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domingo, 16 de octubre de 2011

Capítulo 15

                                                          15
                                  EL BESO DE EVA SKINNER

Jererny había insistido en que, con el hombre de los perros merodeando por La Ermita y las casas de sus pa­dres, lo mejor era esconderse lo más posible, y el mejor modo de esconderse era manteniéndose bien a la vista. Por eso, en lugar de en La Ermita o alguna de sus habi­taciones del Kadic, se encontraron todos alrededor de las cinco en el Café au Lait. Estaban Jeremy, Aelita y Ri­chard, además de Yumi y Ulrich, que acababan de vol­ver de su viaje a Bruselas. Sólo faltaban Eva y Odd.
— ¿Los ha visto alguien? preguntó Ulrich.
Se suponía que iban a verse esta mañana dijo Jeremy, encogiéndose de hombros, pero luego no he vuelto a saber nada de ellos. Todos sabemos cómo es Odd. Estará por ahí, haciéndole ojitos dulces...
— ¿Has intentado llamarlos?
Sí. No responden.
Aelita sacudió la cabeza, incrédula. Ulrich y Yumi, que hasta aquel momento habían estado contenién­dose, explotaron a la vez.
Pero ¿no tenéis ganas de saber lo que ha pasa­do? ¡Hemos encontrado una réplica!
Y había un fantasma...
Y los hombres de negro...
Y la pizza...
Calma, calma los detuvo Jeremy. Estamos aquí precisamente para escucharos. Pero id por par­tes. ¿Conseguisteis construir la ganzúa eléctrica?
Alternándose y peleándose un poco cuando ambos trataban de hablar a la vez, los muchachos les contaron lo que había pasado en Bélgica, hasta la increíble persecu­ción final. Después, Jeremy los puso al día sobre lo que había ocurrido en su ausencia, lo del hombre misterioso en casa de Yumi y todo lo demás. Al final, la muchacha es­taba restregándose la cara con las manos; Richard miraba, cortado, su PDA, y Jeremy se paseaba de un lado a otro del local con las manos entrelazadas detrás de la espalda.
Ya está dijo finalmente. Estamos a punto de descubrir algo realmente importante sobre Hopper y el superordenador.
— ¿Qué quieres decir?preguntó Ulrich.
Si en la réplica que habéis encontrado u os ha pare­cido ver a Franz Hopper... empezó a explicar Jeremy.
No nos ha parecido lo interrumpió Ulrich. Estaba ahí de verdad.
... entonces eso significa que la réplica fue cons­truida por el propio Hopper. Y que el profesor introdujo en ella una copia de sí mismo, para proporcionaros al­gún indicio.
Querrás decir sonrió Yumi para proporcio­narles algún indicio a los hombres de negro. A saber cuántas veces habrán podido observar con toda co­modidad esa ciudad misteriosa y charlar con él.
Ya. Y me encantaría entender qué tendrá que ver la profesora Hertz en todo este asunto. Pero me da que los misterios empiezan a dejar ver un hilo conduc­tor: en primer lugar, tenemos los códigos de la PDA de Richard; luego, los del sobre; y, para terminar, esa réplica. Es como si Hopper hubiese dejado un rastro de miguitas, y a nosotros nos toca seguirlas.
A lo mejor se trata de pistas sobre cómo en­contrar a mi madre... comentó Aelita, concluyendo con un suspiro.
Exacto dijo Jeremy. Es probable que Ho­pper quisiese resolver el problema que más le impor­taba: encontrar a Anthea. La única dificultad es que el sobre con los códigos ha desaparecido, y no tengo ni idea de quién puede habérselo llevado, ni de por qué.
A lo mejor fue la Hertz la que se lo llevó... in­tervino Richard.
La profe no entra en las habitaciones de los es­tudiantes. No, ha sido otra persona.
Esa vez fue Ulrich el que intervino.
Os estáis olvidando murmuró en cuanto aca­bó de beberse su chocolate de otro pequeño de­talle. En esta caza del tesoro no estamos solos. Nos enfrentamos a dos enemigos que en este momento casi no conocemos. Por un lado, tenemos a los hom­bres de negro, que van armados y tienen coches, he­licópteros y sabe Dios qué otros chismes diabólicos. Y luego está el tío de los chuchos, que va por la ciu­dad intentando raptar a nuestros padres.
— ¿Y si el hombre de los perros fuese uno de los hombres de negro? sugirió Yumi.
Jeremy negó con la cabeza.
Eso queda excluido: trabajan de maneras dema­siado distintas. El hombre de los perros actúa en solita­rio, usa tecnologías que rozan la ciencia ficción y pasa olímpicamente de las leyes y todo eso. Los hombres de negro, por el contrario, parecen agentes gubernamen­tales o algo por el estilo. ¿Tenéis la menor idea de cuán­tos permisos hacen falta para volar con un helicóptero en pleno centro de una ciudad? La policía los conoce, y les deja hacer, está claro. Por eso tiene razón Ulrich:
aparte de nosotros hay otras dos fuerzas sobre el terre­no de juego antes de seguir hablando, Jeremy hizo una pausa y volvió a sentarse. Parecía realmente exhaus­to. Chicos, debemos movernos pensándonos muy bien cada paso que demos, o no llegaremos a ningún lado. Es una cuestión demasiado complicada. Y, en mi opinión, lo primero es que vayáis a buscar a Odd. Ayer me dijo que tenía ganas de ver a Eva, pero no quiso contarme nada más. Antes de decidir qué hacemos, ne­cesitamos el mayor número posible de piezas de este rompecabezas, y tenemos que estar todos juntos.
Has dicho «vayáis», no «vayamos». ¿Tú no vie­nes? le preguntó Richard a Jeremy.
No. Me gustaría pedirte que me prestases tu PDA, a ser posible. Para ponerme a estudiar esos có­digos. En mi cuarto tengo una serie de apuntes sobre este asunto, y quiero reflexionar yo solo, con calma. Vosotros encontrad a Odd, y nos vemos mañana des­pués de las clases y hacemos una reunión todos jun­tos. ¿Qué os parece?
Moción aprobada, capo asintió Ulrich. Va­mos a buscar a ese inutilazo de Odd.
Jeremy se quedó mirando cómo sus amigos corrían afuera del café. Después le pagó la cuenta a la camarera y salió al aire helado de enero. En realidad el mu­chacho no tenía la menor intención de encerrarse en su cuarto... al menos, no de inmediato.
Paseó a la deriva por las calles de la ciudad hasta que se encontró delante de La Ermita y comprendió a qué sitio quería ir en realidad.
Atravesó la verja del chalé, la bordeó, pasó por un agujero en la alambrada del fondo del jardín y lle­gó directamente al parque del Kadic.
La violentísima lluvia de aquella mañana había hecho que se derritiese la nieve, y ahora el sotobosque era un pantano de barro y hierba reseca.
El muchacho llegó hasta la alcantarilla escondida en el suelo y la deslizó hacia un lado. Luego empezó a descender hacia las cloacas.
Recorrió a pie el trayecto de siempre a través de los túneles, y luego subió hasta llegar al puente de hierro del interior de la vieja fábrica abandonada. Co­gió el ascensor y bajó las tres plantas ocultas en el subsuelo, hasta llegar a la sala que era el corazón de todo aquel complejo.
El sitio estaba a oscuras y en silencio. Se agachó para pasar por la misma puerta diminuta que tantos quebraderos de cabeza le había dado cuando encon­tró aquel lugar secreto y misterioso. Todavía se acor­daba de la adivinanza que había tenido que resolver para abrir aquella puertecita blindada. Delenda era la pregunta, y la respuesta había sido Carthago. Aquel juego de palabras provenía de una frase latina, Car­thago delenda est, es decir, que Cartago debe ser destruida. No había sido hasta mucho después cuan­do Hopper, mediante el vídeo que habían encontra­do en la habitación secreta de La Ermita, les había explicado qué era en realidad su Cartago, qué mons­truo contenía y por qué debía ser destruida.
Jeremy se acercó al único objeto que había en la sala, un enorme cilindro metálico que llegaba casi hasta el techo, perfectamente liso y frío, aparte de por la palanca del interruptor, que sobresalía de uno de los lados.
Si bajaba aquella palanca, la habitación se vería inmediatamente inundada de luz, aparecerían sobre el cilindro los cientos de nervaduras de colores de los circuitos poniéndose en funcionamiento y toda la an­tigua fábrica cobraría vida de nuevo: las columnas de los escáneres del segundo piso subterráneo se reac­tivarían, y la consola de mando se encendería.
