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miércoles, 5 de octubre de 2011

Capítulo 13

                                                                    13
                                             LA RÉPLICA

Ulrich y Yumi se despertaron pronto y le dejaron una nota a la amiga de los Ishiyama, una simpática mujer de unos treinta años que se vestía con amplias faldas de flores un tanto hippies y los había acogido sin ha­cerles ni una pregunta.
Su casa estaba en pleno centro. Aquella noche ha­cía llegado el mal tiempo, con unas nubes oscuras y cenicientas que cubrían el cielo y amenazaban con desencadenar un violento aguacero de un momento a otro. Los muchachos fueron corriendo de una ferrete­ra a otra, en busca de las piezas que Jeremy les había descrito en su correo electrónico, y luego se refugia-ron en el Bois de la Chambre, un parque a poca distancia de la Rué Lemonnier, para proceder al montaje.
— ¡Ciento veinte euros! protestó Ulrich según empezaba a sacar las herramientas de la mochila-. Casi nos habría costado menos volvernos al Kadic y hacer que Jeremy nos construyese el cachivache este.
En vez de quejarte tanto, intenta echarme una mano sugirió Yumi. Las instrucciones parecen bastante complicadillas.
Habían comprado un destornillador eléctrico, una serie de agujas y finos clavos de hierro, un taladro percutor, unas cuantas pilas y un montón de cosas más. Ahora el tema era juntarlo todo para darle vida a lo que Jeremy llamaba «ganzúa eléctrica».
Pero ¿dónde ha aprendido el colega a hacer esta movida? preguntó Ulrich mientras empezaba a sacarle los tornillos al cuerpo de la taladradora para desmontarlo.
Jeremy dice que lo ha encontrado todo en In­ternet con bastante facilidad explicó Yumi. Mira lo que ha puesto aquí: a las agujas ubicadas sobre los pernos de cierre del cilindro de la cerradura se les aplican fuertes percusiones, en un intento de poner en marcha un mecanismo de rebote trigonométrico tipo billar que...
Vale, vale, vale. Un batiburrillo incomprensible al cien por cien. Pero ¿por casualidad dice dónde tengo que meter exactamente esta movida en el chis­me electrónico?
No creo que Jeremy escribiese jamás «chisme electrónico» dijo Yumi entre risas.
Siguieron trabajando hasta casi el mediodía, sen­tados en un banco, con un frío cortante que les ponía la piel de gallina. De cuando en cuando, Ulrich se quedaba observando a Yumi, toda concentrada ahí, a su lado. El día anterior había sido tan bonito que no había encontrado el momento adecuado para hablar en serio con ella. No había querido romper aquella atmósfera mágica arriesgándose a discutir. Si ella le hubiese dicho que no, que debían seguir siendo sólo amigos para toda la vida, él se habría quedado des­trozado. Así que había esperado. Y todavía seguía es­perando.
Durante un instante pensó en parar, tomarla de las manos y mirarla bien a los ojos. No, todavía no. No mientras estaban ajetreados con tuercas y torni­llos. Más adelante.
Creo que este cacharro ya está listo senten­ció al final Yumi mientras se apartaba el pelo de la frente. Ahora saca la cerradura que hemos compra­do, y hagamos un par de pruebas.
Eso también estaba escrito en las instrucciones de Jeremy: usar la ganzúa eléctrica no es nada senci­llo, así que practicad con ella cuando no os vea na­die.
Veinte euros de cerradura tirados a la basura gruñó Ulrich, sacando una nuevecita de la mochila y tratando de usar la herramienta eléctrica para abrirla.
Tal y como su amigo había previsto, no era en ab­soluto una operación simple. El muchacho renunció tras media hora de intentos infructuosos.
Ya no siento las manos, hace un frío tremendo y, en mi opinión, nos hemos debido de equivocar en algo durante el montaje. ¡Este cacharro no se abrirá ni en un millón de años!
Espera, que yo también quiero intentarlo.
Yumi cogió la cerradura y la ganzúa, pulsó el inte­rruptor y un segundo después giró la muñeca. ¡Clac! Los diminutos émbolos se replegaron. La cerradura estaba abierta.
La potra del principiante murmuró Ulrich.
El truco está en la torsión dijo la muchacha en­tre risas. Y ahora ya sé que tendría futuro como ladro­na de casas. Venga, pongámonos en marcha, que tene­mos que volvernos al Kadic esta noche, a más tardar.
