiples ara­ñazos. Era ella quien había arañado la pared mientras dormía. Pero ¿por qué? Apoyó una oreja contra la pa­red y la golpeó con los nudillos. La golpeó de nuevo. Una señal de alarma atronó en su cabeza, retumban­do contra las paredes de su cráneo: ¡la pared sonaba a hueco! ¡Tenía que echarla abajo enseguida y des­cubrir qué había al otro lado!
Aelita deambuló por los subterráneos de La Ermi­ta, encendiendo luces y mirando en todas direccio­nes. Le hacía falta algo, una herramienta cualquiera con la que derribar la pared. Entró en el trastero en el que Jeremy y ella habían encontrado los sacos de cal y cemento con la dirección de la constructora Broulet, el primer paso que los había llevado a descubrir la habitación secreta. El cuartito era angosto, y estaba lleno de azulejos, cubos sucios y otras herramientas de albañilería. Apoyado en una esquina había un vie­jo pico algo oxidado. Justo lo que necesitaba.
Arrastró el pico hasta la habitación secreta, y des­pués empujó el mueble del televisor lejos de la pa­red, para evitar que pudiese estropearse. Sudó y ja­deó por el esfuerzo de hacerlo todo ella sola. El pico pesaba un quintal, aunque en aquel momento no sentía el cansancio.
La Ermita aún guardaba otro secreto, y su sueño le había mostrado el modo de resolverlo.
Alzó la herramienta y la descargó contra la pared. El mango de madera se le resbaló de las manos y se limitó a mellar el enlucido del muro. Tenía que volver a intentarlo. Separó bien las manos a lo largo del mango, contuvo la respiración, levantó a duras penas el pico y lo bajó con todas sus fuerzas. La pared cedió de golpe. Era tan sólo una delgada capa de cartón piedra, y Aelita se encontró tosiendo entre polvo y escombros.
Alguien había construido aquella pared a propó­sito de tal modo que fuese fácil demolerla. Su padre había querido que ella descubriese la nueva habita­ción secreta, construida detrás de la primera.
Le volvieron a la memoria las palabras de Philippe Broulet, el albañil que se había ocupado de aquellas obras especiales para su padre: «Habrán pasado ya diez años, pero lo recuerdo bien. Hopper me pidió un favor personal: tenía que volver a La Ermita y ta­piar una pequeña sección de la casa de tal forma que desde fuera resultase invisible».
Una sección de la casa, había dicho, no una habi­tación. Habían tenido la respuesta delante de sus na­rices desde el principio, y no la habían visto.
Aelita había logrado abrir en el muro un ventanu­co de unos treinta centímetros de lado. La muchacha se restregó los ojos, enrojecidos por el polvo, y miró a través de él. Se quedó sin palabras. Cogió el pico y lo usó para ensanchar la abertura, creando un acceso lo bastante grande como para pasar al otro lado.
¡El móvil! Tenía que llamar de inmediato a Jeremy. Pero ella no llevaba el teléfono encima: había lle­gado hasta allí mientras dormía, y sólo tenía puesto el camisón. La muchacha se dio media vuelta y salió corriendo.

Aquella noche Jeremy se había dormido nada más apoyar el cabeza en la almohada, derrotado por el cansancio y las emociones de aquel último período. Sin embargo, cuando oyó que llamaban a la puerta de su dormitorio abrió los ojos con un sobresalto. — ¿Quién es?gritó.
Soy yo, Aelita susurró la voz del otro lado de la puerta. ¿Puedo pasar?
El muchacho se apresuró a abrir a su amiga. Parecía como si acabase de ver un fantasma. Tenía los ojos hin­chados, y sus rojos cabellos estaban revueltos en una nube algodonosa. Iba vestida con unos vaqueros llenos de manchas de todos los colores y una gruesa sudadera.
Aelita, pero... el muchacho trató de despere­zarse. ¿Qué hora es? ¿Qué estás haciendo aquí?
En marcha. Tenemos que darnos prisa.