El regreso de Lyoko... pero ¿sólo de Lyoko? ¿O también de X.A.N.A., la criatura que estaban conven­cidos de haber destruido para siempre?
Sin darse cuenta siquiera, Jeremy había apoyado la mano sobre la palanca de encendido, y sus dedos se habían contraído como para hacer fuerza, bajar el dispositivo y encender de nuevo el superordenador.
El muchacho se apartó de golpe, sintiendo un estre­mecimiento. ¿Había alguien más allí con él? Empezó a respirar fuerte. No se trataba más que de mera suges­tión. Se estaba dejando impresionar demasiado. Jeremy estaba solo en la fábrica. Nadie podía haberlo seguido.
—¿XANA? murmuró.
No obtuvo respuesta.

Odd estaba atado y amordazado en el salón de quien an­tes había llegado a considerar como una amiga especial.
Eva había conseguido dejarlo indefenso con una rapidez impresionante. Antes incluso de abrir la boca, el muchacho se había encontrado en el suelo, con los tobillos y las muñecas atados con una gruesa cuerda que le cortaba la piel. Odd tenía que mantener la es­palda arqueada hacia atrás para reducir la presión de la soga sobre la carne, y la mordaza, bien apretada contra la boca, le dificultaba la respiración. Pero ¿dón­de había aprendido a hacer nudos aquella chica?
No. No era una chica. Tenía que metérselo en la cabeza. Eva era... el enemigo. Era X.A.N.A.
En aquel momento estaba sentada en el suelo, cerca de Odd, con el portátil sobre el regazo, y estaba analizando una serie de imágenes e informes: el vídeo de la madre de Aelita, algunas fotos de la profesora Hertz, artí­culos científicos... De cuando en cuando se distraía del trabajo y abría una carpeta de imágenes que parecían capturas de pantalla de algún videojuego. Mostraban una ciudad de ciencia ficción con un ligero toque orien­tal, de tejados azules en forma de pagodas y calles trans­lúcidas de colores que se enroscaban en torno a altas to­rres. Eva las miraba y suspiraba, pero cuando Odd trató de hacerle una pregunta a base de gruñidos a través de la mordaza, ella simplemente se limitó a ignorarlo.
En aquel momento sonó el timbre de la puerta. Eva dejó el ordenador en el suelo y se puso en pie.
Tú, trata de no hacer ruido le ordenó a Odd. Si no, luego tendré que hacerle daño a la persona que ha venido a molestarnos. Y estoy segura de que eso no te gustaría nada... ¿Sí? ¿Quién es? al responder al te­lefoneo, la voz de la muchacha cambió de repente, transformándose en la de un hombre de cierta edad y un poco arisco.
Ejem. Buenos días graznó el altavoz. Soy Ulrich, un compañero de clase de Eva. He venido con unos amigos. ¿Está Eva en casa, por favor?
Al oír la voz de su amigo, Odd empezó a retorcer­se. ¡Tenía que arrastrarse por el suelo, llegar hasta la puerta, avisarlos, ponerlos en guardia!
No respondió Eva con su voz de hombre, lo siento, pero mi hija ha salido con un amigo suyo. Odd, me parece que se llamaba.
Ah, claro. Sólo que...
Perdonad, chicos, pero me habéis pillado muy ocupado lo interrumpió ella. Colgó el telefonillo y caminó en dirección a Odd, sonriente. Volvió a hablar con su voz habitual. ¿Has visto? Nadie ha salido he­rido. Has sido un buen chico.
Eva se asomó a la ventana para asegurarse de que los muchachos se estaban alejando del chalé. Después se acercó a Odd. Su sonriente seguridad resultaba terrorífica. Con unos pocos y hábiles ges­tos de sus dedos desató la mordaza que le impedía hablar.
Cof, coi... mis amigos...
— ¿No estás contento? dijo ella, mirándolo fijamente. He dejado que se fueran sin hacerles ningún daño. Aunque me ha dado la impresión de que tenías mucha prisa por decir algo. ¿Qué era?
— ¿Puedes... darme... un poco de agua? La movi­da esta me estaba ahogando.
