Publicidad

BGO Banner 728x90 02 gif

Publicidad

Publicidad

miércoles, 12 de octubre de 2011

Capítulo 14

                                                  14
                             LOS HOMBRES DE NEGRO
Ulrich cayó al suelo, exhausto. Sentía náuseas, y le dolían los músculos como si le hubiesen pegado. A su alrededor todo estaba oscuro y en sordina.
— ¡Ulrich!
Yumi, te oigo muy lejos...
Eso es porque llevas el casco. Hemos vuelto a la realidad. Quítatelo. Ahora tendrías que poder hacerlo.
Ulrich obedeció, con los dedos entumecidos. ahora podía sentir de nuevo la tela que envolvía sus dedos y el peso del casco sobre su cuello. Forcejeó con la correa y se sacó aquel chisme.
Yumi estaba sentada a su lado, sobre el suelo del apartamento, y jadeaba.
— ¿Qué tal estás? le preguntó.
Mal. Es como si esos rayos láser me hubiesen dado de verdad.
Ya. A mí me pasa lo mismo comentó el mu­chacho mientras se ponía de pie y empezaba a hacer unos cuantos estiramientos para desentumecer sus doloridos músculos. Y ahora, ¿qué hacemos? pre­guntó al terminar. ¿Crees que deberíamos volver adentro de ese cacharro?
— ¿Para ir a la caza del fantasma de Hopper? Du­do mucho que sea una buena idea respondió la muchacha.
Pues entonces... estaba diciendo Ulrich cuan­do fue bruscamente interrumpido por Yumi.
Chssssst. Espera. Escucha.
Ulrich se concentró. Mezclado con el habitual trá­fico dominical había otro sonido que les llegaba a través de las ventanas, rítmico y regular, algo así co­mo un chop, chop, chop, chop.
Las aspas de un helicóptero. El muchacho señaló una ventana, pero Yumi sacudió la cabeza: el ruido al que ella se refería provenía de la puerta. De las escaleras. Pasos.
Alguien se había dado cuenta de la activación de la réplica, y estaba viniendo a controlar. A todo correr.
Abrieron la puerta de golpe y se precipitaron por el pasillo, a oscuras. Oyeron una voz masculina: Jefe, están por este lado.
¡Estaban subiendo las escaleras!
Ulrich estuvo a punto de bajar por aquel tramo de escaleras a toda mecha, lanzándose así entre los bra­zos de sus asaltantes, pero Yumi le hizo una señal pa­ra que se quedase quieto. Se acurrucaron cerca de la barandilla de forma que no los pudiesen ver, conte­niendo la respiración. Dos hombres altos con el pelo corto, gafas de sol y largos abrigos negros subieron las escaleras y pasaron por delante de ellos.
Ulrich y Yumi se precipitaron escaleras abajo. El primero de los hombres de negro rozó con un brazo a la muchacha, tratando de retenerla.
— ¡Ey, vosotros! ¡Quietos! gritó—. No sabéis en qué lío...
— ¡Tigaos al suelo! ¡Estáis aguestados! lo se­cundó el otro hombre, que tenía una curiosa erre con frenillo.
Los muchachos ni siquiera los escucharon, y em­pezaron a bajar los escalones a saltos, de tres en tres, con los pies resbalándoles de vez en cuando en su loca carrera. Bastaba con que perdieran el equilibrio un milisegundo para que acabasen rodando en una estrepitosa caída. Y para que los atrapasen.
Vamos agmados, chavales, ¡no empeoguéis vuestga situación! gritó de nuevo el hombre de la erre gangosa.
El otro, por su parte, iba chillándole a un walkie-talkie.
Aquí Comadreja y Hugón, o sea, quiero decir, Hurón, a Lobo Solitario. ¡Están llegando! ¡Van por el cuarto piso!
Hay un tercer hombre le siseó Ulrich a Yumi, pero la muchacha le hizo un gesto indicándole que lo había oído.
Habían llegado al primer piso cuando vieron a Lobo Solitario subiendo las escaleras. Él también iba vestido todo de negro, y su mano izquierda empuña­ba una pistola gigantesca, de un brillante acero cro­mado, y la estaba apuntando hacia ellos.