Pero ¿qué...?
Venga, ponte unos pantalones. Es muy impor­tante.
Jeremy obedeció. Recorrió junto con Aelita los pa­sillos desiertos de la residencia, salió al parque del Kadic y caminó a oscuras entre los troncos de los árboles, en silencio, hasta que atravesaron el agujero que había en la alambrada de la parte trasera de La Ermita.
La muchacha no dijo ni una sola palabra hasta que se encontraron en los sótanos, donde apuntó con un dedo en dirección a la habitación secreta. Je­remy entró en primer lugar, vio el agujero en la pared del fondo... y también él se quedó sin palabras.
Aelita había descubierto una nueva habitación, mayor que la anterior e iluminada por un gran foco de neón incrustado en el techo.
El centro de la habitación estaba ocupado por una columna-escáner similar a las de la fábrica abandona­da, aunque de aspecto más anticuado. En un panel de la puerta corredera parpadeaba el mensaje: ¡Atención, peligro! Se desaconseja el uso a los mayores de 18 años. Junto al escáner había una enorme CPU, del ta­maño de un armario, apoyada contra la pared y conec­tada a la columna. Y cerca de ella, Jeremy vio un termi­nal de mando. Era una versión primitiva de la consola que había en los subterráneos de la fábrica.
Pero, Aelita... dijo el muchacho en cuanto consiguió recuperarse de la impresión. Has encon­trado... ¡Lyoko!
Bueno, una réplica respondió la muchacha. Como la que Yumi y Ulrich han visto en Bruselas, o a lo mejor incluso de un tipo distinto. Tengo intención de meterme inmediatamente en el escáner y descubrirlo.
No puedes hacerlo tú sola dijo el muchacho al tiempo que sacudía la cabeza y se colocaba bien las gafas redondas sobre la nariz. Tenemos que llamar a Yumi y a Ulrich. Ya Odd. ¡Podría resultar peligroso! Debemos...
Aelita se acercó a Jeremy y le puso las manos so­bre los hombros. Estaba tan cerca que el muchacho podía sentir su delicado olor. Lo miró a los ojos.
He ido a buscarte porque te necesitaba a los mandos, supervisando. Pero lo de entrar ahí dentro es cosa mía. Mi padre me ha guiado hasta aquí con una serie de sueños, y sé que él querría que fuese yo quien se virtualizase en esta réplica. ¿Vas a ayudarme?
Jeremy negó de nuevo con la cabeza, se sonrojó y al final estrechó a Aelita en un abrazo.
Bueno, de acuerdo. Cuenta conmigo.
El cuerpo de Aelita apareció de la nada, recolec­tando y aglomerando hilillos de luz en torno al núcleo de su ser. La muchacha aterrizó después con un pe­queño salto. Había asumido su forma de elfa, y el pai­saje que la rodeaba podía parecer el sector del bos­que de Lyoko... sólo que no lo era. El cielo se mostraba como una monótona extensión de azul sin matices, y sobre el suelo había un manto verde y ho­mogéneo. Por un instante la muchacha notó la em­bestida del vértigo de la virtualización.
Ante ella había tres árboles, gruesas encinas muy detalladas, de tronco pardo y frondosas y anchas co­pas que se reflejaban en el terreno con un juego de luces y sombras. Aparte de los tres árboles no había nada más, tan sólo una superficie plana verde y azul que se extendía hasta el horizonte.
— ¿Va todo bien? preguntó Jeremy desde el puesto de control. Aelita oyó su voz directamente dentro de su oreja, como si el muchacho se hubiese transformado en un duendecillo encaramado sobre el antitrago de su pabellón auricular.
Sí respondió—. A lo mejor estoy un pelín asustada, pero estoy bien.
Me pregunto qué querrá decir el aviso que hay en el escáner. Peligro para los mayores de diecio­cho... añadió, pensativo, Jeremy.
Bueno, yo soy menor de edad, así que todo irá bien. Además, no me parece que haya ningún monstruo por aquí. Ni tampoco ninguna ciudad. Sólo tres árboles solos.