La Rué Camille Lemonnier se hallaba casi desierta. Hasta el bar de la esquina estaba cerrado. Mientras llegaban al número catorce, Ulrich soltó un suspiro de alivio: por lo menos, así corrían menos riesgos.
Démonos prisa le dijo a Yumi mientras le ten­día la ganzúa eléctrica. Si alguien nos ve y llama a la policía, esta vez nos vamos a meter en un lío de verdad.
No te preocupes le respondió ella. Encendió el aparato, y un instante después se oyó el ruidito metálico de la cerradura al abrirse. Entraron.
El vestíbulo del edificio era un estrecho rellano con el techo altísimo, ocupado casi en su totalidad por una escalera de mármol con una delgada baran­dilla de hierro forjado.
A un lado vieron una puerta de madera que esta­ba cerrada. Había un fuerte olor de aire viciado.
Aquí hace un montón de tiempo que no entra nadie observó Ulrich.
Yumi asintió con la cabeza.
— ¿Lo has notado? Nada de cámaras de seguri­dad. Al final lo mismo resulta que los propietarios de esto no son agentes secretos.
La puerta cerrada no tenía ninguna placa con el nombre, y tampoco tenía ni siquiera un timbre. Des­pués de reflexionar un momento, los muchachos deci­dieron empezar su exploración con un reconocimiento general, y se aventuraron a subir las escaleras.
El edificio estaba compuesto por ocho pisos, con dos tramos de escaleras que conectaban cada uno de ellos con el siguiente. Todos los pisos se abrían a un pasillo sin ventanas al que daban cuatro puertas idénticas, sin ninguna señal que las diferenciase. Casi todas ellas estaban cerradas, y las pocas que había abiertas dejaban ver apartamentos completamente vacíos.
A la altura del tercer piso, Ulrich y Yumi empeza­ron a preocuparse. Cuando llegaron al sexto, ya esta­ban desesperados. Subieron a la carrera hasta el oc­tavo, dejando atrás a toda prisa las últimas escaleras, dispuestos a volverse al Kadic con el rabo entre las piernas.
Aquí tampoco hay nada jadeó Ulrich al final, tratando de recobrar el aliento. ¿Qué hacemos ahora? ¿Intentamos descerrajarlas todas, una por una?
Espera. ¿Esa de ahí no te parece diferente de las demás? dijo Yumi mientras señalaba una que había un poco más adelante.
Ulrich se acercó. Aunque estaba cubierta por una plancha de madera oscura, igual que las demás, tenía un aspecto más sólido y robusto, y su cerradura pare­cía como reforzada.
Los muchachos la estudiaron juntos durante unos instantes, y luego decidieron intentarlo. A lo mejor la intuición de Yumi había dado en el blanco. Tuvieron
que hacer tres intentos con la ganzúa, pero al final la cerradura saltó, y Ulrich abrió la puerta de par en par. Y entonces ambos se quedaron sin palabras.
El apartamento estaba compuesto de una sola sala, enorme, que parecía una oficina aunque muy antigua. Cubría el suelo una gruesa moqueta beis; y las paredes, un horroroso papel pintado del mismo color. En su interior destacaba una enorme mesa de acero sobre la que había decenas de monitores anti­guos y aparatos electrónicos, y unos gigantescos or­denadores se erguían alrededor de ella, imponentes como armarios, tapando parcialmente la única venta­na. Cuando Ulrich dio el primer paso, una densa nu­be de polvo brotó de la moqueta, haciendo que es­tornudase.
El muchacho se acercó a la mesa. Sobre ella había unos cascos integrales de motorista con unos extra­ños aparatos instalados en lugar de las viseras y varios guantes conectados a unos cables enchufados al or­denador-armario más cercano. Junto a ellos vio unos cuantos teclados amarillentos, que debían de tener por lo menos veinte años, y unos enormes monitores de tubo catódico que pesarían como una tonelada cada uno.
Me parece que esto... dijo Yumi.
-¿Sí?
Esto es un prototipo del superordenador. Co­mo el de la antigua fábrica. Y estos cascos y guantes podrían ser los antepasados de los escáneres...
Ulrich no pudo contener una risilla histérica.
— ¿Estás de guasa? ¿Quieres decir que según tú este sitio es un... acceso a Lyoko?
No exactamente. A lo mejor no es más que una copia de Lyoko. Me parece que el término más co­rrecto técnicamente es «réplica».