Bueno, bueno, chicos, ¡la carrera se acaba aquí! Ulrich y Yumi no le hicieron ni caso, torcieron por el pasillo y se abalanzaron contra la última puerta del fondo con tal ímpetu que la abrieron de par en par. Se encontraron en un apartamento idéntico a aquel del que acababan de salir, pero éste estaba vacío. Lo único que había dentro de él era la moqueta, aquel horrendo papel pintado y algunas viejas sillas que ya­cían abandonadas en una esquina.
Ulrich cerró la puerta detrás de ellos, agarró una silla y la encajó bajo la manija.
— ¿Y ahora qué quieres hacer? ¡Estamos acorrala­dos! exclamó Yumi.
Cuando estábamos entrando me he fijado bien en la fachada del edificio Ulrich le señaló la venta­na. Hay una cornisa. Y también canalones.
— ¡Pero no vamos a poder! ¡Que esto no es un dibujo animado! protestó Yumi.
— ¿Tienes alguna ¡dea mejor? Porque la puerta no va a aguantar mucho más tiempo.
Ulrich llegó en cuatro saltos a la ventana, forcejeó un poco hasta que consiguió abrirla y se asomó sobre la cornisa.
— ¡Ánimo! ¡Lo conseguiremos!
En efecto, no se trataba de unos dibujos anima­dos, donde las cornisas son siempre lo bastante an­chas como para poder pasearse tranquilamente ade­lante y atrás. Aquélla era una simple protuberancia de unos diez centímetros de anchura en la que se podían apoyar tan sólo las puntas de los pies. El canalón más cercano estaba a un par de metros de distancia, pero en aquel momento parecía lejísimos. Miraron hacia la calle, con sus árboles y sus aceras, y vieron una gigan­tesca berlina negra con las puertas abiertas aparcada de través justo delante de la puerta del edificio. A po­ca distancia, un chaval acababa de bajarse de un scoo­ter con una extravagante decoración en naranja y ver­de, y estaba sacando una pizza del enorme cajón rígido que llevaba montado en el trasportín.
Detrás de Ulrich, la puerta que había bloqueado con la silla cedió de sopetón, y Lobo Solitario entró a galope tendido en el apartamento. No tenían tiempo para pensárselo.
Los dos muchachos se aventuraron a salir sobre la cornisa, con el cuerpo pegado a la pared, la cara aplastada contra la áspera piedra y los dedos de los pies contraídos en un intento por agarrarse mejor.
Ulrich se estiró cuanto pudo, y consiguió agarrar­se con los dedos al canalón de hierro, para luego col­garse de él desesperadamente y tenderle a Yumi la otra mano, en una oferta de ayuda.
Mientras tanto, Comadreja y Hurón habían salido del edificio, y habían llegado a su coche. Ahora los observaban con las caras vueltas hacia arriba.
Tened cuidado de no hacegos daño, chicos. ¡Vuestga escapada tegmina aquí!
Qué más quisieras tú susurró Ulrich. Descendió lentamente a lo largo del delgado tu­bo de hierro, con Yumi a la zaga. Cuando iban más o menos por la mitad del recorrido y les faltaban un par de metros para llegar al suelo, los dos hombres de negro se acercaron a la boca del canalón con una sonrisa irónica esbozada en el rostro.
Yumi, tenemos que saltar le murmuró Ulrich.
—¿Y luego? ¿Qué tienes pensado hacer?
Ulrich hizo con la vista un frenético barrido de to­da la calle, en busca de alguna idea. Y la encontró.
El scooter del pizzero. Se lo pillamos prestado.
Pero ¿te has vuelto majara? exclamó ella.
Creo que no nos queda otra. A la de tres. Uno, dos... ¡tres!
Saltaron y terminaron aterrizando de forma muy poco digna justo encima de Comadreja y Hurón. De un brinco volvieron a ponerse de pie, sin preocuparse demasiado de no pisar a sus dos perseguidores.
-¡Ay!
—¡Venga, vamos! gritó Ulrich, y salió zumban­do en dirección a la moto.