Aelita dio un par de pasos en dirección a ellos, y luego respiró bien hondo y echó a correr. Llegó hasta el primero jadeando.
Acaba de aparecer un mensaje en mi ordena­dor le oyó decir a Jeremy. Dice que ese árbol es el número uno, y pone una fecha, 1985, y un texto que reza Fin del proyecto Cartago.
La muchacha rozó el tronco del gran árbol con las yemas de los dedos, y frente a ella se abrió un aguje­ro oblongo. La madera se contrajo, desvelando un espacio hueco. Aelita lo contempló durante unos ins­tantes. Y luego entró.
— ¿Y ahora, qué? le preguntó a su amigo.
No tengo ni la menor idea respondió él con un suspiro.
Aelita se encontraba en un gran laboratorio de­sierto y sin ventanas. El espacio estaba abarrotado de mesas de acero, maquinaria, grandes microscopios y ordenadores, pero no había ninguna silla. Una serie de pequeños focos iluminaba la sala como si fuese de día.
Ah, eres tú dijo una voz, y Aelita se dio media vuelta de un respingo.
Inclinado sobre un microscopio estaba su padre, Franz Hopper, que llevaba una bata blanca. Una es­pléndida mujer acababa de llegar a su lado. Ella tam­bién iba en bata, y tenía una larga melena pelirroja.
— ¡Papá, mamá! gritó la muchacha al tiempo que echaba a correr para abrazarlos.
Los atravesó como si fuesen fantasmas, y se chocó contra la mesa del microscopio. Volvió a erguirse como un rayo, e intentó abrazarlos de nuevo, llamándolos a gritos, pero no consiguió ni rozarlos con un dedo.
Tranquilízate, Aelita. Mis pantallas se han llena­do de textos la advirtió Jeremy. Lo que estás viendo es una simulación o, mejor dicho, la grabación tridimensional de algo que pasó hace mucho tiem­po... en 1985, diría yo. Tus padres no son reales: no puedes tocarlos, y ellos no pueden oírte.
La muchacha cerró las manos en dos puños cris­pados y golpeó la mesa con todas sus fuerzas y la ca­ra contraída en una mueca de dolor.
— ¡No es justo, Jeremy!
Lo sé, pero si tu padre quería enseñarte ciertas cosas, deberías prestar atención y escuchar, ¿no crees?
Justo en aquel momento el profesor se incorporó de su microscopio y se volvió hacia la mujer. Su rostro barbudo se iluminó con una sonrisa.
Anthea, estoy tan cansado...
Lo sé, cariño. ¿Por dónde vas?
Ya no me falta mucho. Dos meses, tal vez tres. Y luego el proyecto Cartago entrará en funcionamien­to. Lo hemos conseguido. Será un gran día para el mundo entero.
Tras aquellas últimas palabras, una sombra de tristeza pasó por los ojos de Anthea.
Amor mío dijo Hopper, ¿algo anda mal?
He encontrado los documentos que buscába­mos... y no ha resultado fácil.
— ¿Y bien?
Por desgracia, nuestros temores no eran infun­dados. Cartago no salvará el mundo, sino todo lo contrario. Podría contribuir a destruirlo. Dentro de la Primera Ciudad han insertado una zona oscura que nosotros no podemos controlar, y que transformará Cartago en un arma letal.
Hopper contrajo los puños, y el laboratorio, An­thea y él implosionaron en torno a Aelita, disolvién­dose como si alguien les hubiese echado ácido enci­ma.
La muchacha se encontró en una habitación aco­gedora, una salita de estar con un pequeño sofá, una alfombra roja de flores y altas estanterías en todas las paredes. Su padre estaba sentado en el sofá con la cabeza entre las manos, y su madre estaba junto a él, abrazándolo. Por el suelo jugaba una niñita de tres años con un divertido vestidito rosa y el pelo, de co­lor rojo fuego, cortado bien corto. Sostenía una mu­ñeca en forma de elfa.