Yumi apartó de la mesa una gruesa carpeta llena de folios, dejando al descubierto una cajita negra que tenía una gruesa lente delante.
Esto se parece mucho al proyector holográfico que usa Jeremy para seguir nuestros movimientos cuan­do estamos en el mundo virtual. Y este otro cacharro... señaló un aparato hecho con espejos y cables conec­tados a los cascos de motorista. Esto parece el chis­me electrónico, como lo llamarías tú, que está instalado sobre las columnas-escáner de la fábrica.
Ulrich se sentó en el suelo, con las manos en la cabeza.
Me parece una locura. ¿Qué propones que ha­gamos?
Hombre, yo creo que es evidente Yumi le guiñó un ojo. Lo encendemos todo y vemos si ten­go razón o no.
Pero... titubeó el muchacho si de verdad esto es una réplica, como dices tú... dentro podría es­tar también X.A.N.A.
No creo que eso sea posible replicó Yumi. Cuando Hopper se sacrificó en su forma de esfera, de­bería haber eliminado a X.A.N.A. en todas sus encar­naciones, ¿no? Y además, de todas maneras podemos salir del mundo virtual y destruir estos aparatos.
Parecía un plan convincente. Ulrich asintió.


En el comedor del Kadic, Aelita terminó de tragar a toda prisa un vaso de leche y se levantó mientras Je­remy estaba aún cortando su filete.
— ¿Adónde vas tan corriendo?
La muchacha enrojeció ligeramente.
Bueno... Richard me está esperando en el café donde nos vimos ayer. Tenemos que seguir con nues­tra charla.
Jeremy sintió una repentina presión en el pecho que le encogió el corazón y luego la emprendió a pa­tadas con él.
No comprendo por qué encuentras tan intere­sante a ese tipo.
Pero, Jeremy, ¿no lo entiendes? insistió ella. ¡Era uno de mis compañeros de clase! Me conocía ya de antes de que empezase todo este asun­to, ¡antes de Lyoko y el superordenador! Se venía siempre a mi casa, ¡y lo sabe todo sobre un período del que yo no recuerdo absolutamente nada!
Sí, vale, pero... intentó objetar el muchacho.
Aelita esbozó una media sonrisa, con la cabeza inclinada hacia un lado y los brazos en jarras.
A ver, cuéntame, ¿no será que estás un poquitín... casi, casi... celoso?
— ¿Quién, yo?se escudó Jeremy. ¿Bromeas? ¿Celoso de ese torpe que a duras penas sabe cómo se enciende un ordenador, y qué...?
Tampoco exageres la mirada de Aelita se volvió más seria. Perdona, pero tengo que salir pi­tando. ¡No quiero llegar tarde!
Jeremy se quedó mirando cómo aquella melenita roja y despeinada se deslizaba fuera del comedor. Le tocaba terminar de comer solo.
Hasta ese momento no había caído en la cuenta de que Odd no se había pasado por ahí para almor­zar, lo que en realidad era muy extraño, por no decir increíble. Él jamás se saltaba una comida. ¿Dónde se habría metido? Con la tormenta que se había desen­cadenado sobre la ciudad, parecía poco probable que hubiese salido, aunque, después de todo, Odd estaba un pelín chiflado.
Jeremy decidió que no tenía ninguna gana de quedarse ahí, en el comedor, a solas con sus pensa­mientos, así que se metió en el bolsillo la manzana que había cogido de postre y se volvió a su cuarto. Tenía intención de seguir estudiando aquellos extra­ños códigos escritos en Hoppix. Con algo de esfuer­zo, lo mismo podría llegar a entender para qué ser­vían.
El muchacho entró en su habitación y se quedó inmóvil, petrificado.
¡El expediente! ¡El expediente ya no estaba so­bre su escritorio! Y él ni siquiera se había hecho una copia.
Comprobó la cerradura de la puerta. Ningún indi­cio de que la hubiesen forzado. El escritorio estaba cubierto de la capa de polvo de costumbre, a excep­ción del rectángulo sobre el que había dejado el ex­pediente antes de salir. ¿Quién podría haber entrado en su habitación?