El ciclomotor tenía las llaves todavía en el bom­bín, y les bastó con apretar el interruptor de encendi­do para que arrancase con un borboteo.
Yumi se subió detrás de él de un salto, y Ulrich se puso en marcha quemando rueda mientras Lobo So­litario salía corriendo del edificio y se apresuraba a entrar junto con los otros en la berlina.
No llevaban casco, acababan de robar un scooter y encima ni siquiera tenían carné de conducir. Aunque, por otra parte, también habían allanado un aparta­mento y estaban siendo perseguidos por un enorme automóvil oscuro con tres tipos armados a bordo. Peor imposible, pensaba Ulrich al mismo tiempo que trataba de seguir bien atento a la calzada.
— ¿Menudo diíta, eh?gritó con una risa histérica.
Al final de la Rué Lemonnier, el muchacho entró en una rotonda que daba a la Avenue Moliere, tumbándo­se en la curva hasta hacer que la pata de cabra del scooter soltase una cascada de chispas sobre el asfalto.
Yumi pegó un chillido y se le agarró con fuerza a la cintura.
— ¡A ver si vas a hacer que nos matemos! siguió gritándole a la oreja.
Tú, mejor preocúpate de echar un ojo ahí atrás y decirme si están ganando terreno.
La berlina, en efecto, se hallaba cada vez más cer­ca. En la ancha avenida que estaban recorriendo, aquel cochazo le sacaba demasiada ventaja a un ciclomotor con dos personas encima, sobre todo con aquel tráfico prácticamente nulo.
Entendido. Nos toca ir por los callejones con­cluyó Ulrich, y giró a la derecha por una calle más es­trecha, y luego inmediatamente a la izquierda.
Iban por prohibido en una calle de un solo senti­do, y una vieja furgoneta que llegaba en la otra direc­ción los evitó por un pelo, atronándolos con un sinfín de golpes de claxon.
— ¡Por aquí no pueden seguirnos! gritó el mu­chacho con tono triunfal.
Me da en la nariz que sí que pueden.
Yumi señaló hacia arriba, en dirección al helicóp­tero que, como un moscardón negro y zumbador, no los había perdido de vista ni un solo instante desde que habían salido de la Rué Lemonnier.
Se me había olvidado que también tenían apo­yo aéreo. Vamos al parque de esta mañana. Ahí de­beríamos poder darles esquinazo.
Ulrich tomó un par de curvas más a toda veloci­dad, dibujando con el neumático trasero largas fran­jas negras en el asfalto. Luego se metió por la ancha Avenue de Diane, que rodeaba el parque. La berlina negra apareció a la vuelta de una esquina, y a punto estuvo de atropellar a un anciano señor que llevaba el periódico bajo el brazo. ¡Otra vez los tenían enci­ma!
El muchacho se subió de un salto a la amplia ace­ra, que estaba bordeada por un largo enrejado de hierro, y empezó a tocar frenéticamente el claxon pa­ra avisar a los escasos peatones de que se quitasen de en medio.
— ¡Por allí hay una entrada! gritó Yumi, señalando un punto en el que la verja se dividía para permitir el acceso a los senderos del parque. El scooter pasó sin problemas, pero el coche, por el contrario, tuvo que acelerar y llevarse por delante una parte de la cerca, le­vantando dos grandes chorros de gravilla con las ruedas traseras, que habían perdido agarre al dejar el asfalto.
— ¡Cuidado con ese señor! Gritó Yumi. ¡Y con la madre del carrito!
El helicóptero seguía encima de ellos, y la berlina estaba ganando terreno.
Era todo igualito que en las películas de acción, y habría resultado divertido... si no hubiese sido tan in­creíblemente aterrador.
— ¡Necesitamos algo para despistarlos! gritó Ulrich.
— ¿El qué? ¡Lo único que tenemos son pizzas!
Pues entonces, hoy les toca comer pizza.
— ¿Qué quieres decir?
Ulrich esquivó a un niño que jugaba a la pelota, trató de sonreírle para que no se asustase y volvió a abrir gas sobre el sendero de gravilla.
— ¡Pues que se las lances!
Yumi se giró en el sillín trasero de la moto, force­jeó con la cerradura del cajón de las pizzas y sacó la primera carga de munición.