— ¡Mi muñeca favorita! gritó Aelita al verla.
Ya sonrió Jeremy. Me parece que también salía en el vídeo de tu padre... el que encontramos en la habitación secreta de aquí al lado. De modo que esa niñita debes de ser tú, Aelita, tal como eras en el pasado. Qué monada...
En la habitación, Anthea estaba susurrando algo al oído del padre de Aelita, que levantó la cabeza de golpe.
— ¡No! Hemos sacrificado nuestra vida entera por este proyecto. Nuestra hija ha nacido en una base militar. Hace meses que no vemos a nadie. Y todo eso, ¿para qué? ¿Para crear una nueva arma? No lo permi­tiré.
No hables tan alto, querido lo regañó Anthea. La habitación podría estar bajo vigilancia. A estas alturas ya no podemos estar seguros de nada.
— ¡Me importa un bledo! ¡Que me oigan! He construido Cartago para hacer algo bueno por el mundo, y no para llevarlo a la ruina. El control de las comunicaciones electrónicas debe servir para pro­porcionarles servicios baratos a todos los seres hu­manos, incluso los que viven en el Tercer Mundo o están en serias dificultades. Pero estos locos quieren usarlo como un arma de control en su estúpida gue­rra. ¡Me da lo mismo si una persona es rusa o estado­unidense! ¡Es siempre una persona! Todos somos ¡guales.
Estoy de acuerdo contigo dijo Anthea, abra­zándolo, pero ¿qué podemos hacerle ahora? A es­tas alturas, ya son capaces de terminar el proyecto incluso sin nuestra ayuda. Y no te olvides de Aelita. Si nos arriesgamos demasiado, ¿quién se ocupará de ella?
Se quedaron en silencio un buen rato, observan­do a la niña, que reía y abrazaba su juguete sobre la alfombra.
Podemos escaparnos murmuró después Hopper. No sé cómo, pero lo conseguiremos. Si pudimos crear Cartago cuando todos pensaban que era una locu­ra, somos capaces de hacer lo que sea. Destruiremos lo que hemos construido. Se encontrarán con las manos va­cías, y nosotros nos fugaremos con Aelita. ¡Pero nos lle­varemos con nosotros el fruto de todos estos años de sacrificios, y encontraremos la forma de seguir estudian­do en otro lugar para dar a luz una nueva Cartago!
Hopper estiró una mano para desordenar los ca­bellos de su hija, que sonreía feliz.
— ¿Te gusta la idea, chiquitína? Construiremos la nue­va Cartago, y la llamaremos... Lyoko. Es un buen nombre.
Aelita se encontró de repente de vuelta en el gran prado verde, delante del árbol.
— ¿Se ha acabado? le preguntó a Jeremy.
Mmm, sí. Eso. La grabación debe de haberse completado. Pero aún nos quedan los otros árboles, ¿no? Según el ordenador que tengo aquí, el árbol si­guiente comprende el período de 1985 a 1988, y se titula Una vida de incógnito.
La muchacha cubrió los pocos pasos que la sepa­raban de la segunda encina, alargó la mano y de nue­vo el tronco se abrió para dejarla entrar.
Esta vez alrededor de ella se desplegó el patio de armas de una base militar. Hacía mucho frío. Las ca­samatas de hormigón armado estaban cubiertas de nieve. Había grandes focos que giraban de un lado a otro, cortando en dos la noche e iluminando intermi­tentemente los muros exteriores y las espirales de alambre de espino. Había hombres que corrían por todas partes con perros enormes, helicópteros que se elevaban hacia el cielo y sirenas de alarma que empezaban a aullar, contagiando a todo el mundo con una actividad febril.
Aelita se percató de una pareja que atravesaba el patio, apresurándose por llegar hasta uno de los todoterrenos. Eran una mujer alta y esbelta y un hom­bre achaparrado, ambos envueltos en amplios abri­gos militares y pasamontañas oscuros para protegerse del frío. ¿Eran sus padres? La muchacha decidió no correr ningún riesgo, y se metió antes que ellos en el todoterreno, sentándose en el asiento trasero.