Por lo general, la profesora Hertz pasaba los fines de semana en la escuela, encerrada en su despacho. Du­rante el fin de semana el edificio de los profesores estaba vacío y silencioso, y eso le permitía estudiar un poco en paz. Qué lástima que aquel día no consiguiese con­centrarse para nada. Las imágenes de Franz Hopper y su pasado seguían rebotando de un lado a otro de su cabeza. ¿Había hecho bien entregándole al director el legajo de Hopper, es decir, Waldo Schaeffer? En aquel momento le había parecido lo mejor que podía hacer. Delmas sabía a grandes rasgos lo que había sucedido, y la profesora tenía una fe en él a prueba de bombas. Y conocía bien a Jeremy. Sabía que si realmente estaba interesado en descubrir un miste­rio, aquel chico no se detenía ante nada.
Aquellos papeles eran demasiado peligrosos... Volvió a pensar en el apartamento secreto de Bélgi­ca. La perspectiva de que unos chiquillos lo encontra­sen la aterrorizaba hasta el punto de que prefería no imaginárselo siquiera.
«Deja ya de darle vueltas, tonta se repren­dió—. ¿Adónde ha ido a parar tu sangre fría? Cuan­do tenías veinte años te llamaban la Implacable, ¿y ahora tienes miedo de enfrentarte a unos chavalines de trece años?».
Era inútil torturarse de aquella manera. Lo único que podía hacer era actuar. La profesora Hertz se le­vantó de su silla, volvió a cerrar el libro de física que había estado intentando consultar en vano, cogió la copia de las llaves del despacho del director que guardaba celosamente en uno de los cajones de su escritorio y salió de la habitación.
Sólo iba a echarle un vistazo, a comprobar que el expediente aún estaba en su sitio. Dudar siempre, y dudar de todo. Cuando era más joven, aquella senci­lla regla le había salvado la vida infinidad de veces, y aunque ya había perdido un poco la costumbre...
Giró por el pasillo que llevaba al despacho del direc­tor, y se dio de bruces con Eva Skinner, esa chiquilla nue­va que acababa de llegar de los Estados Unidos. Puede que se equivocase, pero le dio la impresión de que había salido precisamente del despacho de Delmas.
La muchacha le dedicó una amplia sonrisa, y em­pezó a hablar. Su acento yanqui había desaparecido casi por completo.
Estaba buscando al director. He llamado a su puerta, pero no me ha respondido.
Me parece que está dando una vuelta con su hija. Y tú, ¿no deberías estar en casa con tus padres? preguntó la mujer.
Me he venido a estudiar aquí, con mis nuevos amigos, para su examen del próximo miércoles, pro­fesora dijo la muchacha mientras se encogía de hombros.
Hertz observó cómo Eva se alejaba por el pasillo, esperó a que desapareciese de la vista y luego probó a girar la manija de la puerta. Estaba abierta. ¿Delmas se había olvidado de cerrar?
Allí dentro todo parecía estar en orden. Ella sabía dónde guardaba el expediente el director: en el ca­jón del escritorio. La llave que lo abría estaba escon­dida en el portaplumas, bajo las gomas de borrar. El corazón le dio un vuelco cuando vio que dentro del cajón no había nada.
Pero ¿cómo...?
Sin descorazonarse, abrió el gran archivador me­tálico que había contra la pared. Fue pasando las car­petas con un frenesí cada vez más exacerbado... has­ta que lo encontró. Ahí estaba, intacto, el expediente Waldo Schaeffer. De modo que el director simple­mente había decidido cambiarlo de sitio.
La profesora Hertz soltó un suspiro de alivio.
Agujas azules y tejados curvos como los de las pago­das chinas, calles que flotaban en el aire como delica­das cintas de colores, enroscándose en torno a torres tan altas que sus últimos pisos se perdían de vista.
Me da que esto no es Lyoko observó Ulrich mientras sacudía la cabeza, contrariado. Y tampoco estamos en Kansas, Dorothysonrió.
Ya. Pero míranos a nosotros.
Yumi, de pie junto a él, iba vestida con el traje de geisha que llevaba siempre en Lyoko, y tenía la cara pintada de blanco y el cabello sujeto sobre la nuca con unos palillos. Su elegante quimono estaba ceñi­do a la cintura con una faja ob¡. También Ulrich tenía su habitual aspecto de samurai, con un quimono cor­to y los pies calzados con los tradicionales geta, un cruce entre zuecos y sandalias, con sus correspon­dientes calcetines separando los pulgares del resto de los dedos. El único detalle que le faltaba al mu­chacho era su inseparable catana.
Me da que estamos desarmados concluyó.
Pues no me gusta ni lo más mínimo, si te soy sincera le respondió Yumi.