Eva rió, y en esa carcajada su voz de muchacha se mezcló con el sonido profundo y distorsionado de otro ser que moraba dentro de ella.
Consíguete tú sólito el agua si puedes, moco­so. ¿No erais vosotros los que decíais que X.A.N.A. había sido derrotado?
Aquello era una pesadilla. Odd conocía a X.A.N.A. Había luchado contra él un sinfín de veces, y ya había visto a una persona poseída por aquella inteligencia ar­tificial que vivía dentro de Lyoko. Pero lo de ahora era bien distinto. Eva le había parecido una chica normal, tanto por su voz como por sus expresiones. Cuando William Dunbar estaba poseído por X.A.N.A., en sus pupilas aparecía intermitentemente su símbolo, el ojo de X.A.N.A., mientras que ella no había dado señal al­guna. Por otro lado, aquel monstruo ya no vivía en Lyoko. Lyoko estaba apagado. Así que, ¿qué podía ha­ber sucedido? ¿Su enemigo había cambiado, había evolucionado? ¿Cómo era posible que ninguno de ellos, ni uno solo, se hubiese dado cuenta de nada?
— ¿Qué es lo que pretendes hacer? le pregun­tó Odd.
Me parece obvio: destruiros. Y luego, destruir a todos y cada uno de los humanos que se interpongan en mi camino respondió la gélida voz de X.A.N.A.
Pero... ¿por qué?
Y entonces Eva dejó de parecer Eva.
Porque los humanos os habéis equivocado contestó con una voz computarizada y el rostro carente de expresión, y ahora debéis pagar por vues­tros errores. Os sentís superiores, los amos del mun­do, pero bien pronto descubriréis que no es así. Ya tengo preparado un plan excelente.
Eva volvió al ordenador portátil que estaba en el suelo y pulsó algunas teclas, hasta que en la panta­lla apareció una fotografía. Un hombre con la cara medio oculta bajo un sombrero y la boca entreabier­ta, dejando a la vista unos horribles colmillos de oro.
Me serviré de este hombre, que probablemen­te tú no conoces todavía. Después me serviré de esta niñata inútil, Eva... miró a Odd, que por primera vez se sintió verdadera y profundamente asustado. Y lue­go me serviré de ti, Odd Della Robbia. Tú me serás de inestimable ayuda.
Sin que el muchacho pudiese hacer nada por im­pedirlo, Eva se inclinó y le agarró la cara con ambas manos. Sus dedos estaban helados, como los de un muerto. El rostro de Eva se fue acercando cada vez más al suyo, con los labios entreabiertos.
Te lo suplico... susurró él.
Sus bocas se fundieron en un beso. Un denso hu­mo se abrió camino de la boca de Eva a la de Odd. Y después todo se convirtió en oscuridad para él. Todo cambió.
Eva volvió a levantarse, y con gestos rápidos des­anudó las cuerdas que sujetaban al muchacho.
Estoy... comenzó a decir ella.
... listo completó Odd. Su voz tembló, recorri­da por un estremecimiento de profunda distorsión, pero luego volvió a la normalidad. El muchacho rió a carcajada limpia. Controlar a este tío es mucho más fácil que con la niñata. Por suerte, tiene una mente de lo más básica. Ya me siento a mis anchas aquí dentro.
Pues entonces le dijo Eva guiñándole un ojoes el momento de irnos. El resto de esos mocosos se estará preguntando dónde nos hemos metido.


Hora: doce y media. Lugar: oficina de Washington D. C.
Dido se había quedado sola. Ella misma lo había dispuesto así, en realidad. Le había dado a Maggie un par de horas libres, y ella había aceptado, agrade­cida, cogiendo al vuelo su bolso para salir a almorzar con unas amigas.
En apariencia, aquel edificio de la periferia era una simple aglomeración de oficinas, pero tras su fa­chada algo grisácea se escondían las mejores tecno­logías de protección disponibles en el mercado. Sin embargo, Dido estaba convencida de que a veces los viejos métodos de siempre seguían siendo los más seguros. Como, por ejemplo, evitar que una secreta­ria, por muy de confianza que fuese, pudiese escu­char y filtrar sus llamadas.