Un instante después, la mujer se subió por el lado del conductor y se quitó el pasamontañas, mientras que el hombre se sentó a su lado, permaneciendo con el rostro cubierto.
Aelita se llevó una mano a la boca: ésa no era su madre, sino una chica de rizos espesos y negros y na­riz afilada. Aquella cara le resultaba familiar. Le parecía haberla visto ya en alguna parte... pero ¿dónde? No conseguía acordarse en absoluto.
Profesor Schaeffer siseó la mujer mientras ponía el coche en marcha, estese tranquilo y déje­melo a mí. No nos van a parar. Ya lo verá.
El hombre asintió, y en aquel momento su abrigo se abrió. Una cabecita pelirroja se asomó por él, rien­do. Hopper la abrazó y la empujó de vuelta adentro.
Pórtate bien, Aelita. Nadie debe saber que es­tás aquí, así que no hagas ruido. Pórtate bien, y den­tro de poco te dejaremos dormir, ya verás.
— ¡La verdad es que ya por aquel entonces eras una granujilla! se rió Jeremy al oído de la mucha­cha, pero Aelita agitó una mano para que se callase. No quería perderse nada.
El todoterreno se había puesto en movimiento, y estaba atravesando el patio en dirección a un puesto de control donde una garita metálica protegía una barra doble que estaba bajada. La salida.
Dos soldados salieron de la garita abrigados has­ta las cejas y con las metralletas en bandolera. Uno de ellos aferró su arma, apuntándola hacia los dos ocupantes del todoterreno, mientras que el otro se acercó a la ventanilla y saludó a la mujer que estaba al volante.
Buenas, mayor Steinback.
Descanse, soldado. Y levante la barrera, que tengo mucha prisa.
Lo lamento muchísimo, mayor, pero esta noche las barras no se retiran. Ha habido una violación de la seguridad, y el coronel...
— ¡El coronel en persona ladró la mujer al volante mientras se asomaba hacia el soldado me ha ordena­do que salga de la base para llevar a cabo una misión de prioridad absoluta! ¿Ves a este hombre que tengo a mi lado? ¿Te parece que lleva la cara tapada porque tiene miedo de constiparse? Aquí tengo un papel que me da plenos poderes, y te juro que como no levantes esa barra en diez segundos, a partir de mañana te pasa­rás la vida limpiando letrinas de sol a sol.
El soldado se quedó inmóvil por un instante, y luego se cuadró de golpe y saludó a su superior.
Sí, señora. Abro ya mismo, señora.
— ¿Un permiso del coronel? sonrió el profesor dentro del todoterreno.
Conozco bien a las ovejas de mi rebaño, profe­sor, no se preocupe bisbiseó ella.
El todoterreno pasó bajo la barra y empezó a ace­lerar por uña carretera helada sumergida en la oscuri­dad. La base se encontraba sobre la cima de una pe­queña colina rodeada de abedules cubiertos de nieve que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.
— ¿Cómo podría no preocuparme? Comenzó a hablar Hopper de nuevo. Aelita y yo estamos a sal­vo, es cierto, pero Anthea...
La encontraremos, profesor. Le doy mi palabra. Tengo mis contactos dentro del proyecto, y ya se han puesto manos a la obra. Pronto sabremos quién la ha secuestrado y por qué, y conseguiremos rescatarla. De momento, lo más importante es que los hemos sacado de allí junto con los documentos. Me llaman la Implacable, ¿lo recuerda? No le fallaré.
Aelita se cayó del asiento trasero del todoterreno di­rectamente sobre un suelo cubierto de césped. El cambio de escenario había sido tan repentino que la cabeza le daba vueltas. Ahora se encontraba bajo el sol, en el jardín de una sencilla casita rodeada de ca­sas exactamente ¡guales. Al fondo podía ver unas al­tas montañas coronadas de nieve.