Una caprichosa, a juzgar por el olor. Qué hambre.
— ¿Te parece un buen momento para eso? Prepárate. En cuanto estén a tiro... ¡Fuego!
Ulrich bajó un poco de revoluciones para dejar que la berlina se acercase. Hurón abrió la ventanilla del copiloto y asomó afuera la mitad del tronco, em­puñando la pistola. Cuando el coche estuvo a pocos metros, Yumi lanzó la primera pizza, acertándole al hombre en pleno rostro. Las gafas de sol se le escu­rrieron de la cara mientras la mozzarella y el tomate le embadurnaban el pelo y la ropa.
— ¡Malditos mocosos! gritó el hombre.
— ¡Bombas dos y tres, cuatro quesos y diávola! canturreó Yumi mientras lanzaba una pizza tras otra directamente contra el parabrisas. La berlina dio un par de volantazos y puso en marcha los limpiaparabrisas, aunque fue demasiado tarde.
El conductor no se dio cuenta del banco desierto que había a su derecha, y el coche acabó empotrado en él, deteniéndose con un golpe seco y un bufido de humo blanco del radiador. Uno tras otro, los tres hombres de negro se bajaron.
— ¡Oye, pero si tienes una puntería de campeonato!
— ¡Venga, vámonos de aquí ya mismo!
Bajo la insistente mirada del helicóptero negro, Yumi y Ulrich aparcaron el scooter cerca de la parada de metro de Albert. Dejaron las llaves dentro del cofre de debajo del asiento y les añadieron cincuenta euros. Todo el dinero que les quedaba.
En realidad, Ulrich habría prescindido de aquel enésimo desembolso, pero Yumi lo había taladrado con una mirada glacial.
Tratemos de hacer por lo menos una cosa co­mo es debido hoy. Me he apuntado el número de la pizzería a la que le hemos robado la moto. En cuanto lleguemos a la estación, los llamo para decirles que vayan a recogerla...
Se metieron en el paso subterráneo, y por fin em­pezaron a recuperar el aliento.
Lo hemos conseguido continuó la mucha­cha. El helicóptero no puede seguirnos aquí abajo, y la red de metro es demasiado grande. Me juego lo que quieras a que no adivinan por dónde saldremos.
Ulrich asintió y la miró. Las mejillas de Yumi tenían un vivo color rojo, y su pelo estaba totalmente des­peinado por el efecto del viento y la velocidad de su escapada. Tenía una media sonrisa, algo cansada y cargada de adrenalina, dibujada en la cara, y a él ja­más le había parecido tan hermosa como en aquel momento.
Su discurso de «no somos sólo amigos». ¿Qué otra ocasión podía resultarían adecuada como aqué­lla?
 Yumi, no sé si te acuerdas... farfulló—, de ha­ce unos días, en el Kadic. Cuando yo quería hablar contigo y luego llegó Sissi y nos interrumpió.
Yumi sonrió y le posó un dedo sobre los labios, con dulzura.
Me acuerdo perfectamente. Pero ahora tene­mos que irnos. Ya podremos hablar de eso en otro momento, ¿no te parece? Tenemos todo el tiempo del mundo.
La muchacha se le acercó, y le dio un ligero beso en la mejilla. Su boca era suave y tenía el aroma del viento, y durante un momento Ulrich sintió que la ca­beza le daba vueltas como una noria llena de luces de colores. Era verdad, ya tendrían tiempo.
La tomó de la mano y empezaron a correr por el oscuro túnel del metro. Tenían que volver al Kadic a la velocidad de la luz para contarles a Jeremy y los demás lo que habían descubierto.

En Washington D. C. eran las ocho de la mañana, pero en la oficina reinaba ya una actividad febril. Cuando se trabajaba en ciertos ambientes no existían ni sábados ni domingos. Dido había llegado a las siete, tan pun­tual como de costumbre, y se había tomado un café mientras hojeaba los periódicos y los cotejaba con la información reservada que le había ¡do llegando du­rante la noche. Era increíble cómo los periodistas con­seguían escribirlo todo... sin dejar nunca que el lector entendiese lo que en realidad había pasado.