La voz de la muchacha le llegaba con un eco metáli­co y distorsionada a través de los auriculares instalados en el casco. Los rudimentarios aparatos del apartamen­to no permitían entrar de verdad en el mundo de la ré­plica, y sus cuerpos se habían quedado en la realidad, en medio de una habitación repleta de ordenadores.
Bueno, si las cosas se ponen chungas, siempre podemos quitarnos estos chismes y volver atrás, ¿no? se consoló Ulrich.
Inténtalo lo desafió la muchacha.
Ulrich se llevó los dedos bajo la garganta, donde se encontraba la correa del casco de motorista. Nada. Las yemas de sus dedos, cubiertas por los guan­tes, le transmitían la sensación de estar tocando piel desnuda, y seguían el contorno de su rostro como si no llevase ningún casco puesto. Se frotó las manos para tratar de quitarse los guantes, pero no había manera. Para el Ulrich de dentro de la réplica aque­llos objetos no existían. No tenía modo alguno de tocarlos.
Entonces, esperemos que las cosas no se pon­gan difíciles. ¿Has entendido cómo podemos mover­nos aquí dentro?
Junta el pulgar y el índice derechos, y luego mueve la mano en la dirección en que quieres des­plazarte le explicó Yumi antes de salir disparada hacia el cielo en un vuelo rapidísimo.
Ulrich trató de imitarla, inclinó la mano y se gol­peó la cara con fuerza contra el suelo.
— ¡Ay, qué daño! gritó.
Yumi planeó elegantemente hasta llegar a su lado.
— ¿Cómo puede ser? Esto no es como Lyoko. No­sotros no estamos aquí de verdad. Nuestros cuerpos están a salvo en el apartamento.
Será lo que tú digas, pero yo me siento la nariz hinchada. A lo mejor el casco tiene instalados dispo­sitivos para el dolor, u otra cosa rara. Nos vendría bien Jeremy.
Por un instante, el muchacho se arrepintió de no haber llamado a su amigo informático antes de tratar de usar la réplica, pero ya era demasiado tarde para pensar en ello. Al segundo intento consiguió alzar el vuelo sin partirse la crisma, y Yumi lo siguió por enci­ma de la ciudad.
Aquel sitio de ciencia ficción a la oriental estaba en ruinas. Muchas calles estaban rotas, y sus cente­lleantes escombros caían al suelo dibujando cascadas de colores. Las grietas recorrían los muros de las pa­godas, y el suelo estaba lleno de agujeros, como si acabase de terminar un intenso bombardeo. Además, parecía que no había ni un alma.
Dejaron atrás parques en los que extraños arbus­tos de cristal lo habían cubierto todo, engullendo ce­nadores, senderos y puentes transparentes que cru­zaban los cauces secos de antiguos riachuelos. Al final se toparon con un gigantesco muro.
Era la única cosa de allí dentro que parecía novísi­ma y en perfecto estado. Estaba hecho por completo de ladrillos de color negro mate, y era tan alto que llegaba hasta el cielo y se perdía de vista en todas direcciones. Yumi y Ulrich ascendieron en línea recta, volando con la tripa a escasos centímetros de aquella descomunal construcción, pero después de diez mi­nutos todavía no se veía el final.
El muchacho se detuvo en pleno aire. Rozó con los dedos la superficie de la pared, y unas pequeñas descargas eléctricas recorrieron sus yemas.
De aquí no se pasa gruñó—. Esta muralla tiene menos pinta de acabarse que un culebrón venezolano.
— ¿Una pared infinita? ¡Pero eso es imposible!
Puede que en la realidad lo sea, pero aquí no. Toda la ciudad está protegida por esta barrera, y no­sotros no podemos atravesarla.
A menos que haya una puerta por algún lado.
Descendieron de vuelta a la ciudad hasta llegar al nivel del suelo, y empezaron a buscar. Después de un rato encontraron, en efecto, una abertura de dos me­tros de alto, cerrada por dos anchos batientes negros completamente sellados. No había ni cerraduras ni ti­radores a la vista con los que poder abrirlos, y a pesar de que Ulrich y Yumi se pusieron a empujar ambas hojas del portón con todas sus fuerzas, no se movie­ron ni un solo milímetro.
Al final se dieron por vencidos, y se apoyaron contra la muralla para recuperar el aliento.
Puede que sea un mundo virtual jadeó Ulrich, pero uno se cansa igualito que en el de verdad.
Tienes...—«razón», estaba a punto de decir Yu­mi, pero se vio interrumpida por un rayo de luz azul que la alcanzó en todo el pecho.
La muchacha rodó hacia un lado mientras Ulrich se ponía en pie de un salto. Miró a su alrededor, con todos los sentidos alerta, hasta que la vio: una raya, uno de los monstruos de X.A.N.A. con los que se ha­bían enfrentado durante sus aventuras en Lyoko. A diferencia del pez que le daba nombre, la raya usaba su enorme aleta para volar, y disparaba rayos láser por el aguijón de su delgada cola.
— ¡Rápido, larguémonos de aquí! gritó Ulrich.
Alzaron el vuelo a toda velocidad con el monstruo en los talones. Nuevos rayos láser pasaron a poca dis­tancia de ellos, haciendo chisporrotear el aire.
— ¡Cuando me ha dado, no he perdido puntos de vida! notó Yumi.
— ¿Querrá decir eso que somos inmortales?
— ¡Ojalá! Sin embargo, me da que sin Jeremy y su superordenador no tenemos armas ni otros me­dios para defendernos. Y si morimos...
Parecía absurdo, y en cualquier caso no podía pa­sarles nada malo. Cuando morían en Lyoko volvían inmediatamente a la realidad, rematerializándose en las columnas-escáner de la antigua fábrica. ¿Por qué iba a ser distinto ahora? Aunque Ulrich se había gol­peado en la nariz antes, y le había dolido. No sabían cómo funcionaba la réplica. No tenían ni la menor idea.
El muchacho vio otras dos rayas que venían hacia ellos, surcando el terso cielo de la ciudad.
— ¡Ven conmigo, Yumi! chilló, y empezó a des­cender con un vuelo en picado.
Aterrizaron sobre las tejas lisas de un edificio, se dejaron caer, patinando, hasta una de las calles que iban hacia el suelo formando una amplia espiral y lue­go echaron a correr a toda velocidad.
Ulrich se lanzó hacia la verja de un parque aban­donado e invadido por altos árboles de cristal.
Si aquí hay monstruos... ¡también podría estar XANA Igritó.
Yumi negó con la cabeza.
— ¿No te has fijado? Las rayas no llevan su símbo­lo. ¡No tienen el ojo de XANA, como pasaba en Lyoko!
— ¡A lo mejor son distintas de ellas, pero nos dis­paran con la misma mala uva que las rayas de Lyoko!
Ambos muchachos atravesaron la verja de hierro y empezaron a volar a ras del suelo por entre los ar­bustos, que eran espinosos y retorcidos, y tenían un extraño color verde azulado y resplandeciente.
De pronto Yumi se detuvo, helada, y Ulrich se chocó contra ella, tirándola al suelo. Volvieron a le­vantarse de un salto.
— ¿Qué te pasa? ¿Has visto un fantasma?
Yumi no le respondió, sino que alzó un dedo, se­ñalando un punto justo delante de ella. Ulrich se que­dó con la boca abierta.
— ¡El profesor Hopper! dijo el muchacho cuan­do consiguió volver a cerrarla.
No susurró la muchacha. No puede ser realmente él. Seguro que es una copia. Una réplica de Hopper.
El profesor estaba de pie delante de ellos, con el rostro cubierto por su oscura barba y un par de grue­sas gafas. El padre de Aelita parecía translúcido, de­jando ver lo que tenía a sus espaldas, igual que un fantasma. Llevaba una bata de laboratorio y tenía las manos en los bolsillos. Al verlos, desplegó una am­plia sonrisa.
Niños. ¡Por fin! Cuánto tiempo he esperado que viniese algún niño por aquí... les hizo una señal con la cabeza, y luego se metió detrás de un matorral petrificado.
Los dos muchachos lo siguieron, pero cuando vo­laron por encima del matorral, el fantasma ya había desaparecido.
En aquel instante un láser quebró una rama justo por encima de sus cabezas, y las hojas de cristal se estrellaron contra el suelo, partiéndose en mil peda­zos entre ruidos de rotura y tintineos. Los muchachos se miraron entre sí y reemprendieron el vuelo, ele­vándose por encima del parque.
Ahora las rayas eran por lo menos una veintena, y volaban trazando amplios círculos sobre la ciudad. En cuanto los vieron, se lanzaron en picado hacia ellos.
— ¿Qué podemos hacer? dijo Ulrich, mirando a Yumi con cara de preocupación.
Mucho me temo que...
Las rayas abrieron fuego, y la muchacha no llegó a terminar la frase.

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