Su padre iba vestido con chaqueta y corbata, y sostenía un maletín de piel. Terminó de subir por la calle, y llegó hasta la verja, que abrió con una peque­ña llave. En aquel momento se abrió de par en par la puerta de la casa, y la mujer que antes había estado al volante del todoterreno salió al jardín. Llevaba un uniforme militar de falda y chaqueta que tenía un severo color gris verdoso y sus distintivos de rango so­bre los hombros.
Mayorla saludó Hopper.
Venga adentro. Así podremos charlar un poco.
Aelita los siguió al interior de la casa. Dentro había pocos muebles, que eran demasiado viejos y quedaban fuera de lugar en aquel ambiente. Parecía unos de esos lugares que se alquilan durante un breve período, y en los cuales nadie deja ninguna huella de su personalidad.
Hopper hizo que la mayor se sentase en una silla, y fue hasta los fogones para preparar un café.
— ¿Qué tal está la pequeña?preguntó la mujer.
Aelita está con la canguro. Dentro de poco ten­dré que matricularla en la guardería. Ya es bastante mayor, y debe estar con otros niños.
La mayor Steinback sacudió la cabeza.
Lo siento, profesor, pero en menos de un mes tendrán que mudarse de nuevo.
Ya me estaba encariñando con la idea de ser el oficinista Henri Zopfi.
Le proporcionaremos otra identidad y otro tra­bajo.
Volvemos a empezar...
La mayor cogió la taza de café que le tendía Hopper.
Ya sabe por qué estoy aquí dijo tras beber el primer sorbo. Traigo noticias para usted.
La mirada de Hopper centelleó tras los cristales de sus gafas.
— ¿Han encontrado a Anthea?
Todavía no, por desgracia respondió la mujer con amargura. Pero hemos terminado nuestras in­dagaciones, y ya sabemos quién es el responsable del secuestro: un soldado que desertó inmediata­mente después de la desaparición de su esposa.
Quiero ver su expediente.
Me lo imaginaba, y se lo he traído, pero le su­plico que no haga ninguna tontería y me deje a mí el trabajo de investigación. Ese hombre se llama Mark James Hollenback, y tiene veintiún años. Entró en el ejército con dieciséis, y trabajaba en la base del pro­yecto desde hacía un año. Aún no sabemos por qué decidió hacer semejante estupidez, pero le estamos siguiendo la pista.
— ¿Van a encontrarlo?
Puede apostar por ello.
Aelita repitió aquel nombre dentro de su cabeza. Ho­llenback. Mark Hollenback. El hombre que había raptado a su madre. Después hubo un nuevo cambio de escena.
La muchacha se encontró bajo el pórtico de La Ermita. Era una fría mañana de invierno. O al menos debía de hacer frío, a juzgar por el color del cielo y el modo en que el viento sacudía los árboles. Aunque ella no sen­tía nada. Justo encima de la puerta de la casa, alguien había colgado un cartel de se alquila, y luego había escrito debajo Vendido con un grueso rotulador.
Una furgoneta llegó resollando por la calle y aparcó delante de La Ermita. De ella bajó Aelita, que ahora tenía unos seis años y era ya muy parecida a la muchacha que observaba a su doble desde el pórtico de la entrada.
Papá, ¿ya hemos llegado? preguntó la Aelita niña.
Sí respondió su padre mientras bajaba de la furgoneta.
La mayor Steinback descendió del puesto del conductor. Esta vez iba vestida de civil, con una caza­dora roja y unos vaqueros.
Así que ésta es tu nueva casa. Si todo va bien, podrás matricular a Aelita en el colegio y dejar de co­rrer durante un tiempo.
Bajo el pórtico, la joven elfa sonrió: esos dos ha­bían empezado a tutearse. ¿Cuántos años habrían pasado desde su fuga del proyecto Cartago? Dos o tres, por lo menos.
Los adultos empezaron a descargar las cajas y lle­varlas adentro de la casa mientras la Aelita niña juga­ba en el césped.