La mujer encendió el ordenador, y estaba empe­zando a estudiar algunos informes cuando sonó el te­léfono.
Una llamada de Bélgica le comunicó Maggie, su secretaria.
Pásamela.
Sobre la frente de la mujer se dibujó una profun­da arruga. Eso no estaba previsto, y los imprevistos jamás de los jamases eran buenas noticias. Se oyó un clic mientras Maggie transfería la llamada.
Aquí Lobo Solitario dijo después una voz masculina. ¿Dido?
Sí, soy yo.
El hombre la estaba llamando desde un lugar pú­blico: se oían voces de niños y ancianos enfadados.
— ¡Pog lo menos este choguizo es de pguimega calidad! estaba diciendo alguien.
— ¡Sois unos delincuentes y unos canallas, y ahora mismo voy a llamar a la policía! -gritó después una mujer.
Dido empezó a impacientarse, y tamborileó con los dedos llenos de sortijas sobre su escritorio.
Lobo Solitario, espero que sea consciente de que esta llamada supone una violación de todos los protocolos de seguridad.
Por supuesto, Dido... señora. Pero se trata de una emergencia. Los muchachos han encontrado el apartamento de la Rué Lemonnier.
Ahí estaba. La noticia que podía tirar por la borda el día entero.
— ¿Han encontrado la réplica?preguntó.
Sí, señora. Y la han activado. Nosotros hemos llegado allí diez minutos después de que se activase la señal. No estábamos preparados para una alerta roja aquí, en Bruselas.
Imbécil. ¡Había ordenado a propósito que tu­viésemos un equipo preparado! ¡Y ustedes han de­jado que los pillasen en calzoncillos! explotó la mujer.
Bueno, ejem tosió Lobo Solitario al otro la­do de la' línea, sí, pero probablemente ellos tam­poco habrán conseguido entrar en la réplica... tal y como nos pasó a nosotros.
— ¡Ellos son niños! Sin darse ni cuenta, Dido había empezado a berrearle al teléfono. No sabe­mos qué sucede si lo intentan unos niños. Deme un informe detallado de lo que ha pasado. Inmediata­mente.
Bueno, pues hemos recibido la señal de alarma y hemos salido disparados hacia allá el agente Coma­dreja, el agente Hugón... disculpe: Hurón... y yo. Con el apoyo aéreo del helicóptero de los agentes Zorro y Garduña. Los niños han logrado escapársenos. Iban armados, señora...
— ¿Armados? dijo ella con un tono receloso.
Clago, hombgue añadió una voz al fondo, cuéntale que esas pizzas egan agmas mogtales...
Ya está bien el tono de la mujer se fue helan­do. No quiero oír ni una palabra más. ¿Dónde es­tán ahora esos niños?
El helicóptero de apoyo ha podido seguirlos hasta que les han dado esquinazo metiéndose en el metro, pero no creo que haya mayor problema: esta­rán corriendo a la estación para volver a casa. Pode­mos seguirlos hasta la ciudad del Kadic e interceptar­los.
Dido suspiró. No soportaba trabajar con inútiles.
Déjenlo estar. Ya han metido la pata bastante por hoy. Eviten que los civiles avisen a la policía. Sólo nos faltaría que nuestro gobierno tuviera que discul­parse con las fuerzas del orden locales. Y luego vuel­van al apartamento de la Rué Lemonniery precínten­lo. Quiero a tres hombres de guardia delante de la entrada, día y noche, hasta nueva orden. Y olvídense de esos niños. Me comunicaré con nuestro contacto en el Kadic para que se encargue de resolver la situa­ción.
— ¿El contacto del Kadic? Pero, señora, si lleva fuera de servicio...
Nuestros agentes nunca se jubilan, y jamás es­tán fuera de servicio, Lobo Solitario. De nosotros no se escapa nadie. Recuérdelo.
Dido colgó el teléfono con un violento golpetazo. Suspiró. Volvió a levantar el auricular.
Maggie dijo.
— ¿Sí? respondió la secretaria.
Localízame el número de teléfono de la Ciudad de la Torre de Hierro, Francia. Tenemos una pequeña emergencia.

2 comentarios: