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miércoles, 5 de octubre de 2011

Capítulo 12

                                                                12
                                          DEMASIADOS MISTERIOS

El gran reloj que destacaba sobre el edificio principal ce la academia Kadic dio las doce campanadas que indicaban la medianoche. En su habitación de la resi­dencia, Jeremy oyó aquel sonido lúgubre y se resig­nó a encender la luz. Aquella noche le resultaba imposible conciliar el sueño.
Se levantó de la cama y llegó hasta su escritorio. Cogió un bolígrafo y una hoja de papel y empezó a nacer una lista de todos los problemas que habían surgido y la información que habían conseguido hasta ese momento.
1. Profesora Hertz. ¿Qué sabe de Hopper? ¿Por qué tenía guardado un expediente sobre él? ¿Qué significan los códigos?¿Y la dirección de Bruselas?
Suspiró. Una ristra de preguntas... y acababa de empezar.
2.  El hombre de los perros. ¿Quién es? ¿Qué quie­re? ¿Por qué parece que la tiene tomada con los pa­dres de Odd y Yumi? ¿Les tocará ahora también a los demás?
Aquel pensamiento lo dejó helado. Cuando Jeremy era pequeño, sus padres habían vivido en la ciudad, pe­ro se habían mudado poco antes de que él empezase a ir al colegio. El hecho de que viviesen lejos podía man­tenerlos a salvo... ¿o tal vez no? Pensándolo mejor, los padres de Odd también vivían en otra ciudad...
Trató de no pensar en eso, y prosiguió con la lista.
3.   Richard. ¿Por qué han aparecido todos esos códigos en su ordenador? ¿Ha sido Hopper el que se los ha enviado? ¿Por qué Aelita lo mira como si fuese un dios?
Jeremy resopló, y borró la última frase. No resul­taba pertinente. La muchacha le había contado que por la mañana había visto a Richard en un café, y él había sentido cómo le hervía la sangre... pero eso no tenía importancia. De momento.
4.  Hopper. ¿Qué significaba el vídeo que nos hizo encontrar? ¿Qué debemos hacer para ayudar a Aelita a localizar a su madre?
5. X.A.N.A.
Y en aquel punto Jeremy se quedó bloqueado, con el bolígrafo suspendido sobre el blanco del papel. X.A.N.A. había sido derrotado. De eso, por lo menos, estaban seguros. ¿O no?

Odd tampoco conseguía pegar ojo. En su cabeza, los ojos apagados del señor Ishiyama se superponían a los de su padre, dulces y entrecerrados.
Él era un muchacho alegre, y siempre estaba de buen humor, pero aquel asunto lo estaba afectando bastante. Alguien había llamado a su puerta y había atraído con engaños a su padre hasta el jardín para hacerle algo. A esas alturas el muchacho ya estaba seguro de que no se trataba de un secuestro. De ser así, los padres de Yumi habrían corrido la misma suerte. Por lo tanto, la pregunta realmente importante era distinta: ¿qué quería el hombre de los perros? Tenía algo que ver con aquellos guantes luminosos, eso estaba tan claro como el agua, aunque no fuese más que un clavo ardiendo. Y tal vez tuviese que ver también con la capacidad de desaparecer de los ví­deos que Jeremy había grabado en La Ermita.
De golpe y porrazo le volvió a la cabeza la extraña tarjeta fotográfica que le había dado su madre en el hospital. Se levantó de la cama y se puso a hurgar en los bolsillos de su chaquetón. Sacó el cuadradito de plástico gris y lo observó. No tenía nada escrito, tan sólo tres o cuatro marcas doradas en un lado.
Odd resopló. Él no entendía nada de estas cosas, pero Eva parecía bastante ducha en el tema. En el fondo, gracias a ella había descubierto la imagen del hombre de los perros en los vídeos de La Ermita. Se­guramente podría ayudarlo a descubrir también qué se escondía en aquel par de centímetros cuadrados de plástico. Y además, al día siguiente era domingo, la ocasión perfecta para ir a verla a su casa. Iba a po­der conocer a sus padres y pasar un rato con ella... ¡Estupendo!
Rebuscó en medio del caos absoluto de su escri­torio hasta que encontró el trocito de papel en el que había copiado la dirección y el número de la mucha­cha cuando finalmente había tenido que lavarse la mano. Ahí estaba: Rué André Rene. Ya eran las dos, pero decidió intentarlo de todas formas. Cogió el móvil y marcó el número de Jeremy, que respondió al primer toque.
Ah, así que tú tampoco estabas durmiendo.
No le respondió su amigo, estaba estu­diando cómo forzar la cerradura del portal para expli­cárselo a Ulrich y Yumi.
— ¡Nuestro bucanero informático! Rió Odd. Sólo quería decirte que mañana por la mañana no nos vamos a ver. Tengo intención de hacerle una visi­ta a Eva.
— ¿Qué estás tramando? la voz de Jeremy se había vuelto seria de inmediato.
Nada, nada, no te preocupes respondió, eva­sivo, el muchacho.
Odd, no estarás dejando que esa chica te coma la cabeza, ¿no?
— ¿Y qué si lo hago? ¡Es una buena chica! no le dijo nada de la tarjeta fotográfica. Si Jeremy le echa­ba el ojo encima, seguramente habría sabido decirles qué hacer con ella, y él ya no habría tenido una excu­sa para ir a ver a Eva.
Su amigo suspiró.
De modo que tienes intención de escaquearte otra vez de tu castigo.
Puedes apostar por ello, majete dijo Odd, y colgó el teléfono.

El domingo por la mañana el cielo estaba cubierto de grandes nubarrones negros que presagiaban lluvia, pero eso, por supuesto, no bastó para detener a Odd.
La Rué André Rene era una calle amplia y larga, con dos hileras de altos plátanos que, sacudidos de un lado a otro por el fuerte viento, parecía que estu­viesen a punto de descuajarse y salir volando. Además de los árboles, había dos filas de casitas peque­ñas pero ordenadas, con los tejados negros y las paredes de madera pintadas de blanco.
«Vaya día de perros», pensó Odd, y se estreme­ció. Un rayo destelló en el cielo, rasgándolo por la mitad. Y después llegó el trueno. Una gran gota de lluvia se estampó contra la nariz del muchacho. Y lue­go, otra más.
Echó a correr a lo largo de la calle, en un rápido eslalon entre los árboles desnudos, poniendo mucho cuidado para no resbalar sobre la acera, que aún es­taba llena de la nieve que había caído durante los días anteriores. Iba buscando con la mirada los nú­meros de los buzones de las casas. Treinta. Veintio­cho. La lluvia empezó a arreciar más y más, y en cosa de veinte segundos el muchacho estaba ya empapa­do, con los cabellos rubios pegándosele a la cara y la ropa pesándole como si fuese de plomo, dificultando sus movimientos. Volvió a acelerar su carrera. Le fasti­diaba que Eva fuese a verlo así, pero a esas alturas ya no tenía elección. Era imposible volver al Kadic bajo aquel aguacero torrencial.
Dieciocho. El uno y el ocho estaban dibujados con pintura roja sobre el buzón. Odd saltó por enci­ma de la valla, que era bastante baja, derrapó en el sendero del jardín, alcanzó la puerta, resguardada por un tejadillo, y llamó al timbre. No pasó nada. Vol­vió a intentarlo y luego, para no quedarse con la du­da, lo pulsó una vez más: jRmiüiiiüüiüüimgl
Por fin, la puerta se abrió. Eva estaba embutida en un chándal de gimnasia ajustadísimo, y llevaba el pelo peinado en pequeños rizos que le enmarcaban el rostro.
Odd dijo con una sonrisa.
Hola le respondió el muchacho. Pasaba por el barrio y, verás, se ha puesto a jarrear... en aquel mismo instante se dio cuenta de que eran las ocho y media de la mañana del domingo. ¿No os habré despertado a ti y a tus padres, verdad? mur­muró, alarmado.
Estoy sola en casa. Mis padres están fuera... por trabajo.

¿Trabajando un domingo? El muchacho prefirió no hacer ningún comentario.
— ¿Te importa si entro un momento para secar­me?
Pasa asintió ella, apartándose de la puerta. Estás empapado. Quítate la ropa.

Odd se quedó de una pieza, sin saber qué decir, puede que por primera vez en toda su vida. ¿Quitar­se la ropa? ¡¿De verdad ella le había pedido que se... desnudase?!
Ejem, ¿no tendrás por casualidad algo de ropa de tu padre para prestarme?
No.
El muchacho miró a su alrededor. De hecho, pa­recía que en casa de Eva Skinner faltaban bastantes cosas, además de la ropa. Apenas había mobiliario. Desde la puerta se entraba en un pequeño recibidor que daba al salón, un espacio totalmente desnudo, aparte de un ordenador portátil que había en el sue­lo. La cocina, ídem de lo mismo: nada de fregadero, nada de armarios y nada de fogones. Cuatro paredes y, entre ellas, la nada. Sólo las cañerías del gas y el agua, que sobresalían de la pared a cierta altura del suelo, y el calentador.
— ¿Dónde está el baño? preguntó Odd, estu­pefacto.
Por ahí le señaló Eva, al fondo del pasillo. El pasillo daba a dos dormitorios completamente vacíos. No había ni siquiera una cama. En una había una maleta rosa con ruedas abierta en medio del sue­lo que rebosaba de ropa, pero nada más. En el baño por lo menos había un lavabo, un retrete y una toalla que Odd utilizó para arreglarse el pelo.
La chaqueta, la sudadera, los pantalones, los za­patos y los calcetines estaban calados y totalmente inutilizables, pero la camiseta se había salvado, así que podía dejársela puesta. Odd se desnudó, sacó la tarjeta fotográfica de la chaqueta, se anudó la toalla alrededor de la cintura para esconder los calzoncillos y volvió al salón, donde Eva estaba sentada en el sue­lo, con el portátil sobre el regazo.
La muchacha lo estudió con una mirada crítica.
Estás casi desnudo murmuró—. No creo que sea muy adecuado.
Yo tampoco, la verdadmurmuró—. ¡Pero con toda esa ropa empapada encima me iba a pillar una pulmonía!
Espera.
Eva se levantó, desapareció en una de las habita­ciones y volvió un minuto después con un chándal de felpa rosa fosforito. Odd se lo puso entre suspiros. La sudadera le quedaba ajustadísima, y los pantalones eran demasiado cortos. Nada que ver con el estilazo de James Bond. Viéndolo así de mal vestido, Eva se iba a reír de él por toda la eternidad.
La decoración de tu casa es muy... dijo, tra­tando de desviar la atención hacia otro asunto, ejem, minimalista, diría yo.
Pero enseguida se mordió la lengua. En el fondo, ¿qué sabía él de su familia?
Por otro lado, os habéis mudado hace poco. Es normal trató de arreglarlo. Aunque es una pena que tengas que vivir en estas condiciones. Podrías venir a quedarte en la residencia durante una tempo­rada, hasta que lleguen los muebles, la cocina, las ca­mas y todo lo demás...
Yo estoy estupendamente respondió Eva con frialdad.
Pues claro, estupendamente, ¡yo también estoy de fábula aquí!
Odd se sentó en el suelo junto a la muchacha, con las piernas cruzadas, y le enseñó la tarjeta de me­moria.
En realidad, Eva, ya que estoy aquí me gustaría aprovechar para pedirte ayuda con esta cosita. Me la he encontrado, y no consigo entender cómo se utiliza.
Eva cogió en la palma de su mano la pequeña tarje­ta, y la observó durante un instante, con los ojos brillan­tes, como si pudiese ver dentro de ella. La insertó en el ordenador y estuvo tecleando durante unos momentos.
Sólo hay un vídeo dijo después. Ahora lo pongo.
Odd se sorprendió conteniendo la respiración mien­tras la imagen cobraba forma, llenando toda la pantalla.
Había una mujer hermosísima vestida con una ba­ta blanca. Tenía las manos y los pies atados a una silla de madera, y una cascada de pelo rojo y despeinado le caía sobre el cuello. Una mano masculina metida en un guante negro superpuso a su imagen la prime­ra plana de un periódico, el Indagateur. La fecha es­taba subrayada en amarillo." 2 de mayo de 1994.
Odd se llevó la mano a la boca, abierta de par en par.
— ¡Este vídeo es de hace un montón de años! ¡Poco tiempo antes de que Aelita entrase en Lyoko con su padre! Y esa mujer debe de ser...
La melena pelirroja, la forma de la nariz y de los ojos... estaba seguro: ¡ésa era Anthea, la madre de Aelita! ¡Secuestrada!
El diario desapareció de la pantalla, devolviéndo­le el protagonismo a la mujer, que empezó a hablar.
Waldo, estoy bien. No te preocupes por mí: me tienen prisionera, pero todo va... su rostro estaba inundado de una tristeza infinita, y en aquel momen­to se dobló por la mitad y empezó a llorar.
-¿Cómo está Aelita? Oh, cielo, hace tantos años que no la veo... Ahora ya irá al colegio. ¿Ha crecido mucho? Me gustaría tanto abrazarla...
La mujer empezó a sollozar.
Acabemos con esto le ordenó una voz mas­culina fuera de campo. Di lo que tú sabes, y punto.
Anthea alzó la cabeza. En su mirada brillaba el odio más puro contra el hombre que había hablado, escondido tras la cámara.
Waldo dijo, estos hombres quieren que te diga que tienes que seguir trabajando, ponerle el punto final al proyecto Cartago. Si lo haces, ellos me liberarán, y podremos estar juntos Aelita, tú y yo, otra vez como una familia.
La mujer miró al objetivo, asustada.
— ¡Pero no los escuches! Añadió después a toda prisa. No me soltarán jamás, y tratarán de matarte. ¡Olvídate de Cartago y huye, huye muy lejos...!
La silueta de un hombre entró en el encuadre, de espaldas, y cubrió a Anthea. Se oyó el ruido de una bofetada. Después, la imagen se disolvió en una ex­plosión de chispitas blancas y negras, y el vídeo se acabó.
Odd casi tiró al suelo el portátil de Eva al ponerse en pie de un salto.
— ¡Tenemos que irnos! ¡Avisar a Aelita y a Jeremy, enseñarles este vídeo!
No dijo simplemente Eva.
Pero ¡¿es que no lo entiendes?! Protestó Odd. Ésa era Anthea, la madre de Aelita, y ahora sabemos que está... que estaba viva hace diez años, por lo menos, y está secuestrada. ¡Jeremy podría analizar el vídeo y descubrir algo!
No repitió Eva antes de ponerse de pie.
— ¿Se puede saber qué mosca te ha picado? le preguntó Odd, mirándola fijamente con los ojos co­mo platos.
La muchacha se metió una mano en el bolsillo. Cuando la sacó, Odd tardó un par de segundos en comprender qué era aquel objeto que sostenía en su puño.
¡Aquello no tenía ningún sentido! ¿Por qué de­monios iba Eva a empuñar una navaja, con la hoja bri­llando de forma siniestra, a escasos centímetros de su nariz?
Tú no vas a ningún lado, estúpido humano los labios de Eva se movieron, pero aquella voz no era la de la muchacha: estaba distorsionada, como si saliese directamente de los altavoces de un ordena­dor. Y era masculina. Profunda.
Odd conocía aquella voz demasiado bien. Era la voz de su enemigo de siempre. La voz de X.A.N.A.

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