La mujer se encendió un cigarrillo, nerviosa. Había creído que el asunto de Hopper llevaba tiempo fini­quitado, archivado en un expediente con el sello de Confidencial - Sólo personal autorizado. Había sido un fracaso, sin duda, pero al menos limitado, y que se re­montaba a más de diez años atrás. La vida de Dido, mientras tanto, había seguido adelante, al igual que su carrera, y ella no había vuelto a pensar en el profesor ni en sus malditos ordenadores de vanguardia. Ahora, por el contrario, aquel viejo asunto estaba volviendo a su cabeza con la fuerza de una bomba atómica.
Dido usó tres llaves que guardaba, bien ocultas, en tres puntos distintos de su despacho para abrir un cajón del que sacó una vieja agenda repleta de códi­gos. Encendió el ordenador y entró en su listín telefó­nico, tecleó un par de larguísimas contraseñas forma­das por dígitos y letras totalmente casuales y, al fin, la computadora se lo recompensó mostrándole el nú­mero de teléfono que le hacía falta. Antes de marcar­lo, Dido activó todas las protecciones antiescuchas de las que disponía.
Su interlocutor le respondió al tercer toque, con la voz distorsionada por un filtro. No había problema: también la voz de Dido estaba siendo modificada de forma muy similar.
Cuánto tiempo, señora. Me imagino que esta línea será segura.
Por supuesto, Hannibal.
Dido cerró los párpados, y la imagen del hombre con el que estaba hablando le volvió a la mente: ojos huidizos de lagartija, boca ancha, caninos empasta­dos de oro y unas manos hinchadas y llenas de ani­llos. Hannibal siempre había sentido una particular predilección por las joyas y los objetos brillantes. Di­do lo recordaba perfectamente, aunque tan sólo se hubiesen visto en persona tres veces. Que a ella le bastaban y sobraban: aquel tipo le daba náuseas.
— ¿A qué debo el honor de esta llamada? dijo el hombre.
La red de Francia vuelve a estar caliente, Hannibal respondió Dido. Y hemos descubierto enseguida que hay uno de los tuyos en la zona. A juzgar por su es­tilo, supongo que se trata de Grigory Nictapolus.
El hombre de los dientes de oro soltó una carcajada.
Me parece que eso es información... confidencial.
La mujer permaneció completamente seria.
Veo que sigues siendo el mismo de siempre. Cada vez que hay algún trabajo desagradable que ha­cer, mandas a ese tipo y a sus dos horribles chuchos.
— ¿Y qué?
Pues que quiero saber por qué se encuentra él ahora en la ciudad del Kadic. ¿Qué gato hay encerra­do en este asunto, Hannibal? ¿Qué estás tramando? preguntó ella, directa.
Al otro lado de la línea hubo un largo silencio.
Lo que nos hicisteis hace diez años respon­dió después él no nos gustó ni un pelo, Dido. La fábrica y Lyoko eran nuestros. ¡Se construyeron con dinero del Fénix! Y vosotros forzasteis a Waldo a arruinarlo todo. Pero puede que haya llegado el mo­mento de recuperar las pérdidas. Ha empezado una nueva partida, y nosotros tenemos una mano con un par de cartas que jugar. Óptimas cartas, si me permi­tes la inmodestia.
— ¿Estás hablando de Anthea Schaeffer? Sabe­mos que está en vuestras manos.
Ey, ey, ey... no esperarás que te cuente ese tipo de cosas. Al menos, no a estas alturas de la negociación.
Dido asintió. Hannibal era perro viejo, así que re­sultaría inútil tratar de hacerle caer en una encerrona así de simple. Por algo lo llamaban «el Mago». Aquel hombre sin ninguna cultura, hijo de campesinos pau­pérrimos, había conseguido escalar posiciones en una de las cúpulas mafiosas más antiguas del mundo hasta llegar a ser su capo absoluto.
Dido no debía subestimar a su adversario, que era una auténtica serpiente de cascabel.
— ¿Qué quieres? le preguntó finalmente.
Green Phoenix quiere participar en la opera­ción y sacarle unos beneficios adecuados. Ahí va mi propuesta: os dejamos echar tierra sobre este asunto de una vez por todas... y a cambio vosotros nos dejáis echar un vistazo a los planos de construcción de ese viejo ordenador abandonado de la fábrica.
«De eso ni hablar», estaba a punto de responder Dido. Pero no le dio tiempo. Hannibal había colgado.

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