— ¿Quién seré a partir de hoy? preguntó el pro­fesor.
Tu nueva identidad te va a gustar mucho: Franz Hopper, profesor de Ciencias en la academia Kadic, que está aquí al lado. Yo también trabajaré en el cole­gio, bajo un falso nombre. Así no os perderé de vista.
Ambos rieron.
Lo que me interesa es poder retomar mis inves­tigaciones lo antes posible añadió después con re­solución Waldo Schaeffer, que a partir de aquel mo­mento era oficialmente Franz Hopper. Y encontrar a Anthea.
Ya he realizado algunos contactos con indus­trias locales. Hay una fábrica no muy lejos de aquí. Podríamos reestructurar la parte subterránea y trans­formarla en un laboratorio. El propietario nos hará sa­ber su respuesta dentro de unos pocos días, pero se ha mostrado muy interesado en nuestras investiga­ciones.
— ¿Y en lo que respecta a Hollenback? pregun­tó su padre con una nota de ansiedad en la voz.
Por desgracia, hace un tiempo que no tengo más noticias sobre él. Desde que cambió de nombre y se infiltró en esa organización criminal, ha consegui­do borrar sus huellas. Creíamos que era medio imbé­cil, y resulta que es un auténtico mago.
Hopper dejó en el suelo una enorme caja, y hur­gó bajo su jersey para enseñarle a su amiga un col­gante. Era el que Aelita conocía bien, con la W y la A grabadas en él.
Anthea está sana y salva. Me lo dice este col­gante. Por eso seguiré buscándola día y noche hasta que la encuentre.
Y yo te echaré una mano. Anthea era mi mejor amiga, y juré que os la devolvería a ti y a tu hija. Cues­te lo que cueste.
Aelita se encontró de nuevo ante el árbol hueco, en el extraño calvero de la réplica.
Permanecer en un mundo virtual resultaba siempre fa­tigoso, y a menudo le provocaba cierto vértigo, pero esta vez, con todos aquellos cambios de escenario, era sin du­da peor. Y además, aquellas historias, su padre y el secues­tro de su madre, esa mayor Steinback que trabajaba para el ejército y de la que Aelita no había oído hablar jamás...
Ánimo -la exhortó Jeremy. Afrontemos el tercer árbol.
— ¿Qué dice esta vez el ordenador? preguntó la muchacha.
No está demasiado claro bostezó su amigo, exhausto. Aquí pone que desde ahí se entra en un nuevo nivel de la réplica. Y también está escrito Entra sólo cuando tu corazón esté preparado.
— ¡Yo estoy preparadísima! Declaró Aelita. Vamos.
Oyó cómo el muchacho volvía a bostezar.
Si me lo permites... no me parece una buena idea. Son las cinco de la madrugada, no has dormido, y por esta noche has tenido una buena dosis de sorpresas. Esta réplica no va a irse a ningún lado. Es mejor que vol­vamos junto con los demás cuando estemos listos y más descansados. Es verdad que hasta ahora no hemos en­contrado monstruos, pero no sabemos lo que puede esconderse en el nuevo nivel de este extraño diario.
Como bien dice el refrán, anda el bostezo de bo­ca en boca como la cabra de roca en roca, y Aelita empezó a secundar a Jeremy y sentirse de repente muy cansada.
A lo... mejor... tienes... razón.
Estupendo, entonces. Te traigo de vuelta. ¡Ma­terialización!
La muchacha observó cómo su cuerpo se desmate­rializaba: las piernas y los brazos fueron volviéndose transparentes, hasta que desaparecieron completamen­te. Parpadeó y se dio cuenta de que había regresado al interior de la columna-escáner de la habitación secreta de La Ermita.
La puerta de la columna se deslizó hacia un lado, y allí estaba Jeremy para abrazarla.
— ¿Qué tal estás? preguntó el muchacho con delicadeza.
Bien. Estupendamente. Pero necesito dormir un poco.
Ambos soltaron una risita.

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